Migración, identidades y la Ley de Telémaco

Dubravka Ugrešić y escribir desde el desgarro

Ayer, 17 de marzo, murió Dubravka Ugrešić, una escritora que leo desde sus primeras traducciones en Anagrama y que incluyo en la clase sobre literatura de los Balcanes que hago en el diplomado Literaturas del Mundo que se dicta en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Reproduzco acá un artículo que publiqué en la Vitrina de Libros a mediados de 2021.

En sucesivos libros de ensayos y relatos, la escritora croata Dubravka Ugrešić (Zagreb, 1949) ha construido una mirada certera y desgarradora sobre la memoria, la migración, la condición de la mujer, la identidad europea (qué es eso, qué es eso) y, en términos más generales, sobre la opacidad y la movilidad de las identidades. El feliz hecho de que Impedimenta está publicando sus libros en sus clásicas ediciones elegantes y bien cuidadas puede motivar a que nuevamente se pueda acceder a sus libros anteriores, de los que la colección de ensayos No hay nadie en casa (2009, Anagrama) está todavía disponible en Chile; en cambio, es ya muy difícil encontrar novelas como El museo de la Rendición Incondicional (Alfaguara, 2003) o El Ministerio del Dolor (Anagrama, 2006). Más fantasmal todavía es Gracias por no leer (La Fábrica, 2004). Hay también, desde luego, muchas obras que han sido traducidas al inglés, entre otras lenguas, pero no al castellano, como Steffi Speck in The Jaws of Life (1981), que fue tan popular que en 1984 fue llevada al cine; Have a Nice Day: From the Balkan War to the American Dream (1995); o Europe in Sepia (2013).

Especialmente interesante para mí sería leer otras dos obras no traducidas al castellano: The culture of lies (1996), en donde Ugrešić describió en detalle cómo se puede vivir una histeria nacionalista colectiva; y Karaoke Culture (2011) libro en el que desarrolla con más detalle por qué tuvo que dejar su país en 1993, cuando aún ardía la guerra entre los diversos países balcánicos. Me interesa mucho su lectura personal, aunque —a pesar del paso del tiempo— es posible reconstruir el episodio en sus grandes líneas.

Las brujas de Río

En 1992 se celebró el Río de Janeiro la reunión del PEN Club Internacional, fundado en 1921 para “promover la amistad y cooperación intelectual en todo el mundo”. La sigla significaba originalmente “Poetas, ensayistas y novelistas”, pero, desde entonces, el club ha ampliado mucho sus fronteras (periodistas, traductores y blogueros, entre otros: todos los oficios vinculados a la palabra) y se ha convertido, cómo no, en un espacio de disputa de influencias, aunque destaca —todavía— por su defensa de la libertad de expresión y sus actuaciones en nombre de escritores que han sufrido persecución o muerte a causa de su actividad. A mediados del año anterior a la reunión en Río se había desatado la guerra entre Croacia y Serbia y en el mismo año el conflicto estalló en Bosnia-Herzegovina, teatro de terribles disputas territoriales, étnicas y religiosas, y el discurso nacionalista se había elevado a cotas impresionantes. Varias escritoras —entre ellas, Ugrešić— habían alzado la voz respecto de esos excesos, más aún cuando iban acompañados por muestras de rampante racismo en contra de los serbios en Croacia y de los croatas en Serbia. En la antigua república unitaria que se estaba cayendo a pedazos, el matrimonio entre yugoslavos, fueran de la etnia que fueran, era parte de la normalidad, así como natural era tomar un tren en Belgrado para viajar a la costa dálmata de vacaciones. En los primeros noventa, los que podemos llamar “matrimonios mixtos” solo para simplificar el relato se habían convertido en sospechosos de traición y quintacolumnismo; Ya en este siglo se podía nuevamente llegar en tren desde Belgrado a Split (un viaje de unos 350 kilómetros), pero había que cruzar dos fronteras, la de Serbia con Bosnia-Herzegovina y la de este último país con Croacia. Lo primero es infinitamente más grave, por cierto, pero lo segundo da una buena idea de la fragmentación de Los Balcanes; para nosotros, es como si necesitáramos pasaporte para cruzar dos fronteras en un viaje a Chillán. Pero la cosa no termina ahí. Como lo afirma un personaje en El Ministerio del Dolor, “Lo que unía a Yugoslavia no era tanto la consigna «fraternidad & unidad» como las vías y estaciones de ferrocarril austrohúngaras. La disolución de Yugoslavia y la guerra empezó con los ferrocarriles y sucedió el día, un día histórico, por lo demás, en que los serbios de Krajina en Croacia pusieron barricadas en la vía Zagreb-Split y detuvieron los trenes durante unos cuantos años”.

