Desde un no lugar

El último territorio

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 12 de mayo de 2007

Galitzia es una región enclavada en la ladera oriental de los Montes Cárpatos, que separan Ucrania de Hungría y del resto de Europa Central. En el siglo pasado, Galitzia pasó de formar parte del imperio austrohúngaro a la ocupación polaca, soviética, alemana y luego nuevamente soviética, hasta la independencia de Ucrania en la década de los noventa. A pocos kilómetros de Lvov, los diligentes funcionarios del imperio austrohúngaro situaron el centro de Europa, monolito que representó, como pocas otras cosas, el tremendo espejismo sobre el que se cimentó por décadas el mapa del Viejo Continente. Bajo el suelo de Lvov está también la línea divisoria de las aguas que fluyen hacia el Mar Báltico o hacia el Mar Negro. Y, sin embargo, esa centralidad es totalmente ilusoria: Galitzia, y de algún modo también Ucrania, es una zona fronteriza, marginal, la no-Europa en Asia y la no-Asia en Europa, un lugar donde pudo alzarse el mayor observatorio astronómico de la región que, sin embargo, sólo sirve hoy como mudo testigo de la distancia sideral entre el borde y el centro, entre la metrópolis y los márgenes.

UkraniaAl ampliar el mapa se aprecia que Galitzia es la región de Ucrania que más se adentra en esa otra entelequia denominada «Europa Central», y limita con Belarús (o Bielorrusia), Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumania. Chernobil (Chornobyl en la foto) está en el centro del país, casi en la frontera de Belarús, sobre el río Prypyats (lo he visto como Pripet en traducciones al español)

Desde ahí, desde Stanislaw (nombre tradicional) o Ivano-Frankiska (nombre puesto por los soviéticos), escribe Yuri Andrujovich, en la estela de galitzianos tan ilustres como Joseph Roth, Bruno Schultz y Paul Celan. Los ensayos reunidos en El último territorio dan cuenta de una empresa intelectual y política que busca dibujar el contorno esquivo de una identidad que se funda en tradiciones frágiles y casi fantasmales, esquivas y, en algún sentido, peligrosas. Desde la atalaya de la no-Europa, Andrujovich puede realizar tanto una sátira de insólita crueldad sobre el posmodernismo y la vacuidad de las modas intelectuales que vienen desde Occidente, como una crítica social y profundamente subversiva sobre el arribo de la mafia rusa a las redes de poder en Ucrania. Al mismo tiempo, su lectura de la política y de la historia en las últimas décadas, con el acontecimiento de Chernobyl en el centro del análisis, es demoledora, original y estimulante. Nada más refrescante, en realidad, que leer a alguien que abomina tan crudamente de los lugares comunes, los recursos baratos y la banalización del debate intelectual, a tal punto que, hablando desde una realidad tan lejana en sus coordenadas geográficas y culturales, es capaz de iluminar con nuevos matices el paisaje criollo.
El último territorio. Yuri Andrujovich. Editorial El Acantilado, Barcelona, 2006. 211 páginas.

Hasta allí la columna. Agrego ahora algunas citas y amplío el comentario sobre este ucraniano extrañamente actual para nosotros. Dice Andrujovich:

«Galitzia es una región completamente artificial, hilvanada por una traslúcida telaraña de conjeturas pseudo históricas e intrigas de politicastros. Tienen razón quienes afirman que Galitzia no es más que la invención de unos ministros austríacos de hace ciento cincuenta años».

¿Es tan así? Según otros textos, Galitzia fue un reino independiente en la Edad Media, fue parte de Polonia en el siglo XIV y se incorporó a Austria en 1772. Andrujovich no puede desconocer la historia larga de Galitzia, puesto que la cita incansablemente, si bien no de la manera convencional o no desde los datos convencionales. La cita pertenece al ensayo que da nombre al libro, que profundiza especialmente sobre Galitzia como un no-lugar. Claramente, es una licencia poética, por así decirlo, para reforzar su irónica visión sobre su territorio natal como una representación de la esencia del posmodernismo. O quizá sí tiene razón: es posible que la división administrativa de hace ciento cincuenta años obedezca a la decisión burocrática de devolver el nombre propio y de otorgar identidad a una región que desde muchos siglos atrás había dejado de ser una unidad independiente. Tierra de todos y tierra de nadie. Uno de los capítulos notables del libro describe la historia de los gitanos, quizá la mejor muestra de un pueblo que no pertenece a ninguna parte, cuyos orígenes, sin embargo, pasan directamente desde una isla mitológica en un mar ficticio a Lvov (o Lviv, Lwow, Lemberg). En Galitzia se fabrican mejores alfombras kelim que en Turquía. Hay sinagogas, mezquitas, iglesias ortodoxas, iglesias católicas. Quizá porque la región es, efectivamente, una entelequia creada por la burocracia imperial, no ha habido -y al parecer no habrá- conatos de independencia política, y la cuestión de la identidad se debate a la manera Andrujovich, entre ruinas, retazos y recuerdos de pasadas dominaciones.
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Vista panorámica de Lvov

Puede ser pertinente la pregunta de por qué una obra sobre una región tan disímil puede ser interesante para apreciar mejor la realidad criolla. Tal vez se trata solamente de un buen libro, de estilo seductor y provocativo contenido, al menos para quien cree que la literatura de la Europa Central no sólo está destinada a las señoras adictas a la pastelería vienesa. O tal vez es la fuerza del contraste entre dos realidades, el joven país sudamericano que está a medio camino de todo y la vieja región europea transida de historia, pero con un destino marcadamente incierto que a su vez está inscrita en un país a la deriva, «esa gran comunión noctámbula de un pueblo borracho, del que brota la generosidad, el amor y el afecto; así somos, una gran familia, la mafia, hermanos y hermanas todos».

