Svetlana Alexiévich

 

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 23 de enero de 2016

svetlanaUna cronista bielorrusa ganó el Premio Nobel de Literatura 2015. Se ha dicho ya repetidas veces que la gran novedad es el reconocimiento a un género cada vez más popular, la no ficción, o la crónica. Está muy bien que así sea; pero ocurre también que los libros de Alexiévich –al menos los dos recientemente editados por Debate- son profundamente políticos en el mejor sentido del término. Voces de Chernóbil tiene como subtítulo “Crónica del futuro”, porque, para la autora, la catástrofe ocurrida en 1986 es un hito central en la historia del siglo, “un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer. Tal vez el enigma del siglo XXI”. La guerra no tiene rostro de mujer es una crónica asombrosa desde el dato inicial: un millón de mujeres combatió en la Gran Guerra Patria. Y, sin embargo, el relato ha sido siempre desde el ángulo masculino.

Le tomó veinte años escribir la crónica de Chernóbil. El otro libro apareció en 1985, tras años de intenso trabajo y de rechazos editoriales, que cambiaron con la perestroika y Gorbachov. Fue un éxito de ventas enorme. Entre 2002 y 2004 lo reescribió, para incorporar lo que había sacado el censor y notas de sus conversaciones con él. Ambos tienen en común dos cosas. Recogen la otra historia. La catástrofe de Chernóbil está muy bien estudiada y documentada; lo que hace Alexiévich es reconstruir qué pasó en las vidas de quienes sufrieron las consecuencias del accidente. En el otro hace hablar a las mujeres, que llevaban cuarenta años sin poder manifestar su propia mirada sobre el conflicto. Ambos son estremecedores. Como dice la autora, “recordar es, sobre todo, un acto creativo. Al relatar, la gente crea, redacta, su vida”, pero ello demanda trabajo, esfuerzo, para encontrar la propia voz y escapar del punto de vista habitual. Ambos libros son desgarradores. El primer testimonio de Chernóbil es abrumador. Pero hay otra cosa que le agrega valor a cada libro, y es el impresionante talento de Alexiévich para recoger la cadencia de la lengua, el titubeo de las palabras, los rodeos para postergar el momento de decir lo que de verdad duele. Es un ritmo inimitable que recuerda los grandes clásicos rusos y que, más allá de la pertinencia política de los temas escogidos por la autora, constituye sus crónicas como casos de extraordinaria literatura, sin apellido alguno, que estremecen y atrapan a pesar de su implacable dureza.

La guerra no tiene rostro de mujer. Debate, Santiago, 2015. 365 páginas.
Voces de Chernóbil. Debate, Santiago, 2015. 406 páginas.

Las esposas de Los Álamos

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 7 de marzo de 2015

AlamosLos Álamos es el poblado -construido especialmente para la ocasión; sus habitantes lo llamaban «La Colina»- en donde se instalaron los científicos, sus familias y los laboratorios en donde se llevó a cabo lo central del Proyecto Manhattan, destinado a crear una bomba basada en la fisión nuclear. Una bomba atómica, en buenas cuentas, como las que arrasaron Hiroshima y Nagasaki a comienzos de agosto de 1945: Little Boy y Fat Man. Hay una amplísima documentación sobre la historia de la fisión nuclear y del Proyecto Manhattan, así como sobre sus efectos en las ciudades japonesas. Este libro se refiere a los mismos hechos, pero desde un ángulo tan inexplorado como original, la voz de las mujeres que acompañaron a los científicos a un desolado rincón de Nuevo México y que asistieron -en medio del viento cargado de polvo y la precariedad de la vida en un campamento militar- al trabajo secreto de sus maridos, quienes no podían contarles nada.

La autora escogió además una novedosa manera de narrar. En lugar de una historia coral, donde muchas voces se perfilan y se turnan para construir un relato abarcador, Tarashea Nesbit optó por fundir todas esas voces en un nosotros, en una voz colectiva que establece diferencias y enumera casos, pero que habla siempre desde el grupo, desde aquel conjunto de mujeres cultas, muchas de ellas también científicas. Desde la desolación de la meseta y la omnipresente sensación de soledad (no solo por el aislamiento y la lejanía de Los Álamos), las esposas, las mujeres, las madres enuncian esa voz plural que da cuenta, por una parte, de cómo se procesaban las noticias de la guerra en pequeñas comunidades y, por otra, muestra, sin exagerar la nota, hasta qué punto ellas eran postergadas solo por el hecho de ser mujeres. Es muy interesante cómo esa opresión se conjuga con otra nota social, la presencia en La Colina de mujeres de tribus indias o de origen mexicano que prestaban servicios domésticos, y que eran objeto de otras discriminaciones.