La referencia a los ferrocarriles austrohúngaros podría llevarnos muy lejos; de momento, podemos anotar que, hasta antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, el ferrocarril europeo era una vasta y densa red de conexiones que facilitaba muchísimo los desplazamientos desde la costa del Atlántico hasta las profundidades de Rusia. Mínimos controles y vastos territorios controlados por imperios hacían que viajar en tren hacia cualquier destino fuera tan natural como viajar en avión en el mundo prepandémico. Esa soldadura mediante los rieles —con los interludios de las guerras y la posterior reparación de incalculables daños— perduró por décadas y aun hoy es posible, a distintas velocidades y con muy diferentes comodidades, ir desde Lisboa a los Urales (e incluso internarse en Asia, en el Transiberiano, aunque sus servicios estén suspendidos de momento por la pandemia). Karl Schlögel, en su interesantísimo ensayo En el espacio leemos el tiempo. Sobre Historia de la civilización y Geopolítica (Siruela, 2007), desarrolla ampliamente el efecto de esa telaraña de líneas de ferrocarril en la modernidad europea y cómo, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, esa facilidad de movimiento fue decisiva para la emergencia de las vanguardias europeas.

Así, pues, las invitadas croatas al congreso del PEN Club en Río cabildearon —venerable verbo castellano para lo que ahora conocemos como “hacer lobby”— para que el congreso del año siguiente cambiara su sede desde Dubrovnik, en el sur de Croacia, a cualquier otro lugar en donde no se persiguiera a escritores por sus ideas (finalmente se hizo allí, pero numerosas e importantes delegaciones declinaron asistir). De ahí que el semanario Globus, creado en 1990 y dedicado a atacar de la forma más ácida y miserable a los opositores al gobierno de Franco Tudjman, especialmente a quienes criticaran el nacionalismo y el “ser” croata, las bautizara como “Las brujas de Río”. Para quienes se sentían parte de Yugoslavia, una patria mayor, que habían formado familias con serbios y que por tanto reclamaban al menos respeto por la multiculturalidad que de hecho se vivía en la península, se acuñó el término peyorativo de “yugonostálgicos”, y, de acuerdo al hábito tan conocido de mezclar peras con manzanas para envilecer al adversario, las brujas de Río no solo eran traidoras a la patria, sino también comunistas, feministas y abortistas; en una palabra, personas demoníacas que merecían ser lanzadas a la basura. Tras una serie de virulentos ataques en Globus, el mismo medio publicó, en diciembre de 1992, un artículo de título espantoso: “Las feministas croatas violan a Croacia”, firmado por el “equipo de investigación de Globus”.

Ocurría que dos de las acusadas, Slavenka Drakulic (Anagrama ha publicado algunas de sus novelas) y y Vesna Kesic, fueron las primeras en escribir sobre las violaciones en la guerra y se involucraron muy activamente en proyectos de ayuda a las mujeres supervivientes de la violencia bélica; y, junto con las otras tres, se manifestaban en contra de esa violencia y en particular de las violaciones a mujeres. El problema radicaba justamente ahí. El artículo las acusaba de “haber ocultado las violaciones llevadas a cabo por los serbios a musulmanas y croatas en Bosnia-Herzegovina, al insistir en que las víctimas de las violaciones son mujeres”. Parece tan obvia la respuesta de las acusadas: “¿Somos realmente incapaces de ver que las mujeres de otras nacionalidades también están siendo violadas y que eso también lo están haciendo los soldados del ejército croata?”. En resumen, la violación a Croacia por parte de feministas croatas radicaba en denunciar las violaciones a mujeres y no solo a las que sufrían aquella violencia de parte de los serbios. Al poner a todas las mujeres en el mismo grupo, ocultaban a las croatas. La violación como estrategia bélica ha sido bastante estudiada en años recientes ***

