Siempre hemos vivido en el castillo

Reseña publicada en la revista Sábado del diario El Mercurio, 27 de julio de 2017

Dieciocho años cumplió la editorial Minúscula, una de las primeras –junto con Acantilado- en nacer en España a fines de los noventa, cuando, tras el primer reordenamiento gigantesco de los grandes grupos editoriales, surgieron iniciativas para reabrir el campo cultural del libro. Partió con una colección que recuperaba ensayos y novelas ligadas a Alemania, “Alexander Platz” especialmente de la primera mitad del siglo XX. Luego abrió una colección de libros de viaje, “Paisajes narrados”, sumamente atípica en la selección de títulos, para luego ampliarse al ensayo, a la narrativa contemporánea y al rescate de títulos de otras tradiciones literarias. En esta última línea –la colección “Tour de force”- se inscribe la edición de obras de Shirley Jackson, novelista estadounidense que vivió entre 1916 y 1965 y que ejerció una profunda influencia entre los escritores que cultivan el género de la literatura de horror; pero sin duda que a ella le habría molestado que la encasillaran de manera rotunda en cualquier corriente. Lo que muestra con esta novela, Siempre hemos vivido en el castillo (1962) va mucho más allá de la mera intención de inquietar al lector; o, si lo logra, es de una manera tan sutil como hondamente perturbadora.

Es la historia de un personaje que se ha convertido en un clásico, Merrycat, Mary Katherine, quien vive en la casa familiar junto a los sobrevivientes de su familia: su hermana Constance, a la que adora y que es su principal referente y preocupación en el mundo, su tío Julian y Jason, el gato con el que dialoga constantemente. Hay una profunda dislocación en el relato, algo que aparece como desenfocado; parece realista y apegado a los cánones tradicionales, pero en sus omisiones y revelaciones parciales late algo muy inquietante. Pronto el lector sabe de qué se trata, pero incluso la revelación de la tragedia que asoló a la familia Blackwood está velado por la manera indirecta de contarlo. Merrycat lleva la voz narrativa, lo que impone desde ya una restricción del punto de vista y que se agolpen las preguntas sobre, por ejemplo, por qué ella tiene permiso para algunas cosas y para otras –que parecen perfectamente inocentes-, no. El arte de Jackson se basa en sugerir, no en explicitar, y así su extraordinaria lectura de la soledad, la avaricia, la lucidez, el sacrificio y la locura quedan más de relieve, circunscritas a un espacio clausurado, un refugio inexpugnable ante los males del mundo.

Shirley Jackson. Minúscula, Barcelona, 2017. 204 páginas.

La chica de seda artificial

keun

Reseña publicada en la revista «El Sábado» fdel diario El Mercurio, 8 de diciembre de 2007

La frase inicial de esta reseña, si hubiera sido publicada en 2015, debería sustituir al FCE por Tajamar, editorial y distribuidora que nuevamente -y al parecer con mayor éxito- ha traído un catálogo de enorme calidad que en estos días celebró los 15 años de su primer libro. Su colección Alexander Platz ya incluye tres novelas de Keun, una autora de aquellas que muestran la necesidad de recomponer el canon. Feliz cumpleaños, Editorial Minúscula.

La editorial Minúscula está de vuelta en Chile, gracias a la distribución del Fondo de Cultura Económica. Es una excelente noticia para los lectores, que podremos acceder a un catálogo sumamente escogido y centrado en dos líneas: clásicos de la literatura centroeuropea y libros que presentan una perspectiva original sobre un lugar cualquiera, ciudad, región, paisaje inventado.

La chica de seda artificial pertenece al primer grupo. La vida de la autora, Irmgard Keun, parece de novela: muy joven, triunfó como escritora a comienzos de la década de los treinta; perseguida por los nazis y obligada a exiliarse, conoció y se unió a otro fugado del nazismo, Joseph Roth. En 1939, este último murió en París; Keun, amparada en la falsa noticia de su suicidio, regresó clandestinamente a Alemania, sobrevivió a la guerra y vivió en silencio hasta 1982. Tras su muerte se redescubrió su obra, vigorosa, aguda y punzante, fieramente premonitoria y de una escritura rica en metáforas, ingenio y segura intuición para el ritmo narrativo. Esta novela es la primera que publicó, en 1931, y traza un feroz retrato de la Alemania golpeada por la recesión mundial. En ese mundo que se disuelve y se cae a pedazos, sólo queda ensayar estrategias de supervivencia, y en eso es experta su heroína, una chica ambiciosa que sabe, sin embargo, que la primera condición para anhelar algo es vivir, y a eso se aplica con determinación y un sombrío humor que aliviana las sombras del maltrato y del abuso. La esperpéntica galería de personajes que la acompaña ilustra mejor todavía el terrible naufragio de la República de Weimar y ofrece luces sobre cómo y por qué subió Hitler al poder.