O tal vez es, simplemente, que, cuando se habla o escribe desde la periferia, el discurso resuena y encuentra ecos. Gilles Deleuze y Feliz Guattari escribieron un breve ensayo llamado Kafka. Por una literatura menor. Postulaban una idea interesante: que Kafka escribía desde los márgenes del alemán, con una sintaxis y un léxico propios de un pequeño grupo de familias alemanas de Praga, muy distinto del alemán propio del centro de la cultura germana. Según ellos, era la mejor manifestación de lo que denominan literatura menor, no en el sentido de la calidad ni de la extensión, sino de aquella que se articula en la periferia de la lengua. Tal como la escritura de los galitzianos y las literaturas menores de América Latina, menores respecto de la peninsular. Hay otras similutudes más obvias: Andrujovich, nacido en 1958, creció en un régimen dictatorial y participó en la búsqueda de cuerpos enterrados en tumbas sin nombre luego del derrumbe de la Unión Soviética; y vivió, y sigue viviendo, una problemática transición a la democracia, más complicada y conflictiva, desde luego, que la chilena.

Apocalíptica de Chernobyl. Cientos de camiones abandonados bajo el vuelo de helicópteros equipados contra la contaminación. Piezas y partes de los vehículos se transaron en el mercado negro. Quedan sólo las carcazas.

Pero hay más. Para el lector universal, sobresale el vigor del estilo de Andrujovich, alimentado por la conciencia de lo que significa ser escritor, más allá y más acá de Chernobyl.

«Ahí está el escritor. Su número de lectores se reduce cada vez más y entre su público sólo van quedando fracasados como él. El idioma materno gira a su alrededor y cada vez es menos un medio de comunicación y más una fortaleza, o, mejor dicho, una concha. Su futuro -el último refugio del grafómano- no queda justificado (a su alrededor observa a la juventud, necia y cínica; los mejores huyen, emigran, se mimifican). Claro que nadie tiene derecho a prohibir a las personas buscar lo mejor de sí, ni tan siquiera a un escritor.

Entonces, ¿qué le queda?

Ahora que lo pienso, le queda algo, y muy importante: esforzarse por escribir bien. En una sociedad lumpenizada, gobernada por instintos y no por ideas, el papel del escritor sigue siendo el mismo. Siempre es el mismo. La única diferencia es que debe ser consciente de que no le escucharán. Esto no significa que no tenga la obligación de escribir bien. Por regla general se trata de una obligación sobre uno mismo, pero no siempre.

Al escritor suele quedarle la esperanza, algo que es posible incluso después de Chernobyl.»

Luminosas palabras desde un paisaje devastado. Quizá Andrujovich es el profeta del siglo XXI. Quizá bajo la cáscara de la modernidad y el emprendimiento están sólo la ruina, la decadencia y la furia… y la esperanza. Por lo menos, aún no hemos tenido nuestro Chernobyl.

El tesoro de Sierra Madre

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio. 12 de septiembre de 2009

sierra madreB. Traven intentó, y fue exitoso en ello, ocultar sus huellas, esconder su verdadera identidad, permanecer en el anonimato. Pero no porque quisiera ocultarse de sus seguidores o porque detestara a la prensa: no, se trataba de algo más profundo, del auténtico afán por aislar al autor de la obra. Parece más o menos claro, a estas alturas, que nació como Ret Marut en Alemania; que fue anarquista; que huyó a México, perseguido políticamente, en los primeros años 20; que Esperanza López Mateos, hermana de un ex Presidente de México, fue su traductora al español y representante oficiosa del escritor hasta que se suicidó en 1950; que el misterioso estadounidense que se hacía llamar Hal Groves y se presentó en el set de filmación de El tesoro de la Sierra Madre era Traven, y con ese nombre se casó con Rosa Elena Luján, heredera, hasta la fecha, de sus derechos de autor. Y de todo ello no hay, tampoco, seguridad.

El caso es que Traven comenzó a publicar sus novelas a fines de los años 20, ya radicado en México. La segunda de ellas, El tesoro de Sierra Madre, lo catapultó a la fama, con una historia de ambición y desesperanza ambientada en las montañas de México. La versión cinematográfica de John Huston, estrenada en 1948, es una de las grandes películas que protagonizó Humphrey Bogart. Hasta la fecha, sus libros eran muy difíciles de encontrar, así que el rescate de Acantilado es sumamente bienvenido. Tras éste, anuncian El barco de la muerte, la primera novela de B. Traven (o la primera que publicó bajo ese seudónimo).