Hay que ser muy retorcido para pensar que es más relevante el origen étnico que el hecho de ser mujer, o que, dicho de otro modo, que los croatas violen a serbias o bosnias está bien, pero si los serbios violan a croatas está mal; pero Globus, con una tirada de 150 mil ejemplares, lo que es mucho para un país de menos de cuatro millones de habitantes, insistió en sus acusaciones y además publicó datos personales de ellas (que afortunadamente en su mayoría eran falsos) con el propósito de exponerlas a la violencia nacionalista. A mediados del año siguiente, otro columnista de Globus escribió: “La sociedad croata con el tiempo debería desarrollar algo llamado higiene política. No se debe permitir que ni la clase dominante ni los escritores manchen la sociedad. Incluso las grandes democracias no permiten que los extremistas intelectuales sean parte de una sociedad decente”.

Nostalgia del Este

Ugrešić optó por abandonar Croacia, aunque siempre vuelve. No es persona grata y no la publican en su patria (o en su antigua patria, o en aquel país que ya no existe), pero vuelve, y mira, y escribe. El exilio pasó a ser su forma de vida, aunque la distancia entre Ámsterdam, la ciudad que escogió para radicarse, y Zagreb, la capital de Croacia, sea 1.326 kilómetros, algo menos de los 1.409 que hay entre Buenos Aires y Santiago. Es decir, está todavía en el mismo vecindario, a distancias que es posible recorrer en poco más de una hora en avión. Pero son mundos distintos. Uno es el de ellos; otro es el nuestro, pronombre que recorre con insistencia la obra de Ugrešić: los nuestros, lo nuestro, así, en cursivas, que destacan ese gesto de reconocimiento inmediato ante un acento familiar, o un nombre que podría haber sido el propio, o unas galletas con una etiqueta que solo puede haber sido puesta en un determinado lugar, el nuestro. Hay textos —algunos graciosos, otros de un doloroso patetismo— sobre esa relación con los productos de consumo habitual en la tierra nuestra; el café, los dulces, los encurtidos, los fiambres, ese paisaje de almacén o despensa que retrotrae a la infancia o simplemente a cierta familiaridad, el aire de estar en lo propio.

En “Ostalgia” (juego de palabras de Ugrešić, nostalgia de la Europa del Este), de No hay nadie en casa, habla de esa memoria secreta que no es ni la oficial ni la personal, sino aquella que se esconde “en un bollito, en una madeleleine, lo que el maestro Proust sabía bien”. La autora ha sido testigo de la lenta disolución de la cotidianidad en los países del Este, invadidos por poderosas cadenas comerciales occidentales, y revela la paradoja de la existencia de los “productos nacionales que con su diseño comunista divirtieron durante años a los turistas y visitantes occidentales mientras que para los consumidores domésticos eran fuente de frustración”; y luego, más adelante, habla de un valioso souvenir en su estantería, “un ejemplar prehistórico, Sguschiónnoye molokó, una lata soviética de leche condensada, denominada cariñosamente Sguschionka, algo así como «condensadica»”. Luego cuenta que mientras escribía las líneas finales del texto, paladeaba “uno de los últimos caramelos de fabricación soviética, los Krásnaya Shápochka”, con lo que satisfacía la nostalgia, “aunque en realidad no tengo claro de qué”. Ese ensayo-crónica fue escrito en 1998. 16 años después, sí lo sabe.

