Criacuervo

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 10 de noviembre de 2018

En Europa, ese gigantesco melting pot, se ha instalado la discusión acerca de qué es genuinamente europeo. La escritora croata Dubravka Ugresic pone el dedo en la llaga cuando reclama en contra de las etiquetas, que califica como interpretaciones abreviadas —y generalmente erradas— de una obra: un croata debe escribir sobre su país, para no sonar impostado. Y cita el caso más extremo que ha encontrado, el de Joydeep Roy Bhattacharaya, nacido en Calcuta y licenciado en Filosofía en Estados Unidos, residente en Nueva York y autor de una novela sobre Hungría y el círculo de los intelectuales húngaros de los sesenta. Un lector de ese país se quejó: «La novela trata de Hungría, pero de un modo indio. Sería mejor que escribiera sobre la India». Todo esto viene a cuento porque Criacuervo es de Orlando Echeverri, escritor colombiano, pero buena parte de ella transcurre en Alemania y los protagonistas son alemanes. La parte colombiana del relato transcurre en el desierto de la Guajira, en el norte del país, y en la ciudad de Cartagena de Indias. Ese lugar se anuncia al inicio como un punto de reunión, donde los hermanos Zweig, Adler y Klaus, se reencontrarán luego de más de diez años, acompañados también por Cora Baumann, el amor juvenil de Klaus. Pero, en realidad, el desierto de la Guajira funciona como una suerte de punto de fuga donde todo parece perderse, extraviarse o romperse, una suerte de maelstrom que si llega a devolver algo, lo entrega tan dañado que es apenas reconocible.

No solo la falsa etiqueta destaca a Criacuervo en el panorama de la reciente narrativa latinoamericana. Echeverri desarrolla una historia, o dos historias, que se abren cuando los padres de Adler y Klaus, una pareja de biólogos, aparecen muertos en su auto en medio del bosque. El narrador omnisciente, la sucesión de hechos, la huida de todo lo que suene a introspección, el estilo vigoroso y lleno de aciertos que es tan fluido como directo, muestran a un escritor que se desmarca no solo de la geografía sino también de un cierto modo de narrar que se ha popularizado en América Latina. De ahí que sea una novela sorprendente, inesperada, donde un viento feroz dispersa las hojas y un remolino no menos poderoso parece anunciar que volverán a encontrarse en la Guajira, armados de nostalgias enterradas tan profundamente que cuando afloran se tornan incontenibles. Pero no sería tan buena novela si las cosas ocurrieran como debían pasar. No retrataría tan bien la soledad, el abandono y el infortunio de esas vidas quebradas si la Guajira no mostrara su peor cara.

Orlando Echeverri Benedetti. Edícola Ediciones, Santiago, 2018. 200 páginas.

El año del verano que nunca llegó

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 11 de julio de 2015 

el verano que nunca llegóEn abril de 1815 se registró la erupción del monte Tambora, en Indonesia, la más grande en 1.300 años, que arrojó a la atmósfera cientos de miles de toneladas de azufre y cenizas. La nube negra, dispersada por los vientos, llegó al hemisferio norte y cerró los cielos. La lluvia, la nieve y el frío que congeló ríos y lagos reinaron en los meses destinados a la cosecha. Cundió el hambre. Hubo epidemias. Parecía el fin del mundo, y culminó con tres días y tres noches de completa oscuridad. En esa fecha, en una mansión a orillas de lago Lemán, en Ginebra, estaban reunidos los poetas Byron y Shelley, Mary Woolstonecraft y John Polidori, más otros invitados. En esas noches, escribe William Ospina, «dos poderosos mitos de nuestra época se estaban gestando en las habitaciones de Villa Diodati». Alimentados por las partículas suspendidas en el aire, el frío y la borrasca, y sobre todo por el miedo, «porque para concebir las fantasías más terribles no precisamos ser poetas sino estar de verdad aterrados», el vampiro y el hombre creado con retazos de otros hombres tienen su origen en esa larguísima noche en Ginebra, mientras el pánico galopaba por China, por Europa, por Estados Unidos, en la inverosímil cantidad de días en que la lluvia no cesó de caer en Irlanda.

Ospina reconstruye esa historia desde un punto de vista muy personal: cómo se encontró con el tema en las calles de Buenos Aires, cómo la casualidad lo llevó a la Villa Diodati, cómo fue completando sus lagunas y su conocimiento tanto de los personajes como de la ya abundante tradición novelesca que se ha inspirado en una conjunción de factores tan extraños y de frutos tan relevantes para la cultura de nuestro tiempo. Escrito en primera persona, el libro combina el ensayo literario con la autobiografía, pero es algo más que eso, la historia de una búsqueda que indaga también en un tema mayor: el modo en que se construyen los mitos. Ospina, a sabiendas, recorre un camino ya bastante transitado; lo que hace la diferencia -y que transforma El año del verano que nunca llegó en un libro apasionante- es su libertad para establecer vínculos y hacer enlazar episodios tanto de su biografía como de la historia de la cultura. Posesionado por el tema, solo pudo darle curso a la obsesión a través de un texto que pone sobre el tapete una muy atractiva intuición sobre nuestro tiempo.