Lo que más destaca en el libro es la fluidez del relato y de qué manera logra avanzar y conmover mediante recursos sencillos y bien trabajados, a tal punto que sería un error abrazar la novela como un instrumento ideológico o un libro de denuncia. Al contrario, esa voz colectiva narra una historia que se abre a algunos de los vientos más feroces del siglo XX, sin perder ternura, delicadeza ni sensibilidad.

Tarashea Nesbit. Turner, Madrid, 2014. 296 páginas. Distribuye Océano.

Mal encuentro a la luz de la luna

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, primero de noviembre de 2014

Mal-encuentro-portadaW. Stanley Moss y Patrick Leigh Fermor, su compañero de aventuras, pertenecen a esa estirpe imperial inglesa reconocible en muchos ambientes y épocas, aunque deben haber sido de los últimos: el joven aristócrata -o al menos formado en Oxford o Cambridge- dado a la aventura, capaz de internarse en territorios ignotos sin saber una palabra del idioma local y de entretenerse recitando a Sófocles en griego durante alguna noche de feroz mal tiempo y sin comida ni fuego. Exploradores de África o de la Antártica, caminantes por los desiertos australianos, colonos en la Patagonia o miembros de las fuerzas especiales del ejército enviados tras las líneas enemigas en misiones de sabotaje y de apoyo a la resistencia local. En este último caso están Moss y Fermor (quien además escribió, después del fin del conflicto, memorables libros de viajes), que pasaron buena parte de la Segunda Guerra Mundial en Creta, ocupada por los alemanes hasta fines de 1944. Su mayor hazaña es la que Moss cuenta a través del diario que llevó: el secuestro del general Kreipe, el segundo al mando de la fuerza de ocupación alemana. Debe ser uno de los pocos casos en que conviene leer primero el post scriptum del libro. Es que ese texto, de Leigh Fermor, ofrece el marco para entender por qué dos oficiales ingleses, con apoyo de guerrilleros cretenses, se propusieron una misión a primera vista tan descabellada, que el prólogo de otro de sus amigos pinta con motivaciones románticas. El diario de Moss tiene una indudable frescura; escrito en las mañanas, cuando tenían que permanecer escondidos, tiene la huella de esa épica que respira con naturalidad y hace partícipe al lector de la emoción de la aventura. No es muy afortunado con las metáforas («el sol era como un juerguista madrugador con una nariz verde surgiendo entre los árboles»), pero su estilo es vivaz y espontáneo. Y aunque no es el tema del libro, bastantes luces da sobre la dureza de la ocupación alemana. Moss se permite, además, juicios sobre los cretenses que como mínimo pecan de livianos, así como críticas muy severas a los comunistas locales. Entrega un escaso aporte historiográfico, pero tiene un valor como documento de época, testimonio del fin de una era y de la extinción de un personaje.

W. Stanley Moss. Acantilado, Barcelona, 2014. 246 páginas.

Una comedia en tono menor

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 24 de septiembre de 2011

Hay una buena noticia para los lectores: vuelve a Chile, esta vez a través de la librería Ciudad Letrada, la editorial Minúscula, cuyo escogido catálogo incluye obras de Victor Klemperer, Karl Kraus, Gogol, Pushkin y una amplia selección de autores menos conocidos, como Annemarie Schwarzenbach o Irmgard Keun, cuya recuperación y edición en español han reabierto el mapa de la narrativa del siglo XX.