El tesoro de Sierra Madre es una novela intensamente claustrofóbica, a pesar de transcurrir en los puertos petroleros y en los espacios abiertos del interior montañoso de México. Tres personajes -dos vagabundos que coquetean con la mendicidad y un viejo buscador de oro- se internan en la sierra. Antes de partir, el más veterano advierte que el hallazgo de un depósito aurífero es peligroso, porque «el oro es algo endemoniado» y, cuando lo hay en abundancia, «se pierde la noción del bien y del mal, se olvida la diferencia entre lo honesto y lo deshonesto, se pierde la capacidad de juzgar». Ahí está el hilo conductor de la novela. Los buscadores de oro tienen éxito y Fred C. Dobbs, el personaje encarnado por Bogart, comienza a sufrir la maldición de la riqueza súbita. Su creciente paranoia y desconfianza corren parejas con la ambición y la codicia desatadas y, por más que se trate de espacios abiertos, la novela transmite una asfixiante sensación de encierro, apenas alivianada por historias secundarias que Huston no recogió en la película. Traven es un gran escritor que introduce ingredientes y matices de singular riqueza y complejidad en el molde de la novela de aventuras. Por eso es un placer leerlo.

B. Traven. Acantilado, Barcelona, 2009. 352 páginas.

Mis lecturas favoritas de 2014

Hacer una lista de fin de año entraña un gran riesgo: revela tanto lo leído como, sobre todo, el inagotable universo de lo no leído. Dicho esto, van, sin orden de prioridades ni pretensiones canónicas, algunos de los libros que más me gustaron en mis lecturas de 2014.

Galveston, de Nick Pizzolatto.  Recién llegada a Chile. Leí la edición argentina hace unos meses. Es de las mejores novelas policiales que he leído en los últimos años, aparte de dos clásicos de los que hablo más abajo. Acá la reseña.

Tela de sevoya, de Myriam Moscova. La reseñé acá. Es un ensayo autobiográfico escrito con una admirable cercanía, que además descubre un bellísimo sustrato de la lengua que hablamos en América Latina y España.

clarisseEse libro fue la principal motivación para comprar El color del tiempo. Poesías completas, de Clarisse Nicoïdski (Sexto Piso, Madrid, 2014; 117 páginas), escritora francesa de origen sefardí que, aparte de novelas escritas en francés y no traducidas al castellano, escribió un puñado de poemas cuyo propósito fue el de mantener viva la lengua, o la lingua, familiar. «Muchas linguas se hablaban en casa: el italiano, el serbo croato, unas palabras en allemán, y un poquito de francés. Y se cantavanlas todas. Una lingua tenian mis padres conocida de ambos: la que llamabamos el “spaniol muestru” y que nos venia de nuestros abuelos, llegados al “Ottoman turco” como se decia, desde la Inquisición d’España». Son poemas de extraordinaria limpidez, dedicados a los ojos, a las manos, a la boca, a las penas de amor, a las palabras; versos breves, poemas breves, que hay que leer “kon su musika de orijín”, como dice la abuela de Moscova, e intentar entenderlos bajo esa cadencia del lenguaje antes de mirar la página de enfrente, donde el traductor, Ernesto Kavi, trató de aliviar la “herida abierta”, la “memoria que está sangrando”, entre el sefardí y el castellano, para recuperar la dulzura perdida en el tiempo.

qui dizirás?
in tu boca
las palavras puedin ser piedras

i puedin ser palavras

qui dizirás?

La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski. Es de 2013, pero se distribuyó en Chile en 2014, así que acá la incluyo con la reseña anotada. Es una novela apasionante, por lo distinta y por la enorme capacidad lúdica de su autor. Un placer de principio a fin.

Cuando hablábamos con los muertos, de la escritora argentina Mariana Enríquez, es otra interesantísima obra que muestra cómo la narrativa de género puede romper fronteras y anclarse en situaciones sumamente cotidianas o en procesos históricos. Es de 2013, pero la leí y reseñé a comienzos de 2014.

El silencio de los animales, de John Gray. Un filósofo inglés que escribe mucho y que vuelve sobre sus temas, hasta destilarlos en un libro breve y provocador. La reseña de rigor, aquí.

uno-es-un-numero-solitarioUno es un número solitario, de Bruce Elliott. No la he reseñado. En 2012, la editorial de clásicos de la novela negra Stark House rescató, en un solo volumen, dos novelas policiales de comienzos de la década del cincuenta. A su vez, la editorial argentina La Bestia Equilátera las publicó, pero por separado. En 2013 apareció Mi ángel tiene alas negras, de Elliot Chaze, reseñada aquí; y en 2014, la de Elliott. Impresiona cuánto tienen en común ambas, aunque las historias sean completamente distintas. Las mujeres también desempeñan acá un papel crucial y la desgracia se respira desde las primeras líneas. Como retrato de la sociedad estadounidense, es despiadada. Como indagación en los abismos del espíritu humano, es más implacable aún.

Al sur de la Alameda, de Lola Larra, con ilustraciones de Vicente Reinamontes, es una excelente novela destinada al público juvenil, con una sólida historia de revuelta estudiantil y de ritos de paso hacia la madurez. Puede sonar tópica la idea, pero está muy bien desarrollada.

Continuación de ideas diversas, de César Aira. Entre las muchas publicaciones de Ediciones Universidad Diego Portales, hay muchísimas dignas de figurar en esta lista. Me decanté finalmente por estos ensayos de Aira, que dan para parodiar la famosa frase bélica: “el ensayo es la continuación natural de la narrativa”. Acá la reseña.