Irmgard Keun. Minúscula, Barcelona, 2004. 173 páginas.

Una comedia en tono menor

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 24 de septiembre de 2011

Hay una buena noticia para los lectores: vuelve a Chile, esta vez a través de la librería Ciudad Letrada, la editorial Minúscula, cuyo escogido catálogo incluye obras de Victor Klemperer, Karl Kraus, Gogol, Pushkin y una amplia selección de autores menos conocidos, como Annemarie Schwarzenbach o Irmgard Keun, cuya recuperación y edición en español han reabierto el mapa de la narrativa del siglo XX.

Uno de los autores de Minúscula es Hans Keilson, que murió en este año cuando ya había superado el siglo de edad. Su novela La muerte del adversario (2010; primera edición en alemán, 1959) fue uno de los acontecimientos literarios del año pasado y figuró en muchas listas que seleccionaban lo mejor de 2010 por su singular perspicacia en el retrato del otro, sobre todo cuando ese otro es tu enemigo, el que ha jurado muerte y exterminio para ti y para los tuyos. Una comedia en tono menor (2011; primera edición en alemán, 1947) muestra que Ana Frank es sólo la más conocida de un gran número de judíos que vivieron escondidos en casas de familias holandesas o ayudados por ciudadanos de ese país. Lo consideraban un “deber patriótico”, única forma de defensa y protesta por la invasión y el maltrato sufrido a manos de los nazis, según indica el narrador de la novela, que narra uno de esos casos; un matrimonio joven y sin hijos es interpelado para que cumplan con ese deber; aceptan; y así reciben a Nico, un hombre mayor que ellos que, ante la menor amenaza, siente un “miedo atroz y paralizante que surge del dolor y la desesperación y que no está vinculado a nada”. Nico pasa un año escondido en un dormitorio del piso de arriba, aunque come con Wim y Marie y recibe muy ocasionales visitas (del peluquero, por ejemplo), pero languidece, empalidece, decae y, finalmente, muere, con lo que empieza otra serie de problemas para sus compungidos anfitriones. Keilson, un psiquiatra que ganó fama mundial por sus estudios sobre los efectos del holocausto en niños que sobrevivieron, tiene el don de situarse en diferentes perspectivas con la misma agudeza y perspicacia; así, esa convivencia forzosa entre tres personas se convierte en un mosaico de la experiencia humana, aunque esté descrita con una sencillez desarmante.

Hans Keilson. Minúscula, Barcelona, 2011. 145 páginas.

El lenguaje y la vida cotidiana en el Tercer Reich

Ahora que la editorial Minúscula vuelve a Chile -la trae ahora Ciudad Letrada-, rescato (otra vez) un artículo que escribí en 2002, que no publiqué en ningún medio y que subí a mi anterior blog en 2009. Klemperer me sigue pareciendo un autor fundamental y su ensayo sobre la LTI no pierde nada de vigencia.

El legado de un filólogo

Victor Klemperer, un judío que vivió en la Alemania nazi desde que Hitler se hizo con el poder en 1933 hasta la sangrienta caída del régimen. Un filólogo eminente y escritor compulsivo que salvó la vida gracias a su esposa aria, Eva Schemmler, y que arriesgó la de ambos al escribir día tras día, en su diario, la crónica de la vida cotidiana bajo el Tercer Reich, de la que extrajo también un penetrante estudio sobre los lenguajes totalitarios.

Lingua Tertii Imperii

La lengua del Tercer Imperio, del Tercer Reich, fue designada por Klemperer por su sigla latina por un probable principio de autocensura que, en realidad, de muy poco le hubiera valido si la Gestapo hubiera descubierto sus diarios. Sólo dos años después del término de la guerra publicó LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo, que fue editado en español por Editorial Minúscula, Barcelona, recién en 2001.