William Ospina. Literatura Random House, Santiago, 2015. 301 páginas.

Usted está aquí

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 18 de julio de 2015 

Usted está aquíEste libro es una buena muestra de la obra de la escritora colombiana Margarita García Robayo (Cartagena de Indias, 1980): cuatro cuentos y una novela -o nouvelle, mejor dicho-, «Hasta que pase un huracán», que ocupa unas 50 páginas en esta edición. El limpio estilo de la autora, ajeno a alardes vanguardistas y fiel al designio de armar buenas historias, hace que la escritura fluya con naturalidad y les da fuerza a relatos cotidianos de un Caribe desacostumbrado, lejano tanto de los excesos del realismo mágico como de los lugares comunes sobre la fogosidad, el ritmo y la intensidad de la vida sobre la línea del Ecuador. Los cuentos desarrollan historias que inquietan y dejan un regusto amargo: el niño obeso que ve cerrarse el mundo, la hija que no quiere ver a su padre, la joven intelectual que a fuerza de querer una relación no convencional termina por sucumbir a la ausencia de un concepto, el cuarentón de viaje doblemente atrapado en un hotel de paso y en la historia de una mujer que tiene miedo. La novela es protagonizada por una chica cuyo único objetivo en la vida es irse del país, y en ese empeño descubre que, aunque el mundo no tenga fin, da igual donde estés. «Lo bueno y lo malo de vivir frente al mar es exactamente lo mismo: que el mundo se acaba en el horizonte, o sea que el mundo nunca se acaba», escribe al comienzo de su relato, que, al igual que los otros, puede leerse como que el horizonte en realidad no existe, que las historias son circulares, que las historias que le cuenta Gustavo, el viejo pescador, son tan repetitivas y monótonas como el videojuego en que entretiene sus días el adolescente ya tan gordo que necesita una silla de ruedas para moverse.

Hay que destacar, más allá de la amargura, la potencia de los relatos y la calidad de la escritura. Aunque a primera vista parezca que hay más de algún final abierto, los relatos están perfectamente concluidos, con sutileza y elegancia; y la novela, sobre todo, muestra el talento de García Robayo para delinear en una sola historia, en un golpe de mirada, en la trayectoria de un personaje cuya inteligencia se convierte en su peor condena, el destino de las clases medias, residentes y migrantes, en el ámbito caribeño. «El medio es el peor lugar en donde estar: casi nadie salía del medio, en el medio vivía la gente insalvable».

Margarita García Robayo. Montacerdos, Santiago, 2015. 127 páginas. 

Caperucita se come al lobo

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 26 de enero de 2013

Quintana loboUn hecho destacable del catálogo de Editorial Cuneta es que suele incluir escritores latinoamericanos: Mario Bellatin, César Aira y Andrés Neumann, por ejemplo. A ellos se suma ahora la colombiana Pilar Quintana, con el valor adicional de que es mucho menos conocida en Chile, y cualquier intento de hacer más permeables las fronteras literarias es bienvenido. Quintana (1972) entrega en este libro una serie de cuentos ágiles, desenfadados (aunque hay uno terrible) y de un intenso erotismo vinculado al deseo, al impulso repentino, al juego, a la pérdida del control, al fetichismo y hasta a la violencia. El olor fuerte e intenso de las axilas de un hombre es el detonante del ardor en el primero, que se llama, precisamente, «Olor». El segundo -«El hueco»- representa la conjunción brutal entre la arista del deseo incontenible y la omnipotencia despiadada de los señores colombianos de la droga. «Violación» se adentra -sin más culpa de la que está contenida en el título- en el espinoso asunto de las relaciones sexuales con menores de edad. «Caperucita se come al lobo» es, a mucha distancia, el mejor del conjunto, por su humor desatado y la graciosa perversidad de un personaje que en algún momento escribe: «Yo no soy tan sucia. Pero lo era». «Amiguísimos» juega con esa extraña frontera entre amistad y compañía sexual, entre el deseo que fluye y la contención dictada por la existencia de otro tipo de relación entre una mujer y un hombre. El último, «Una segunda oportunidad», pasa casi sin sobresaltos de la infidelidad y la violencia al territorio de lo real maravilloso, por decirlo de una manera tan presente en la narrativa colombiana. Escritos con un estilo llano, sin aspavientos, con un desarrollo que normalmente (aunque en alguno ocurre) no desemboca en lo previsible y que mantiene viva casi en todos la cuerda del humor en personajes capaces de reírse de sí mismos, los cuentos rápidos de Quintana responden, claro, al concepto que preside el nombre de otro volumen de cuentos suyos, El coleccionista de polvos raros. «Todo lo hicimos con desesperación y abandono, y no creo que fuera sólo por el peligro o porque fuera nuestra primera vez, sino porque en el fondo sabíamos que también era la última», dice el protagonista de «El hueco»; y es que así funciona ese impulso tan difícil de asir y sobre todo tan impredecible que es el ansia del otro, del cuerpo del otro.