Ejercicios de encuadre, de Carlos Araya, es una propuesta original, arriesgada y bien escrita, que muestra nuevos caminos para la narrativa chilena.

CortezasDestaco dos ensayos difíciles de encontrar en Chile –y por eso no los reseñé-, pero Amazon está en todas partes. Cortezas, de Georges Didi-Huberman, continúa su ya larga y sumamente prolífica exploración de la imagen, su significado y su contenido. En Cortezas (Shangri La, Santander, 2014; 68 páginas) retoma los temas que planteó en Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto (Paidós, 2004) a través de una visita al campo de concentración de Birkenau y las reflexiones que se abren a partir de veintena de imágenes conducen a un ámbito más complejo y de mayores repercusiones, la barbarie, la historia y la cultura: «la cultura no es la cereza del pastel (nota: en Chile decimos “la guinda de la torta”) de la historia: es todavía y en todo caso un lugar de conflictos donde la historia misma cobra forma y visibilidad en el corazón de las decisiones y los actos, no importa cuán “bárbaros” o “primitivos” sean».

no tan incendiarioNo tan incendiario (Periférica, Cáceres, 2014; 189 páginas), de Marta Sanz, es un libro atípico –que incorpora columnas publicadas en diarios con un hilo reflexivo enunciado siempre en primera persona-, que viene a remover viejos asuntos más bien olvidados –o soslayados- en el presente: la relación entre literatura y política no tanto desde la militancia o la denuncia, sino desde una trinchera previa, el desenmascaramiento de la ideología, de las estrategias de mercado, de la sobrevaloración del lector (¡no siempre tiene la razón!), de la cultura como mercancía que todos consumimos. Mejor citarla: «Globalización y pensamiento único están en la raíz de la producción de unos textos que no se limitan a reflejar el contexto –tal es la creencia más común-, sino que son en sí mismos contexto: aquí volvemos a la necesidad servil y mercantil de complacer al lector, y también a la costumbre de profesionalizar la escritura y de pagar abundantemente a un escritor satisfecho, estómago lógicamente agradecido, mientras se excluye del campo, del canon literario y de las mesas de novedades, al escritor que no sintoniza con una sensibilidad mayoritaria».

Y al final, un cuarteto: me gustaron dos buenas lecturas venidas desde Argentina pero editadas en Chile, Desubicados, de María Sonia Cristoff, y Flores nuevas, de Federico Falco; y los primeros libros de dos escritoras jóvenes y promisorias, Reinos, de Romina Reyes, e Incompetentes, de Constanza Gutiérrez.

Tela de sevoya

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 22 de noviembre de 2014

sevoyaEs un libro tan inclasificable como extraño es el título, escrito en ladino, la lengua de los sefardíes expulsados de España a fines del siglo XV. Una lengua que se resiste a morir, aunque casi nadie la hable ya en la chiquez (la infancia), y que es el hilo que sigue la autora, Myriam Moscona, mexicana, descendiente de sefardíes radicados en Bulgaria y emigrados a México en la década de los 40 del siglo pasado. El hilo la lleva a la abuela Victoria, una mujer amargada y rencorosa que, sin embargo, tuvo para ella una importancia fundamental por hablarle siempre en ladino, porque quienes hablan el castellano en México «no saben decir las kosas kon su muzika de orijín». También la lleva, a los 50 años, a Bulgaria, un encuentro tardío con la cuna de las tradiciones que alimentaron su infancia y que le significa un sorpresivo encuentro con una amplísima colección de refranes sefardíes.

Uno de ellos es el origen del título: «El meoyo del ombre es tela de sevoya», que la autora traduce como «La fragilidad humana es como tela de cebolla». Y capa tras capa, a través de breves capítulos agrupados en seis secciones, Moscona desnuda la cebolla del ladino, de los sefardíes, de su vida familiar, de la sabiduría popular acumulada en el refranero, de la aventura de un pueblo que echó raíces en distintos lugares y que mantenía, a pesar de todo, una lengua común, un regreso a la infancia de la lengua que hablamos, de una viveza y colorido envidiables, que sostiene la estructura de un libro atípico que hace gala de libertad, de frescura y de una originalidad ajena a toda fórmula. Si en «Kantikas» y «La cuarta pared» hay poemas en ladino, cartas y diarios, en «Molino de viento» hay sueños, cuentos, fantasías, que podrían ser algo así como el reverso de «Diario de viaje» -el relato de su encuentro con Bulgaria- y de «Distancia de foco», que agrupa los recuerdos de su infancia y de su familia, como la historia del tío Milcho, compañero de colegio de Elías Canetti, perdido de la memoria hasta que escucha en la televisión que su antiguo amigo ha recibido el Premio Nobel de Literatura. La vertiente creativa y misteriosa es tan estimulante como la biográfica; entre ambas, «Pisapapeles» aborda el ladino desde una perspectiva más ensayística, aunque esos papeles que se resisten a volar estén también en sus sueños, en sus recuerdos, en la presencia de esa abuela tiránica que ni en la hora de su muerte abrió camino al perdón.

Myriam Moscona. Acantilado, Barcelona, 2014. 280 páginas.