Pocos ejemplares de este libro ejemplar -valga la redundancia- han circulado en Chile. Lo mismo ocurre con la edición de sus diarios, editados por Galaxia Gutenberg con el título de una de las entradas, Quiero dar testimonio hasta el final, que suman casi dos mil páginas. Ambos libros están inextricablemente ligados. LTI es una reflexión más tranquila y distanciada sobre la época, donde Klemperer abre más espacio para la teoría, aunque también el libro tiene un marcado carácter autobiográfico y testimonial. Los diarios, en cambio, son la materia prima para aquella reflexión, sin tamiz alguno, con las repeticiones e imperfecciones que es posible esperar, pero que así logran quizá transmitir con mayor eficacia el horror interminable a que se vieron sometidos los Klemperer y el puñado de judíos que vivió en Dresde durante la guerra. Son también páginas de inmensa ternura, de un inclaudicable amor por la vida y una muestra notable de rigor profesional: aún en medio de la tragedia que día a día mostraba nuevas facetas y rigores, el filólogo se empeñaba en su tarea de registrar, clasificar y describir las características del lenguaje en una sociedad totalitaria.

Klemperer se salvó de la muerte por estar casado con una mujer alemana, factor que le permitió seguir vivendo en su ciudad, aunque en condiciones cada vez más penosas; luego, cuando casi al final de la guerra el partido nazi ordenó la ejecución de los pocos judíos que todavía residían en territorio alemán, el bombardeo que redujo Dresde a escombros (un acto brutal por donde se le mire y totalmente innecesario a esas alturas de la guerra) permitió al matrimonio Klemperer huir de sus perseguidores e iniciar un peregrinaje que concluyó tras la derrota total del nazismo.

Klemperer, hasta 1933, ejercía como profesor de literatura francesa en la universidad local. No quiso abandonar el país cuando el régimen nazi ascendió al poder, tal como lo hizo, por ejemplo, su primo, el director de orquesta Otto Klemperer; como tantos judíos alemanes, se sentía perfectamente integrado y para nada ajeno a la cultura del país.

Se resistía a adentrarse en la cultura nazi. “¿Para qué leer textos nazis? ¿Para amargarme la vida más de lo que me la amargaba la situación en general?”, se preguntaba, eso sí, muy al principio, cuando la persecución era moderada, y se refugió en su trabajo, la literatura francesa del siglo XVII, hasta que le prohibieron el uso de la biblioteca. Entonces asomó como objeto de estudio la LTI, observada en la vida cotidiana, en los diarios, en las proclamas, en los discursos. Y es que, para él, el famoso dístico de Schiller, “la lengua culta que crea y piensa por ti” se llenó de un significado muy distinto del estético que habitualmente se le atribuía: “¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas?”. Según Klemperer, “el nazismo se introducía en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica a inconsciente”.

Esas son las expresiones que rastrea y documenta en medio de indecibles dificultades. Hay una anécdota reveladora, tanto de su situación como del tono general del libro, que rehúye la autocompasión y muestra, incluso, humor en el relato de la desgracia:

“Nunca, nunca en toda mi vida, un libro me hizo retumbar tanto la cabeza como el Mito del siglo XX de Rosenberg. No porque supusiera una lectura extraordinariamente profunda, difícil de comprender o estremecedora para el alma, sino porque Clemens me golpeó durante varios minutos la cabeza con aquel tomo. (Clemens y Weser eran los torturadores especiales de los judíos de Dresde y se los solía clasificar como el ‘pegador’ y el ‘escupidor’).

-¿Cómo te atreves, cerdo judío, a leer un libro así? –gritó Clemens. Le parecía una profanación de la hostia. -¿Cómo osas tener una obra de la biblioteca de préstamo?”.

El libro había sido pedido por la esposa aria de Klemperer, lo que lo salvó, en esa oportunidad, del campo de concentración. A pesar de las enormes dificultades para su trabajo de campo, el filólogo persistió en la escritura de su diario y registraba el creciente predominio de la LTI en Alemania, incluidas las víctimas, los judíos, que también veían cómo su expresión cotidiana se contaminaba por ese omnipresente bombardeo de palabras y expresiones.