Uno de los autores de Minúscula es Hans Keilson, que murió en este año cuando ya había superado el siglo de edad. Su novela La muerte del adversario (2010; primera edición en alemán, 1959) fue uno de los acontecimientos literarios del año pasado y figuró en muchas listas que seleccionaban lo mejor de 2010 por su singular perspicacia en el retrato del otro, sobre todo cuando ese otro es tu enemigo, el que ha jurado muerte y exterminio para ti y para los tuyos. Una comedia en tono menor (2011; primera edición en alemán, 1947) muestra que Ana Frank es sólo la más conocida de un gran número de judíos que vivieron escondidos en casas de familias holandesas o ayudados por ciudadanos de ese país. Lo consideraban un “deber patriótico”, única forma de defensa y protesta por la invasión y el maltrato sufrido a manos de los nazis, según indica el narrador de la novela, que narra uno de esos casos; un matrimonio joven y sin hijos es interpelado para que cumplan con ese deber; aceptan; y así reciben a Nico, un hombre mayor que ellos que, ante la menor amenaza, siente un “miedo atroz y paralizante que surge del dolor y la desesperación y que no está vinculado a nada”. Nico pasa un año escondido en un dormitorio del piso de arriba, aunque come con Wim y Marie y recibe muy ocasionales visitas (del peluquero, por ejemplo), pero languidece, empalidece, decae y, finalmente, muere, con lo que empieza otra serie de problemas para sus compungidos anfitriones. Keilson, un psiquiatra que ganó fama mundial por sus estudios sobre los efectos del holocausto en niños que sobrevivieron, tiene el don de situarse en diferentes perspectivas con la misma agudeza y perspicacia; así, esa convivencia forzosa entre tres personas se convierte en un mosaico de la experiencia humana, aunque esté descrita con una sencillez desarmante.

Hans Keilson. Minúscula, Barcelona, 2011. 145 páginas.

Marte en Aries

Artículo publicado originalmente en El Post, 6 de junio de 2011

En astrología, «Marte en Aries» indica una persona enérgica, directa, impulsiva, pero también un guerrero en el campo de batalla. Lo más probable es que el escritor austríaco Alexander Lernet-Holenia (1897-1976), que participó en las dos guerras mundiales y que vivió los 21 años que mediaron entre una y otra como «un interludio», haya escogido el título de la novela que quiso publicar en 1941 con ese significado, hombres en guerra, guerreros en el campo de batalla. Sin embargo, es curioso comprobar que otra atribución de significado astrológico a «Marte en Aries» describa tan bien el ánimo, el temple, la disposición de la Alemania nazi:

«Fuerte combatividad, voluntad de afirmación, sin tener en cuenta a los demás. Inconstancia en la acción. Estados depresivos que generan agresividad. Dificultad en las relaciones con los demás. Fe en sí mismo, audacia. Falta de diplomacia, impaciencia, impulsividad. Rudeza, reacciones instintivas. Energía intelectual, sensualidad intensa. Independencia. Disarmónico: Excesiva irritabilidad. Frases y gestos violentos que suscitan hostilidad. Frustraciones, acciones irracionales con graves consecuencias. Falta absoluta de diplomacia».

Clima anímico en que se inscribe Marte en Aries, novela que sin duda recoge al menos la cronología biográfica del autor; tanto él como el protagonista, el teniente Wallmoden, se enrolaron como voluntarios en 1915 para combatir en la Primera Guerra Mundial; ambos regresaron a su regimiento en 1939, a cumplir con la obligación de dirigir, cada cierto tiempo, ejercicios bélicos; y ambos fueron atrapados por el torbellino bélico que los llevó a participar en la campaña de Polonia, en septiembre de aquel año.

De ahí la extraordinaria viveza de las escenas bélicas, al ritmo de ese avance veloz desde Eslovaquia hasta los valles y las colinas de Polonia, a la sombra de los Montes Tatras, en un paisaje fantasmagórico dominado por el polvo: «Se alzaba en gigantescas nubes, se levantaba como torres, se fraguaba como una tempestad. Todo el país yacía bajo los velos en los que se disolvía y de los que iba cayendo una especie de llovizna. No se podía comer nada sin que crujiera entre los dientes, no se podía tocar nada sin introducir la mano en el polvo, era como si se tratase de advertir a los hombres que ellos mismos eran solo polvo, nada más que polvo». Pero Lernet-Holenia está muy lejos de participar con exaltación en el espíritu bélico. Al contrario, el panorama de desolación y muerte que pinta en las páginas de esta novela, así como la viva resistencia de las tropas polacas que muestra, fueron algunas de las razones para que Goebbels vetara la publicación de Marte en Aries en 1941 (y probablemente también la total ausencia de alusiones a la ideología nazi; la guerra, acá, es más un hecho ineluctable que una empresa gloriosa, un acto del destino antes que un designio de la voluntad).