El almacén de Zelenko

Digamos, de entrada, que si No hay nadie en casa es un libro inolvidable, lleno de agudeza y de reflexiones que surgen como relámpagos nocturnos sin el trueno que los anuncie, La edad de la piel es deslumbrante porque mantiene y profundiza esas virtudes, a las que agrega un tono, una mirada, una suerte de ir ya de vuelta, un-paso-más-allá que ilumina hacia atrás todo lo que Ugrešić ha escrito con un sello de radicalidad que no puede dejar indiferente a ningún lector. Vamos de a poco.

El ensayo “¡Más despacio!”, una colección de momentos que intentan atrapar ya no la fugacidad del tiempo ni su velocidad en nuestra época, sino una inquietante semejanza entre el frenazo estalinista a los ímpetus revolucionarios y la inmovilidad que acecha en algunos de los más conspicuos productos de la nueva modernidad. Uno de esos momentos ocurre en Nueva York en 1982, en la primera visita de Ugrešić a esa ciudad. Un escritor ruso inmigrante insistió en llevarla a Brighton Beach (la escritora croata vivió durante algún tiempo en Moscú, en la era soviética). Allí viven mayoritariamente judíos soviéticos y viven la “vida cotidiana soviética”: hacen largas colas delante de pequeñas tiendas con cosas suyas, colas que servían “de almohada blanda, de sofá, de diván”, de medio de socialización, “una oportunidad para paliar la soledad”, y para comprar “productos soviéticos, tarros de pepinillos y tomates en salmuera, caviar, pescado seco, arenques, pan de centeno, libros, discos, periódicos rusos…”. Puede que Ugrešić esté hablando de bucles temporales, pero en esa “sovietalgia” late algo más.

La visita al almacén de Zelenko en Ámsterdam está narrada con lujo de detalles. Él y su mujer son de los nuestros y en su almacén hay de todo para alimentar la yugonostalgia o, ya que estamos, la yugostalgia. Hay de todo de lo nuestro, aunque muchas cosas sean apropiaciones de los vecinos (el café es turco, por ejemplo, pero en un envase nuestro), pero, desde la desabrida recepción de la mujer de Zelenko, todo va mal; Ugrešić y la amiga que la acompaña se esfuerzan por ser amables, pero el almacenero es irreductible en su agresividad. ¡Es que preguntan los precios! ¡Nosotros no trabajamos así! Finalmente, dejan las bolsas de compra llenas delante de la caja y se van a una tienda turca, donde encuentran casi lo mismo, aunque no sea de lo nuestro, y se ríen de su yugostalgia. Pero la cuidadosa narración tiene un sentido mucho más profundo: la relación de Zelenko con las autoridades y con su clientela borda lo ilegal, en el primer caso, y el autoritarismo, en el segundo. Ugrešić ve en ello la representación perfecta de las posdemocracias balcánicas, pantallas para negocios ilegales de los que los ciudadanos no saben nada, pero igual han elegido a Zelenko y a su mujer, malhumorados y displicentes, como sus representantes, que esperan que ellos hagan su compra rápido, sin preguntar los precios, y que desaparezcan cuanto antes, porque son ellos quienes los alimentan y los dotan de un sentido de pertenencia, son los dueños y administradores de lo nuestro. ¿En qué consiste, entonces, la nostalgia, de Yugoslavia, del Este, de la Unión Soviética? En esa entelequia que es lo nuestro, ese epítome del nacionalismo, ese nudo gordiano que solo se puede romper por la espada.

El pan y la muerte

Lo que lleva a preguntarse por cuántos nuestros deambulan por el mapa de Europa. En No hay nadie en casa, Ugrešić daba cuenta de la doble dirección migratoria: si el Este se vuelca al Oeste, también el movimiento (y no solo comercial, como lo vimos con las cadenas de productos occidentales) se produce en la dirección inversa, europeos occidentales que se instalan en regiones más cálidas, más permisivas y más respetuosas del poder del dinero, donde la vida es además mucho más barata. Trabajó su experiencia como migrante a través de la profesora Tanja Lusić, protagonista de El Ministerio del Dolor. “Todo es ficción”, dice en la nota previa al texto, “la narradora, la historia, las situaciones y los personajes. Tampoco el lugar en donde ocurren los hechos, Ámsterdam, es demasiado real”. Ese leve desplazamiento final —demasiado— abre la puerta para pensar que todo el resto no es demasiado irreal, pero, como siempre, que sea ficción o no ficción es lo menos relevante para enfrentar un texto literario. En un reciente, bellísimo y lúcido ensayo, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza reflexiona sobre el tema:

La imaginación, quiero argumentar, no es un atributo de la ficción sino el rasgo intrínseco a toda práctica de escritura, es más: a toda práctica de lectura. Ni los relatos orales ni los documentos escritos saltan por sí solos de su soporte material, ingresando, incólumes, en el sistema de percepción humano, donde serían consumidos. Muy por el contrario, la imaginación juega un papel fundamental tanto en el contexto en el que ese contacto (escritura: lectura) se produce como en la memoria colectiva y personal que su presencia activa. En ese sentido toda escritura es escritura de la imaginación. Se trata, por supuesto, de una imaginación acuerpada que nace, se complica o desfallece gracias a, o en contra de, los mismos vectores de poder que estructuran nuestras vidas.

El poderoso vector que cambió el rumbo de una escritora consagrada y popular en su antigua patria fue le necesidad de exiliarse. La profesora Lusić encuentra trabajo en Ámsterdam, haciendo clases de servo-kroaticsh, la denominación oficial holandesa para su materia; pero “Tenía que dar clases de una materia que oficialmente no existía. La filología yugoslava —que antaño abarcaba la literatura eslovena, croata, bosniaca, serbia, montenegrina y macedonia—había desaparecido como carrera junto con Yugoslavia”. Y no solo la filología, también la lengua:

“Los croatas, pugnando por “croatizar” de la manera más concienzuda posible el croata, pusieron en circulación unas construcciones torpes, copiadas del ruso, y otras palabras, más disparatadas aún, que estaban en uso durante la Segunda Guerra Mundial. Era una época de divorcio lingüístico llena de ruido y rabia. La lengua era un arma. La lengua delataba, marcaba, separaba y unía. Los croatas decidieron comer su kruh, como se dice en croata pan, los serbios su hleb, los bosniacos su hljeb. La palabra smrt, muerte, era la misma en las tres lenguas”.

El dato es sumamente revelador. Que el pan, algo tan cotidiano, sea un vehículo de diferenciación lingüística y que la muerte, en cambio, pertenezca al patrimonio común, no es solo una cuestión metafísica —al fin y al cabo, nos espera a todos— sino un ámbito de reconocimiento político y social. Pero El Ministerio del Dolor es, sobre todo, una novela de integración, de cómo la profesora Lusić y sus alumnos, expatriados como ella, lidian tanto con la herencia trunca de un país desaparecido como con la experiencia de asimilarse en otro pueblo que vive en un “desierto verde empapado de agua” donde “No hay relieves, curvas, redondez. La tierra es llana, lo que conduce a la visibilidad extrema de las personas, y esto, a su vez, vuelve a hacerse visible en el comportamiento. Los neerlandeses no tienen trato entre sí, se encuentran. Perforan con sus ojos luminosos los ojos del otro y sopesan su alma. No hay escondrijos, ni siquiera sus casas. Dejan las cortinas abiertas y lo consideran una virtud” (Aquí Ugrešić está citando al escritor neerlandés Cees Noteboom).