Una de las grandes virtudes del libro es que muestra sin alardes la experiencia de judíos viviendo en territorio nazi. El texto se abre con una introducción donde se pone en el tapete el concepto de heroísmo, que, adoptado por la LTI, siguió contaminando el habla alemana hasta mucho después del fin del Tercer Reich. Conversando con estudiantes alemanes después de la guerra, Klemperer define posiciones y habla de lo que verdaderamente puede considerarse una actitud heroica bajo ese régimen, una oblicua, pero, sin embargo, explícita manera de rendir un homenaje a su esposa:

“Sé de un heroísmo mucho más desolado, mucho más silencioso, de un heroísmo que carecía del apoyo a la pertenencia de un ejército, a un grupo político, que carecía de cualquier esperanza en un futuro esplendor y que se encontraba en la más absoluta soledad. Me refiero a las pocas esposas arias (no fueron muchas) que se resistieron a todas las presiones para que se separaran de sus maridos judíos.”

Pero es la LTI el hilo conductor de este libro, escrito tras muchas dudas y vacilaciones sobre lo que debía hacer con el material acumulado en los diarios. Tomó la decisión de escribirlo tras el encuentro con una refugiada berlinesa que había estado un año en la cárcel y cuyo esposo, militante comunista, había pasado de la celda a un batallón de castigo.

«»¿Por qué estuvo usted en la cárcel?», pregunté.
«Pues por ciertas palabras…» (Había ofendido al Führer, los símbolos y las instituciones del Tercer Reich)».

Entonces decide escribir el libro, “por ciertas palabras”, por las siglas, por la puntuación, por palabras como “fanático”, a la que dedica, con pasión de filólogo, un capítulo entero. Es que la LTI no se caracteriza por su riqueza (al contrario, es de un pobreza abrumadora) ni, en general, por los nuevos vocablos; más bien desplaza el significado de las palabras y, a fuerza de repetirlas, termina por hacerlas abarcar un ancho campo semántico. Una palabra que estaba, hasta entonces, “a medio camino entre la enfermedad y el crimen” pasó a ser de uso cotidiano, a tal punto que fue progresivamente degradándose. Fanático “significaba la exacerbación de conceptos tales como ‘valiente’, ‘entregado’, ‘constante’ o, para ser más preciso, una concentración gloriosa de aquellas virtudes, y hasta el más mínimo matiz peyorativo desapareció del uso habitual de esta palabra por parte de la LTI” (aunque el mismo Hitler, en Mein Kampf, habla despreciativamente de los “fanáticos de la objetividad”, recuerda Klemperer). Se prestaba un “juramento fanático”, se realizaba una “profesión fanática de fe”, se tenía una “fe fanática” en los mil años que duraría el nazismo. Hasta que, de tanto repetir y repetir, fue necesario, anota Klemperer, que Goebbels, el gran propagandista del régimen nazi, apelara a un “superlativo más allá del superlativo”: en noviembre de 1944, escribía que la situación sólo podía salvarse “mediante un fanatismo feroz”. Como si, apunta Klemperer, “la ferocidad no fuera el estado necesario del fanático, como si pudiese existir un fanatismo dócil”.

“Lenguaje que crea y piensa por ti”. Esa fórmula, y la imagen del veneno ingerido en pequeñas dosis, imperceptibles pero igualmente dañinas, atraviesan todo el texto. Klemperer anota desde la extrañeza de una de sus compañeras de trabajo, aria, sumamente cordial con él (lo que era un gesto de valentía), acerca de que esté casado con una mujer aria, hasta manuales de literatura e incluso prospectos farmacéuticos, todos ellos infiltrados y envenenados por la LTI.

La LTI y el antisemitismo

Y aunque intenta mantenerse centrado en el propósito del libro, cada cierto tiempo -y no podía ser de otra manera- asoma también el problema judío o, más bien, el problema del radical antisemitismo de los nazis. Klemperer es un agudo observador, un analista cuidadoso, y escribe páginas notables sobre el tema, proyectando la ideología nazi sobre el fondo del romanticismo y, más en general, de la historia de la cultura alemana. Cita, por ejemplo, la Historia de la cultura alemana, de Wilhelm Scherer, un clásico muy anterior al nazismo, donde el autor sostiene que “el exceso parece ser la maldición de nuestra evolución espiritual. Volamos muy alto y caemos mucho más bajo. Nos asemejamos a aquel germano que, tras perder todas sus propiedades jugando a los dados, se juega su propia libertad en la última tirada, la pierde y acepta ser vendido como esclavo. Tan grande es la terquedad de los germanos incluso en el mal: ellos la llaman fidelidad”. Entonces Klemperer comprendió que “existe una relación entre las bestialidades del hitlerismo y los excesos fáusticos de la literatura clásica alemana y de la filosofía idealista alemana”.

