Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 27 de abril de 2019
Andrés Gallardo es la prueba de que el canon de la literatura chilena está —o debe estar— siempre en movimiento. Murió en 2016, a los 75 años, y su obra literaria es reducida, dedicado como estaba a la docencia en la Universidad de Concepción. Y, sin embargo, como dice Adriana Valdés en el prólogo de Tríptico de Cobquecura (Liberalia, 2007), “ninguna de sus obras ha tenido en Chile una difusión adecuada”. La editorial Overol publicó en 2015 una edición aumentada de Obituario (1989). La misma editorial rescata Cátedras paralelas, publicada originalmente en 1985. En todos estos libros, vuelvo a citar a Adriana Valdés, Gallardo logra “visibilizar los códigos que los chilenos tenemos en común y que él rastrea como nadie”. El autor, santiaguino de nacimiento y profunda y rotundamente provinciano por adopción, tiene un oído infalible para esos desplazamientos de sentido, esos gestos apenas insinuados, esas inflexiones de la voz que transforman lo que se dice en lo que no se dice, y viceversa. A falta de conceptos teóricos que permitan describirlo, se ha dicho que revivió el criollismo, pero Valdés lo desmiente alegremente: lo que hay es juego, parodia, humor.
Cátedras paralelas agrega a lo anterior una parodia sangrienta al mundo académico y una mirada oblicua —como no podía ser de otra manera en el año en que el libro apareció— a la vida cotidiana bajo la dictadura (una de las cartas que recibe el protagonista recuerda a la película Diálogos de exiliados, de Raúl Ruiz, por el tono, la distancia crítica, la acidez de la mirada). Juan Pablo Rojas, Rojitas, es exonerado de una universidad y recurre a diversos emprendimientos para sobrevivir. Desde la academia paralela con la cátedra “La Semiótica. Taller de Integración de Medios” hasta el retorno a las fuentes, a la chacra familiar. Ahí el autor registra unos diálogos antológicos entre Rojitas y el cuidador, que muestran con toda la fuerza posible el modo de contestar sin contestar, de escabullir el bulto, pero a la vez golpear con dureza al preguntón, la socarronería del campesino que viene de vuelta cuando el patrón no se ha levantado de la cama, hasta que Rojitas pierde la compostura: “Don Venancio, ¿por qué siempre que abre la boca me tiene que cagar?”. La academia y la provincia envueltas en la semiótica de la picaresca criolla le dan forma a un libro ácido y tierno, divertido y cruel, que se goza de principio a fin, con ese escalofrío que da reconocernos en donde menos lo esperábamos.
Andrés Gallardo. Overol, Santiago, 2018. 128 páginas.