Mal encuentro a la luz de la luna

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, primero de noviembre de 2014

Mal-encuentro-portadaW. Stanley Moss y Patrick Leigh Fermor, su compañero de aventuras, pertenecen a esa estirpe imperial inglesa reconocible en muchos ambientes y épocas, aunque deben haber sido de los últimos: el joven aristócrata -o al menos formado en Oxford o Cambridge- dado a la aventura, capaz de internarse en territorios ignotos sin saber una palabra del idioma local y de entretenerse recitando a Sófocles en griego durante alguna noche de feroz mal tiempo y sin comida ni fuego. Exploradores de África o de la Antártica, caminantes por los desiertos australianos, colonos en la Patagonia o miembros de las fuerzas especiales del ejército enviados tras las líneas enemigas en misiones de sabotaje y de apoyo a la resistencia local. En este último caso están Moss y Fermor (quien además escribió, después del fin del conflicto, memorables libros de viajes), que pasaron buena parte de la Segunda Guerra Mundial en Creta, ocupada por los alemanes hasta fines de 1944. Su mayor hazaña es la que Moss cuenta a través del diario que llevó: el secuestro del general Kreipe, el segundo al mando de la fuerza de ocupación alemana. Debe ser uno de los pocos casos en que conviene leer primero el post scriptum del libro. Es que ese texto, de Leigh Fermor, ofrece el marco para entender por qué dos oficiales ingleses, con apoyo de guerrilleros cretenses, se propusieron una misión a primera vista tan descabellada, que el prólogo de otro de sus amigos pinta con motivaciones románticas. El diario de Moss tiene una indudable frescura; escrito en las mañanas, cuando tenían que permanecer escondidos, tiene la huella de esa épica que respira con naturalidad y hace partícipe al lector de la emoción de la aventura. No es muy afortunado con las metáforas («el sol era como un juerguista madrugador con una nariz verde surgiendo entre los árboles»), pero su estilo es vivaz y espontáneo. Y aunque no es el tema del libro, bastantes luces da sobre la dureza de la ocupación alemana. Moss se permite, además, juicios sobre los cretenses que como mínimo pecan de livianos, así como críticas muy severas a los comunistas locales. Entrega un escaso aporte historiográfico, pero tiene un valor como documento de época, testimonio del fin de una era y de la extinción de un personaje.

W. Stanley Moss. Acantilado, Barcelona, 2014. 246 páginas.

La liebre con ojos de ámbar. Una herencia oculta

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 10 de noviembre de 2012

la-liebre-con-ojos-de-ambarLos netsuke son pequeños objetos artesanales -esculturas en miniatura- cuya función es cerrar, abrochar, como si se tratara de un botón, pero frecuentemente -como en el caso del kimono, que en realidad se cierra con el cinturón- su uso es sólo decorativo. Los netsuke también cierras tabaqueras, bolsas de opio y cajas en general. De madera, bambú o marfil, con un sello y significado especial cada uno, dan pie a una de las formas más destacadas de coleccionismo. El ceramista inglés Edmund de Waal, descendiente por el lado materno de una antigua familia judía, los Ephrussi, recibió en herencia de uno de sus tíos una colección de más de 200 netsukes; el primer Ephrussi coleccionista, Charles, inició las compras de esculturas en París en 1870; y luego, conforme a la tradición familiar, había que legarla a un pariente, ojalá un sobrino. De Waal la recibió en Tokio de manos de su tío Iggie, quien residió más de cincuenta años en esa ciudad. Es una herencia especialmente interesante para un ceramista cuyos objetos están destinados a museos, galerías de arte y coleccionistas, no para el uso cotidiano. De Waal se enorgullece de poder recordar «el peso y el equilibrio de un cuenco y cómo funciona la superficie en relación con el volumen». Pocos como él para apreciar, entonces, la delicadeza de estos pequeños objetos que suelen acompañarlo en un bolsillo, para sacarlos de vez en cuando e interrogarse sobre la forma y la historia de la escultura. Y entonces, cuando recibe la herencia, decide contar la historia de los netsuke en su contexto, en el París de 1870, en la Viena de la primera mitad del siglo XX, en el Tokio de la segunda. Lo fascinante del libro está en el modo en que de Waal aborda el relato. No quiere entregar un libro más de memorias familiares, «un puñado de anécdotas bien cosidas». Y aventura una interesante hipótesis: «Todo en los relatos se reduce al paso de los objetos de mano en mano. Te doy esto porque te quiero. O porque a mí me lo dieron. Porque lo compré en un lugar especial. Porque tú lo vas a cuidar. Porque te va a complicar la vida». Y bajo esa hipótesis sigue el recorrido de los netsuke, de las casas donde habitaron, de quienes los cuidaron; una epopeya familiar narrada con delicadeza y profundidad, un viaje al pasado que también lo es, sobre todo, hacia el presente, hacia el autor y su manera de descubrir quién es y por qué ha sido elegido por los netsuke para hablar de ellos.

Edmund de Waal. Acantilado, Barcelona, 2012. 366 páginas.