Migración y futuro

Volvamos a La edad de la piel. Uno de los ensayos más interesantes y certeros se llama “La Europa invisible”, y en él Ugrešić muestra cuánto y cómo ha cambiado su mirada sobre la migración. Es que el estado de la cuestión también ha variado radicalmente desde que ella, y cientos de miles de europeos del Este, se volcaron hacia occidente. Revisa la crisis migratoria no desde los datos ni las causas, sino de sus efectos en Europa: la indiferencia, el preferir no ver, el que países de donde fluían refugiados ahora cierren sus fronteras con alambre de espino, la animosidad de migrantes como ella hacia los recién llegados, las hazañas milagrosas que debe realizar para llegar a su destino (por ejemplo, cruzar la frontera entre Rusia y Noruega en bicicletas de niño por sobre la superficie helada, porque la ley rusa prohíbe hacerlo a pie) y todo ello para caminar sobre la cuerda floja, porque “nada garantiza que allí, en la otra orilla iluminada, no esté agazapado un terrorista suicida”. Y agrega: “Nadie puede decir si el andar por la cuerda floja es un nuevo estilo de vida, un nuevo código, una nueva moral, una nueva política. El terrorismo es amoral, constató Jan Baudrillard después del 11 de septiembre. ¿Acaso nosotros, los ciudadanos del mundo, inoculados por el miedo, no nos hemos convertido entretanto en amorales?” (Si uno piensa este párrafo a la luz de la pandemia, de la desigual repartición de las vacunas, de los comportamientos que desafían las normas y que ponen en riesgo a muchas personas, de la tentación de saltarse las normas en beneficio propio, bueno. Ugrešić escribía antes de que estallara la pandemia, pero su texto sigue vigente en nuevas condiciones). Pero su razonamiento la lleva más allá. Es tal la profundidad de la crisis migratoria y tan hondo y potente el ímpetu que lleva a los migrantes a superar obstáculos indecibles, que, para ella,

“Los refugiados, los migrantes, son nuestro espejo, un examen, un reto, una llamada a la confrontación con nuestros valores. Los acontecimientos, unos más visibles, otros menos, que acaecieron después de que se identificara la «crisis migratoria» encajan en el crucigrama. Los refugiados son el principio y el fin, la causa y el efecto, son ese mazo de cartas con las que se podrá leer el futuro inminente del mundo. Y el conocimiento será de quien sepa leer”.

 Luego abunda en distintas historias de migrantes, entre los que solo circulan de un lado a otro en busca de beneficios económicos (y que construyen la clásica isla de bienestar material en su lugar de origen, sin pretender quedarse para siempre ni acá ni allá); los que no encuentran jamás su espacio, que añoran allá, pero trabajan acá; y los que vuelven ocasionalmente pero a la nada, porque en el pueblo de origen ya no existe su casa y no queda nadie de la familia. Ugrešić toma experiencias al azar y las transforma en una cifra de interpretación de la atracción imparable e invencible “por las ideas de una vida mejor, más humana, más creativa y más digna (…). Quizá sean invisibles, quizá no tengan derecho a votar, pero serán los que mantengan la vida y los valores humanos, los valores de la humanidad. La política de tolerancia cero antes o después acaba volviéndose contra los que la practican; les amarga la vida a los que han vivido aquí generación tras generación”.

La mordaza de la chismosa

La edad de la piel, así como otros libros de Ugrešić, cubre un variado arco de temas. El ensayo que da nombre al libro es sencillamente brillante; está incluido en el Pushcart Prize XL 2016, “una prestigiosa colección que reúne los mejores ensayos aparecidos el año anterior en revistas y editoriales independientes estadounidenses”. Embalsamamiento, tatuajes, estigmatización de los gordos, trabajos artísticos con la piel humana, iluminadoras diferencias lingüísticas (por ejemplo, las lenguas eslavas no distinguen entre piel y cuero, lo que torna muy extraños ciertos giros y frases hechas), el modo en que la cultura popular hace digeribles los excesos, son algunas de los temas que en breves apartados dan forma a una mirada de escalofriante lucidez sobre nuestro tiempo. Como hemos visto, los temas migratorios y la reflexión en torno a la identidad reciben bastante espacio. Pero es en torno a la cultura patriarcal y a la situación de las mujeres antes y ahora en donde están las páginas más removedoras e inquietantes para los lectores (masculinos, quiero decir; muchas mujeres, en cambio, solo confirmarán lo que han vivido). No hay nada típico ni gastado ni manido en las reflexiones de Ugrešić. Sí pareciera ser que con los años ha dejado atrás la compulsión por la prudencia. No se calla nada. Y por eso es tan potente leerla.