Pero lo más destacable de esta novela, con todo, no es eso. Es decir, solo esas páginas de caos, ruido incesante, torbellinos de polvo, multitudes en fuga y feroces escaramuzas justifican la lectura, páginas que se articulan desde una voz impersonal que, sin embargo, denota de inmediato el conocimiento de primera fuente tanto como un extraordinario desapego de la escena. El conde Wallmoden está ahí, pero también en otra parte: en sus sueños, en sus mareos –síntomas de un estado de exaltación, según el médico a quien consulta-, en su enamoramiento de una mujer misteriosa que lo evade tanto como lo invita, en sus conversaciones sobre fantasmas y sus reflexiones sobre mundos paralelos. Es que Lernet-Holenia es mucho, muchísimo más que un cronista bélico. Antes bien, la guerra parece una excusa para adentrarse en territorios misteriosos, allí donde se cruzan las fronteras entre la vida y la muerte, entre el mundo del sueño y el mundo de la vigilia, entre la imaginación y la realidad. Las sorprendentes continuidades que establece entre esas distintas esferas le da a Marte en Aries una textura realmente extraordinaria, una fisonomía peculiar que lo constituye, sin duda, en un autor cuya singularidad merece un más amplio conocimiento. Tal como ocurre en El barón Bagge, editada por Siruela por primera vez en la tristemente desaparecida colección de narrativa de terror y misterio «El ojo sin párpado», la actividad onírica tiene un papel destacado -aunque menos relevante en la trama-, pero hay más de una conexión entre aquella cabalgata frenética en busca del enemigo ausente y este otro deambular por el campo de batalla entre apariciones y desmayos que trasladan a Wallmoden a otro estado de conciencia o a otro plano de la realidad:

«Cuando nos quedamos sin conocimiento, no existe una pérdida de conciencia completa, sino que solamente nos trasladamos (como en la muerte) de un reino a otro, pero estos reinos carecen de embajadores, y solo muy de cuando en cuando –en contadísimas ocasiones- se desprenden partículas de los otros reinos y, como madera flotante procedente de algún continente lejano, varan en las costas de nuestras percepciones; o como pájaros que se han perdido, de tarde en tarde viene a parar entre nosotros el alma de algún fallecido o ángeles o dioses extraviados».

Hay que agregar, finalmente, que hay también una trama levemente policial o de espionaje, no se sabe bien, que otorga a ciertos diálogos y encuentros (muy importantes en la novela) un singular aire de extrañeza; y que la inolvidable visión de Wallmoden la noche previa a la invasión, miles de cangrejos que huyen del río que constituye la frontera y se arrastran por tierra en una cinta que «continuamente subía y bajaba un poquito, raspaba y crujía y hasta daba la sensación de soltar de vez en cuando un ligero sonido metálico», es tanto un adelanto de la debacle que se cierne sobre el teniente y sus hombres como la imagen que atrapa de manera perfecta los universos encontrados que Lernet-Holenia hace confluir -y chisporrotear en su contacto hasta la incandescencia- en esta novela.

Párrafo escogido

 «Antes, cuando los escuadrones se ponían en marcha, se oía el estruendo de innumerables cascos de caballos, como si el viento levantara montones de hojas marchitas o como si se precipitaran témpanos de hielo. Ahora zumbaban los motores. Antes, cuando uno estaba en las líneas o se avanzaba un poco a ellas, creía ver el paisaje cubierto de regimientos como de inamovibles figuras geométricas, en las que, como si fuesen constelaciones, se sabía con exactitud, en todo momento y en todas partes, en qué punto se hallaba cada uno, los abanderados, los cornetas, los oficiales, y cuyo hermético orden incluso hubiera mantenido erguido a un muerto; y ahora también se notaba la ensambladura de la comunidad, la más terrible de la que jamás hayan existido, y se percibía que uno no solo avanzaba rumbo al peligro con la gente, sino en la comunidad de la gente, de la que no había escapatoria. ¿Rumbo a qué peligro? No se sabía. Nunca se sabe».

Alexander Lernet-Holenia. Marte en Aries. Editorial Minúscula, Barcelona, 2011. 218 páginas.