En el capítulo “La raíz alemana”, uno de los más extensos del libro y del cual provienen las anteriores citas, Klemperer usa todas las herramientas adquiridas en su vida académica para adentrarse profundamente en el análisis del nazismo y establece una genealogía que, para mal de los nazis, comienza en un francés, Arthur Gobineau, autor del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, publicado a mediados del siglo XIX. A los nazis les dolía que uno de sus archienemigos hubiera sido el primero en proclamar “la superioridad de la raza aria, el rango supremo y único de la germanidad no contaminada y la amenaza que sufre por la sangre semita, de calidad mucho peor, que penetra por doquier y que apenas puede calificarse de humana”. Casi al final de la guerra, el Instituto del Reich para la Historia de la Nueva Alemania editó La idea de la raza en el romanticismo alemán y sus fundamentos en el siglo XVIII, pero, según Klemperer, “Herman Blome, el honesto y estúpido autor, demostró justamente lo contrario de lo que quería demostrar”.

El libro de Klemperer es, además, una obra de impresionante humanidad, un relato vivo y actual, que proporciona un testimonio de primera mano sobre la vida cotidiana bajo el nazismo. Pero también es una poderosa lección para desenmascarar otras formas de infiltración de “elementos tóxicos” en el lenguaje cotidiano de hoy. Expresiones como “el eje del mal” son tan simples como reveladoras de la ideología que portan. Cuando el análisis de la sociedad suele expresarse, con aires dogmáticos, en el léxico de la economía, es fácil percibir una nueva forma de totalitarismo ideológico. Cuando, bajo la dictadura, de hablaba de “terroristas subversivos”, se producía un fenómeno similar al “superlativo más allá del superlativo” que usaba Goebbels. Tantas expresiones que, a fuerza de ser repetidas una y otra vez, ganan carta de ciudadanía y aires de verdad, cuando se trata, simplemente, de intentos masivos de adoctrinamiento, deliberados o no, pero presentes en la vida cotidiana, en nuestras lecturas, en nuestras conversaciones. Klemperer pone una voz de alerta que es bueno escuchar.

Marte en Aries

Artículo publicado originalmente en El Post, 6 de junio de 2011

En astrología, «Marte en Aries» indica una persona enérgica, directa, impulsiva, pero también un guerrero en el campo de batalla. Lo más probable es que el escritor austríaco Alexander Lernet-Holenia (1897-1976), que participó en las dos guerras mundiales y que vivió los 21 años que mediaron entre una y otra como «un interludio», haya escogido el título de la novela que quiso publicar en 1941 con ese significado, hombres en guerra, guerreros en el campo de batalla. Sin embargo, es curioso comprobar que otra atribución de significado astrológico a «Marte en Aries» describa tan bien el ánimo, el temple, la disposición de la Alemania nazi:

«Fuerte combatividad, voluntad de afirmación, sin tener en cuenta a los demás. Inconstancia en la acción. Estados depresivos que generan agresividad. Dificultad en las relaciones con los demás. Fe en sí mismo, audacia. Falta de diplomacia, impaciencia, impulsividad. Rudeza, reacciones instintivas. Energía intelectual, sensualidad intensa. Independencia. Disarmónico: Excesiva irritabilidad. Frases y gestos violentos que suscitan hostilidad. Frustraciones, acciones irracionales con graves consecuencias. Falta absoluta de diplomacia».

Clima anímico en que se inscribe Marte en Aries, novela que sin duda recoge al menos la cronología biográfica del autor; tanto él como el protagonista, el teniente Wallmoden, se enrolaron como voluntarios en 1915 para combatir en la Primera Guerra Mundial; ambos regresaron a su regimiento en 1939, a cumplir con la obligación de dirigir, cada cierto tiempo, ejercicios bélicos; y ambos fueron atrapados por el torbellino bélico que los llevó a participar en la campaña de Polonia, en septiembre de aquel año.