Hace poco vi, en una mala serie policial de la que ni siquiera recuerdo el nombre (no pasé del primer episodio) que los mafiosos rusos trataban de terneritas a mujeres víctimas de trata de blancas. Por el ensayo de Ugrešić “La mordaza de la chismosa” me entero de que en el argot ruso el uso es (levemente) distinto: las terneritas son las mantenidas, “una versión moderna de la callada Io, que Júpiter convirtió en vaca”.

El ya muy familiar anglicismo mansplaining, que la autora  describe como “la práctica histórica de cerrarle la boca a una mujer, interrumpirla mientras habla, obstaculizarla verbalmente, adueñarse del discurso femenino y sabotearlo”, tuvo una manifestación física, la scold’s briddle, una mordaza con una pieza de hierro dentro de la boca que impedía hablar y que “servía para castigar a mujeres deslenguadas, chismosas, cotillas, de lengua viperina, bocas de escorpión, calumniadoras, malhabladas, respondonas, insolentes, arrabaleras, rabaneras, verduleras, ordinarias, blasfemas, vulgares, mujeres que tienen «la lengua larga como la cola de una vaca»”.

Ugrešić toma de un artículo de Mary Beard, “La voz pública de las mujeres”, una cita para enunciar lo que llama “La Ley de Telémaco”: “Madre mía, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio”, vigente hasta hoy, según Ugrešić, y dominada por las tres P, el Político, el Pope y el Poeta, que se ha colado ahí “porque ambos son sus colegas zalameros, expertos en esperanza, en el futuro radiante”.

En otro ensayo del libro, “L’ecriture masculine”, Ugrešić aborda el tema de la vejez y la decadencia del cuerpo, a partir del espanto universal suscitado por fotografías de la actriz Renée Zellweger, que después de sucesivas operaciones “no se parecía a sí misma, sino a un clon hollywoodense”. Lo sorpresivo para ella no es que, gracias a la tecnología, todo el mundo pueda discutir sobre el cuerpo de la actriz, sino que todo el mundo esté dispuesto a hacerlo. El interés surge, según Ugrešić, “de una secreta y dulce inclinación hacia un vandalismo particular dirigido contra las mujeres”, que va desde sus manifestaciones más inocuas (pintarle bigotes al afiche de una cantante) hasta el catálogo de horrores como la clitoridectomía, las violaciones grupales, el sadismo y muchísimas otras que la autora enumera extensamente, y que tienen por objeto, todas ellas, desde la burla hasta la mutilación, “la humillación e intimidación de las mujeres, es decir, someterlas a la estandarización, al gusto estético, moral y sexual de los varones, por lo tanto, a la dominación masculina”. Hay muchísimas reflexiones, todas muy oportunas, agudas y dolorosas, sobre el asunto, en los dos ensayos nombrados y en otros que no necesariamente están centrados en las mujeres. Porque escribir acerca de por qué nos gustan las películas de simios conduce, entre otras cosas, a un par de páginas en donde Ugrešić deja aflorar otro catálogo de horrores, esta vez vinculados a por qué una mujer agradece haber sido asesinada y enviada al cielo. Es una escena del documental The Art of Killing, sobre los asesinos indonesios que por años se dedicaron a limpiar su país de comunistas; se estima que asesinaron a tres millones y medio de personas. Lo que la mujer dice en esa escena le parece a Ugrešić “la única frase normal de la película” y la amplía extensamente, como si se tratara de un diluvio de imprecaciones, hasta su demoledora conclusión: “Gracias, de veras, por haberme asesinado y enviado al cielo porque, si no, tendría que enfrentarme todos los días no solo con la banalidad de vuestra maldad (¡eso se soluciona fácilmente!), sino con vuestra vitalidad aterradora”.

Fuentes

Dubravka Ugrešić

La edad de la piel. Impedimenta, Madrid, 2021. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

El Ministerio del Dolor. Anagrama, Barcelona, 2006. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

No hay nadie en casa. Anagrama, Barcelona, 2009. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

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