Diccionario de música, mitología, magia y religión

16075260Este libro fue elegido en la habitual encuesta anual que el suplemento Babelia del diario El País realiza entre sus periodistas y colaboradores, como el mejor ensayo publicado en castellano en 2012. Y no es para menos. El musicólogo Ramón Andrés ya había llamado la atención de la crítica por la fluidez del estilo y la profundidad analítica de sus anteriores libros, virtudes que en esta monumental obra de consulta resaltan todavía más. En la introducción al libro, explica por qué le interesa tanto el rescate de maneras antiguas de resolver una cuestión primordial para el ser humano: la búsqueda de sentido. Le parece sorprendente el empeño racionalista por negar «lo que en realidad tenemos de invención», y agrega: «Somos genética y fabulación, voluntad y nudo de historias «fingidas y verdaderas», por decirlo con Cervantes. Lo sagrado, las más de las veces, es el sordo deseo de explicación». Sobre esa base se adentra en el ancho mundo de la mitología procedente de las más diversas culturas y sigue el rastro del canto primigenio que se moduló de maneras muy similares «en los distintos asentamientos indoeuropeos y sus lejanas migraciones», y destaca, como fondo, la capacidad del sonido -luego transformado en música- para «comunicarnos con experiencias primarias» y así establecer la continuidad del flujo de la vida humana sobre la tierra. Es, claramente, una obra de referencia, con entradas -algunas bastante extensas- sobre personajes, instrumentos musicales y temas mitológico-religiosos, que remiten a otras y que no tienen más orden que el alfabético, siempre con el hilo conductor del modo en que cada entrada se vincula con la música del mito, que sigue resonando hasta nuestros días. Pero también, por la calidad de la escritura y la enorme riqueza del mundo que Andrés despliega desde el inicio, con Ábaris, sacerdote de Apolo Hiperbórico, el abedul y la abeja, hasta las entradas finales, Zaratustra, Zeus y Zoroastro, se puede leer como una suerte de gran relato que enlaza el tiempo y lo convierte en un fluir mucho menos quebrado y cambiante que el que ofrece la historiografía tradicional. Los índices y las referencias en cada entrada facilitan el manejo de una obra impresionante por su acopio de saber y la elegancia con que está expuesto.

Ramón Andrés. Acantilado, Barcelona, 2012. 1773 páginas.

La estupidez según Savinio

La estupidez, ese amor inconfesable, ejerce sobre nosotros un poder hipnótico, una atracción invencible. La he sentido yo muchas veces en el tranvía, en los lugares públicos, en el café. Estoy sentado en el café y, junto a mí. que voy vagando por los más inexplorados continentes de la inteligencia, se sientan unos desconocidos. Como suele ocurrir, las palabras de éstos exhalan una estupidez inefable, inspirada. encantadora. Poco a poco se va difuminando mi aventura, pierdo la pista de mi viaje solitario, cedo a la llamada primigenia de la estupidez, mi oído se llena del canto de la sirena. ¡Inteligencia, yo te saludo! No pienso más, no busco más, no quiero más. Una suavísima languidez me va invadiendo de la misma manera que, en el desenlace de un prolongado insomnio, nuestros nervios, finalmente, se disuelven en la extenuación voluptuosa del sueño. Y ahora me dirijo a vosotros y pregunto: «Para nosotros, hijos de la Inteligencia, para nosotros, hijos del Pecado, ¿no es quizá esta llamada la lejanísima, nostálgica llamada del Paraíso perdido?».

Alberto Savinio. Nueva enciclopedia, pág. 144. Acantilado, Barcelona, 2010. Traducción de Jesús Pardo.

Disturbios

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 17 de diciembre de 2011

A los 44 años, el novelista James Gordon Farrell pescaba en la costa irlandesa cuando un golpe de mar se abatió sobre él y lo arrastró a las aguas. Dejó atrás una obra copiosa y premiada, donde destaca, sobre todo, la llamada “trilogía imperial”, conformada por Disturbios (1970), El sitio de Krishnapur (1973) y La defensa de Singapur (1978). Quizá su muerte accidental, prematura y sorpresiva corra pareja con la melancolía que atraviesa al menos la primera parte de la trilogía, una novela cuyo humor produce más escalofríos que franca risa. Es divertida, pero con esa comicidad que hay en las cosas absurdas, en los accidentes vergonzantes, en esos hechos bochornosos que por un lado invitan a la franca carcajada y por otro producen ganas de encerrarse a llorar de pena por el aciago destino de la humanidad. «Las cavernas del Majestic», como las llama el narrador, son los salones desangelados de un antiguo hotel de lujo que se arrastra de manera inevitable hacia la decadencia y la ruina, atendido aún por una voluntariosa familia inglesa y un mínimo destacamento de decrépitos sirvientes, ocupado apenas por ancianas damas que viven la forma más pura de la tradición: van al Majestic porque siempre han ido al Majestic. Estamos en 1919. Y mientras la vegetación deja en penumbras el invernadero, las ratas se toman un piso, los gatos sientan sus reales en el bar y un huésped desprevenido puede encontrar una cabeza de cordero podrida en su velador, en las afueras, en el vecino pueblo de Kilnalough y en la cercana Dublin, los irlandeses traman –y ejecutan- su incipiente rebelión contra el imperio. Las aventuras del comandante Archer, inglés y protestante, veterano de guerra y arrojado por el azar –digamos, mejor, por una suerte de compromiso amoroso que se frustra al poco tiempo- a los cavernosos salones del Majestic, sorprenden por su acidez melancólica, su sentido infalible del ridículo que detona el humor y la sombría demostración de que la suerte del Imperio Británico estaba echada mucho antes de que la Segunda Guerra Mundial lo hundiera a pique. Es un personaje tan conmovedor como risible, tan anacrónico como sufrido, que articula perfectamente un absurdo tras otro en esta novela lúcida, triste y brillante, una de las buenas sorpresas recuperadas del pasado en el año que ya se aproxima al cierre.