De ahí la extraordinaria viveza de las escenas bélicas, al ritmo de ese avance veloz desde Eslovaquia hasta los valles y las colinas de Polonia, a la sombra de los Montes Tatras, en un paisaje fantasmagórico dominado por el polvo: «Se alzaba en gigantescas nubes, se levantaba como torres, se fraguaba como una tempestad. Todo el país yacía bajo los velos en los que se disolvía y de los que iba cayendo una especie de llovizna. No se podía comer nada sin que crujiera entre los dientes, no se podía tocar nada sin introducir la mano en el polvo, era como si se tratase de advertir a los hombres que ellos mismos eran solo polvo, nada más que polvo». Pero Lernet-Holenia está muy lejos de participar con exaltación en el espíritu bélico. Al contrario, el panorama de desolación y muerte que pinta en las páginas de esta novela, así como la viva resistencia de las tropas polacas que muestra, fueron algunas de las razones para que Goebbels vetara la publicación de Marte en Aries en 1941 (y probablemente también la total ausencia de alusiones a la ideología nazi; la guerra, acá, es más un hecho ineluctable que una empresa gloriosa, un acto del destino antes que un designio de la voluntad).

Pero lo más destacable de esta novela, con todo, no es eso. Es decir, solo esas páginas de caos, ruido incesante, torbellinos de polvo, multitudes en fuga y feroces escaramuzas justifican la lectura, páginas que se articulan desde una voz impersonal que, sin embargo, denota de inmediato el conocimiento de primera fuente tanto como un extraordinario desapego de la escena. El conde Wallmoden está ahí, pero también en otra parte: en sus sueños, en sus mareos –síntomas de un estado de exaltación, según el médico a quien consulta-, en su enamoramiento de una mujer misteriosa que lo evade tanto como lo invita, en sus conversaciones sobre fantasmas y sus reflexiones sobre mundos paralelos. Es que Lernet-Holenia es mucho, muchísimo más que un cronista bélico. Antes bien, la guerra parece una excusa para adentrarse en territorios misteriosos, allí donde se cruzan las fronteras entre la vida y la muerte, entre el mundo del sueño y el mundo de la vigilia, entre la imaginación y la realidad. Las sorprendentes continuidades que establece entre esas distintas esferas le da a Marte en Aries una textura realmente extraordinaria, una fisonomía peculiar que lo constituye, sin duda, en un autor cuya singularidad merece un más amplio conocimiento. Tal como ocurre en El barón Bagge, editada por Siruela por primera vez en la tristemente desaparecida colección de narrativa de terror y misterio «El ojo sin párpado», la actividad onírica tiene un papel destacado -aunque menos relevante en la trama-, pero hay más de una conexión entre aquella cabalgata frenética en busca del enemigo ausente y este otro deambular por el campo de batalla entre apariciones y desmayos que trasladan a Wallmoden a otro estado de conciencia o a otro plano de la realidad:

«Cuando nos quedamos sin conocimiento, no existe una pérdida de conciencia completa, sino que solamente nos trasladamos (como en la muerte) de un reino a otro, pero estos reinos carecen de embajadores, y solo muy de cuando en cuando –en contadísimas ocasiones- se desprenden partículas de los otros reinos y, como madera flotante procedente de algún continente lejano, varan en las costas de nuestras percepciones; o como pájaros que se han perdido, de tarde en tarde viene a parar entre nosotros el alma de algún fallecido o ángeles o dioses extraviados».

Hay que agregar, finalmente, que hay también una trama levemente policial o de espionaje, no se sabe bien, que otorga a ciertos diálogos y encuentros (muy importantes en la novela) un singular aire de extrañeza; y que la inolvidable visión de Wallmoden la noche previa a la invasión, miles de cangrejos que huyen del río que constituye la frontera y se arrastran por tierra en una cinta que «continuamente subía y bajaba un poquito, raspaba y crujía y hasta daba la sensación de soltar de vez en cuando un ligero sonido metálico», es tanto un adelanto de la debacle que se cierne sobre el teniente y sus hombres como la imagen que atrapa de manera perfecta los universos encontrados que Lernet-Holenia hace confluir -y chisporrotear en su contacto hasta la incandescencia- en esta novela.

Párrafo escogido

 «Antes, cuando los escuadrones se ponían en marcha, se oía el estruendo de innumerables cascos de caballos, como si el viento levantara montones de hojas marchitas o como si se precipitaran témpanos de hielo. Ahora zumbaban los motores. Antes, cuando uno estaba en las líneas o se avanzaba un poco a ellas, creía ver el paisaje cubierto de regimientos como de inamovibles figuras geométricas, en las que, como si fuesen constelaciones, se sabía con exactitud, en todo momento y en todas partes, en qué punto se hallaba cada uno, los abanderados, los cornetas, los oficiales, y cuyo hermético orden incluso hubiera mantenido erguido a un muerto; y ahora también se notaba la ensambladura de la comunidad, la más terrible de la que jamás hayan existido, y se percibía que uno no solo avanzaba rumbo al peligro con la gente, sino en la comunidad de la gente, de la que no había escapatoria. ¿Rumbo a qué peligro? No se sabía. Nunca se sabe».