J.G. Farrell. Acantilado, Barcelona, 2011. 537 páginas. Traducción de J.M. Álvarez Flórez.

Kurt Wolff: las historias del editor de Kafka

Artículo publicado en el suplemento «Artes y Letras» del diario El Mercurio, 25 de septiembre de 2011

 Se perdió a James Joyce, pero fue el editor de Franz Kafka. También de Joseph Roth, Robert Walser, Karl Kraus, Heinrich Mann y Georg Trakl. Vendió su negocio y marchó a Estados Unidos cuando en nazismo iniciaba su ascenso. No dejó memorias, pero sí una interesantísima colección de recuerdos, publicada por Acantilado.

Desde 1910 hasta comienzos de los años treinta, Wolff fue un animador enorme de la cultura alemana y de la circulación de libros. Publicó literatura de la mejor, aunque suele encasillársele —lo que lo indignaba— como el editor del expresionismo. Sobrevivió a la deflación, pero, cuando la estrella del nazismo elevaba su fatídica luz sobre Alemania, vendió todas sus empresas y comenzó un largo camino de fuga que culminó casi diez años después en Nueva York. Sólo entonces recuperó el entusiasmo por el trabajo que mejor conocía y fundó la editorial Pantheon, que nuevamente lo convirtió en un actor relevante en la industria editorial, esta vez en Estados Unidos.

A comienzos de los años sesenta le pidieron unas charlas radiofónicas sobre su labor como editor; las bautizó genéricamente como Autores, libros, aventuras. Ese material es el que sirvió de base para la edición de este libro que Acantilado lanzó recientemente, que suma además una somera biografía escrita por su segunda esposa, Helen, y la correspondencia con Franz Kafka.

Wolff, aparte de estas charlas, no dejó memorias; murió en 1963 en una visita a Alemania, atropellado, a los 76 años. A lo largo de su vida perdió miles de cartas (o cientos de miles, si su memoria no lo traicionaba, por más que a uno le suene a total desmesura). Entre las que sobrevivieron estaba, por ejemplo, la de aquel escritor inglés —James Joyce— que le ofrecía, en un alemán muy precario, uno de sus libros. Escribe Wolff: “De plantearme algo al leer estas líneas en 1920, debió de ser algo así: ¿quién es este profesor chiflado que, en mal alemán, me envía desde Trieste un libro inglés para que lo edite en alemán?” Wolff no recordaba de qué libro se trataba, si Dublineses o El artista adolescente; y asegura que, aunque hubiera investigado sobre Joyce, habría descubierto que ni siquiera en Inglaterra era conocido más allá de un estrecho círculo. El Ulises se publicó dos años después, en 1922. No lo lamentaba; con un punto de resignación, afirmó que no se puede ganar en todas las apuestas.

Es que también ganó muchas otras. No en vano Joyce llegó a escribirle a él; no en vano recibió el manuscrito de Antes y después, libro de memorias de Paul Gauguin que incluía dibujos del autor y que Wolff hizo un libro-objeto memorable. En un momento de penurias, Wolff vendió el manuscrito en una cifra irrisoria; décadas después, en 1956, fue testigo por la prensa de su remate en alrededor de 85 mil dólares (precio que el New York Times calificó como “el más espectacular para un manuscrito contemporáneo”). Publicó libros de Franz Werfel, Heinrich Mann, Georg Trakl, Joseph Roth y Robert Walser, además de autores que en su momento tuvieron peso y relevancia en Alemania pero que luego se han empequeñecido en el tiempo, como Carl Sternheim, Walter Hasenclever y otros. Pero sin duda las estrellas de su corona de editor son dos autores que escribían en alemán pero curiosamente no son alemanes, sino checo y austríaco respectivamente: Franz Kafka y Karl Kraus.

Kafka, el tímido

Wolff dedicó sendos capítulos de sus charlas a Kafka y a Kraus. A Kafka lo conoció a través del empresario Max Brod, ambos llegaron juntos a su oficina. “¡Ay, cómo sufría Kafka! Callado, torpe, tierno, vulnerable, intimidado como un colegial examinándose del bachillerato, convencido de la imposibilidad de cumplir jamás con las expectativas que los elogios del empresario despertaban”. Wolff es duro con Brod, aunque no deja de agradecerle que empujara a Kafka a publicar sus obras. Con él aparecieron colecciones de relatos breves más otros que alcanzaron mayor autonomía, como La transformación (traducción más acertada que la tradicional de la “metamorfosis”) o En la colonia penitenciaria.

La correspondencia entre Kafka y Wolff (o con Georg Heinrich Meyer, empleado de la editorial que a veces la llevaba) es reveladora tanto de la gentileza imperturbable del escritor checo como de sus vacilaciones respecto de publicar o no sus obras; muchas veces manda de nuevo párrafos y en ocasiones lamenta haber entregado sus textos, pero, finalmente, acepta que aquellas obras ya navegan con autonomía propia e incluso reconoce que algunas de ellas le gustan.