Alexander Lernet-Holenia. Marte en Aries. Editorial Minúscula, Barcelona, 2011. 218 páginas.

Contra el entusiasmo

Columna publicada originalmente en El Post, 5 de abril de 2011

No, no es uno de esos títulos tan atractivos de la serie de Tumbona Ediciones: Contra la poesía, Contra las buenas intenciones, Contra la homofobia, Contra la televisión, Contra los no fumadores, etc. Pero claro que hace falta uno que increpe con dureza a los entusiastas, esos seres de ojos brillosos, gestos exaltados y voz estentórea cuya misión en la vida es embarcar a otros en lo que ellos consideran importante, relevante, bueno para la salud, bueno para la sociedad toda. Los detesto cordialmente. Cuando siento que anda cerca un entusiasta, me escabullo lo más rápido que puedo. El palmoteo en la espalda, el firme apretón de manos, la pregunta de siempre pero formulada como si se tratara de lo más importante del universo y sus alrededores: «¿Cómo estai?». La sola idea de someterme a esa ceremonia puede lanzarme al consumo desenfrenado de alcohol o a barajar, cuerda en mano, la posibilidad del suicidio.

Y parece que al novelista ruso Iván Goncharov le ocurría algo más o menos similar. Hace muchos años, cuando todavía era un escolar aplicado, leí Oblomov, novela de la que, francamente, recuerdo muy poco, pero sí tengo grabado en la memoria que el protagonista era un filósofo de la pereza, un artista de la inacción, un declarado cultivador de la contemplación vana, aquella que se solaza en una caca de mosca descubierta en un rincón del cielo raso. Y el domingo pasado leí El mal del ímpetu, uno de cuyos personajes, Nikon Ustínovich Tiazhelenko, es presentado de tal manera que inevitablemente recuerda a Oblomov: «Había sido célebre desde su juventud por una incomparable y metódica pereza y una heroica indiferencia hacia el mundano ajetreo». Y es Tiazhelenko quien, tras un opíparo desayuno, advierte al protagonista sobre el mal que afecta a sus amigos comunes, los Zúrov: el terrible «Mal del ímpetu». En invierno, que es cuando Filip Klímovich los frecuenta, son una apacible y acogedora familia que incluye entre sus filas a una dama que le gusta a Filip; pero, en cuando se aproxima el tiempo cálido y se anuncian los brotes de la primavera, los Zúrov, según denuncia Tiazhelenko con espanto, «se lanzan a vadear los ríos, se sumergen en los pantanos, se abren paso por entre tupidos matorrales cubiertos de espinas, trepan a los árboles más altos; ¡cuántas veces se han caído, se han precipitado en abismos, se han hundido en el lodo, han tiritado de frío e incluso, qué horror, han padecido hambre y sed!».

Filip pronto advierte que lo que dice su amigo es rigurosamente cierto y fracasa sin vuelta de hoja en su empeño por detener esta pasión por el movimiento, que encuentra justificaciones de este estilo: en el campo «la circulación sanguínea es mejor, el pensamiento más libre, el alma más luminosa, el corazón más puro». Contra su voluntad, es arrastrado a una vorágine de paseos diurnos y nocturnos, aunque llueva torrencialmente o aunque un denso manto de niebla no deje ver más allá de las narices, hasta que el azar viene a salvarlo. Y no diré más por si alguien se interesa en esta breve lectura. Lo que quiero destacar es que, con mucho humor y hasta sarcasmo desatado, Goncharov arremete contra el entusiasmo por la vida campestre y. en términos más amplios, contra la pérdida de la mesura, el extravío de los límites y la invasión de la esfera privada. Precisamente lo que hacen los entusiastas que no saben cuándo detenerse y no logran incorporar en su cabeza que otros pueden, legítimamente, pensar distinto y resistirse a su aluvión de frases exclamativas: ¡Es que tienes que escuchar esto! ¡Es que, si no has visto esta película, nunca has ido al cine! ¡No vayas a la ciudad X, anda a Z, es muchísimo más bonita! ¡En este restaurant tienes que pedir este plato! ¡Vámonos al campo!

El mal del ímpetu. Iván Goncharov. Editorial Minúscula, Barcelona, 2010. 110 páginas.