Y el caso Kafka-Wolff es indicativo también del papel del editor como un eficiente intermediario entre el autor y los lectores; nadie más supo ver, hasta poco antes de su muerte, quién era Kafka y en qué medida su obra llegaría a impactar la literatura universal (aunque, justo es reconocerlo, se conocían sólo algunos retazos de ella). Wolff, con toda razón, se enorgullecía de su gusto, más atinado incluso que el de Robert Musil, quien dijo, sobre las obras breves de Kafka, que eran “pompas de jabón”, “bagatelas vacías”. Thomas Mann, Herman Hesse y Rainer Maria Rilke fueron, según Wolff, “los primeros en reconocer el genio único y extraordinario que fue Kafka”.

Y a pesar de todas sus dudas respecto de la legitimidad de las acciones de Max Brod, Wolff publicó, tras la muerte del checo, América y El castillo. Lo que abre espacio para una pregunta que queda flotando en el aire: ¿hay aún editores como él, capaces de detectar tendencias y de adelantarse a los tiempos, tan exigentes con su catálogo como Wolff con el suyo? Hay otra anécdota reveladora: rechazó el manuscrito de El libro de San Michele, de Axel Munthe, porque “le pareció banal y penoso hasta un extremo incomprensible”, libro que sólo en su edición alemana vendió más de un millón de ejemplares y que seguía vendiéndose cuando Wolff dio sus conferencias radiales. Entonces señaló: “Pero estoy orgulloso de que la editorial Kurt Wolff no publicara este libro, y no ha habido cifras de ventas que cambiaran mínimamente esta opinión”.

Kraus, el avasallador

Cuando Wolff se inició en las aventuras editoriales, Kraus ya era una suerte de papa de los intelectuales vieneses, aunque su obra había trascendido muy poco fuera de esos límites. Un amigo común los presentó, uno que quería que Wolff editara a Kraus; con ese objeto el primero viajó a Viena, donde constató que el ambiente intelectual de la capital de Austria se dividía entre “fervientes krausófilos o fervientes krausófobos”. Y agrega el editor que “a mí me daba la sensación de que ambos extremos se parecían mucho en el fondo: todos ellos eran adictos a Kraus”.

Y ya con la distancia del tiempo, con Kraus muerto desde 1936 y su obra recién recuperada a comienzos de los años cincuenta, Wolff constata que, aunque muchos intelectuales han definido “la posición histórica e intelectual que corresponde al poeta y autor de tantas sátiras dentro de la literatura alemana”, muy pocos han hablado del personaje detrás de la escritura, de ese hombre cuyo magnetismo atrapaba sin vuelta. Ante ese silencio sobre la persona detrás del escritor tonante y burlesco que incendiaba la escena a través de su revista, Die Fackel (la antorcha), Wolff, sin haber sido parte de su círculo íntimo, quiso al menos registrar su testimonio.

Y, de hecho, es el capítulo más largo del libro. Relata en detalle sus primeros encuentros en Viena, primero en la mesa de Kraus en el café Pucher, donde se reunía con sus amigos (y los únicos pares, por así decirlo, que reconocía): el pintor Oskar Kokoschka, el arquitecto Adolf Loos, el poeta Peter Altenberg y algunos otros ocasionales. Es un relato interesante, porque muestra de qué manera Wolff se ganó el respeto de Kraus —sus amistades y su respeto por las ideas— y cómo también el editor pudo aquilatar el peso de su personalidad, la de un solitario que no transigía sus principios, un perfeccionista que se exigía primero a sí mismo y luego a los demás y que, por lo mismo, era incapaz de transar nada.

A tal punto llegaba su empeño que, aunque simpatizaba mucho con Wolff, no quería que este lo publicara en su editorial, donde ya estaban escritores que Kraus despreciaba. Su amistad se mantuvo por años sin que mediaran libros en ella, hasta que a Wolff se le ocurrió una broma que terminó siendo realidad: le dijo a Kraus que iba a crear una nueva empresa, la “Editorial de las obras de Karl Kraus (Kurt Wolff)”, con un solo escritor en su catálogo. Kraus aceptó la fórmula y, en el curso de pocos años, Wolff se convirtió en el principal difusor de los poemas, los aforismos y los ensayos de uno de los grandes intelectuales de la Viena de las primeras décadas del siglo XX. Y aunque nunca se enemistaron, la relación editorial se rompió por culpa de un krausófilo que se convirtió en krausófobo, transición frecuente, según Wolff, que además nunca se verificaba en el sentido inverso.

El legado de un editor

Wolff, en pocas páginas, entrega notas sobre la escena intelectual y el mundo editorial en alemán en dos décadas de impresionante vitalidad. Fue muy discreto en su protagonismo, respetuoso con sus autores y un bibliófilo notable, que acumuló colecciones valiosísimas y contribuyó también a desatar el hambre de los coleccionistas.

Ya entonces separaba aguas entre los editores como él, que escogían su catálogo según exigentes criterios, y los otros que apostaban a los grandes números. Es interesante constatar que, a pesar de los vertiginosos cambios en la industria del libro, aún hay editoriales ligadas a nombres y otras que apuestan a la masividad. En el panorama actual, sin duda Wolff habría tenido un espacio, ese donde medran, a pesar de los pronósticos agoreros sobre el fin del libro, tantas y tan vivas editoriales independientes.

Kurt Wolff. Autores, libros, aventuras. Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka. Acantilado, Barcelona, 2010. 203 páginas. Traducción de Isabel García Adánez.