Pilar Quintana. Cuneta, Santiago, 2012. 65 páginas.

Farsa y tragedia

Reseña publicada en «Babelia», suplemento del diario El País, 28 de enero de 2012

carrozabolivarEn 1994, la Bienal de Arte de Santiago de Chile incluyó una muestra de obras de Juan Guillermo Dávila que contenía una postal de Simón Bolívar con tetas al aire y el dedo medio de la mano izquierda en alto. La obra motivó encendidas protestas de las embajadas de Venezuela, Colombia y Ecuador ante el Gobierno de Chile, puesto que su trabajo contó con subsidios estatales. La incendiaria postal de Dávila se inscribía en otro contexto -el diálogo del arte con la historia, para decirlo en pocas palabras-, pero es probable que el libro de Rosero desencadene similares reacciones de indignación, aunque, como dice uno de los personajes, «en un libro sería distinto; nadie los lee». Es que la segunda parte de La carroza de Bolívar es una impugnación en forma a la imagen asentada del Libertador de Venezuela, Colombia y Ecuador, que lo deja como un cobarde oportunista que además cobraba tributo en la virginidad de las más bellas adolescentes que la violencia de la guerra dejaba al descubierto. Y si la primera mitad del segundo tercio peca de aridez en el profuso detalle de los errores, inconsistencias, cobardías y falseamiento de la realidad en documentos oficiales, cartas y proclamas que Bolívar llevó a cabo, la segunda mitad levanta vuelo a través de los testimonios de descendientes de aquellas jovencitas perseguidas por el prócer de la libertad latinoamericana. La ciudad de Pasto, donde transcurre la novela, fue también el sitio en donde Bolívar -según la lectura del doctor Proceso y el académico Arcaín Chivo- mostró el peor rostro posible. Por esa vía, la novela levanta un cuadro sumamente ilustrativo de un proceso que fue harto más confuso, complejo y enredado que las versiones oficiales, con el añadido de que Rosero insiste en el peso de esa herencia de mentiras y falsedades en la identidad cultural e institucional de Colombia (y de otras naciones latinoamericanas). No será raro, entonces, que este libro -aunque sea solo un libro- irrite la sensibilidad de quienes levantan su figura como estandarte de la revolución siempre prometida y nunca actualizada.

Y aunque la otra lectura de Bolívar sea el eje que afirma la estructura de la novela, la trama es una mesa de tres patas. La historia principal transcurre entre fines de 1966 y comienzos de 1967, cuando el continente hervía de ínfulas revolucionarias y los afanes libertarios eran un viento poderoso que sacudía todas las estructuras instaladas. Un médico, el doctor Justo Pastor Proceso López, descubre que una carroza hecha para el desfile de Reyes es el mejor instrumento para difundir sus ideas políticamente incorrectas sobre Bolívar, largamente elaboradas en un proyecto de libro y sustentado, en buena medida, en un historiador de principios del siglo XX. Aquel relato corre paralelo con la vida familiar y conyugal del doctor, una historia de desencuentro y frustración que resuena familiar en tantos contextos diferentes. La tercera parte de la novela introduce un tema nuevo, aunque ya anunciado: la violencia justiciera de los incipientes movimientos revolucionarios, a los que la iniciativa iconoclasta del doctor Proceso hiere tanto como a las burocracias asentadas sobre la verdad oficial, aunque sea por distintas razones (de un lado, el sueño de las utopías; del otro, el fundamento de la idea de nación). Unos y otros buscan destruir el artificio de Justo Pastor en alianza con artesanos de la ciudad de Pasto, la carroza carnavalesca que revelará la verdad no oficial sobre el Libertador.

Los dos tercios iniciales tienen mucho de farsa; en el tercero, en cambio, asoma la tragedia, desenlace natural, si se quiere, de cualquier historia que se constituya desde las premisas de la violencia, la inestabilidad y el poder. Todos los hilos confluyen hacia el 6 de enero (y hay que destacar, de paso, la riqueza de las tradiciones festivas en Colombia tal como las describe Rosero). Hilos que en su denso tramado y el vuelo de un estilo de singular riqueza sitúan a los personajes en una danza en donde las masacres feroces de la guerra independentista se dan la mano con la violencia del fanatismo ideológico, pero sobre el sustrato de una historia, al fin, de amor y desamor, de encuentro y desencuentro, entre el doctor Proceso y Primavera, su esposa, que por sí sola habría bastado para sostener el relato y que, por momentos, asoma como lo más atractivo del conjunto. El cuidado por los personajes secundarios es otra virtud de una novela que, a pesar del énfasis por momentos excesivo en detalles de la historia, está lejos de ser una tesis disfrazada de ficción. Al contrario, la superposición de planos narrativos, la distancia en el tiempo y el hábil contrapunto entre la desmitificación de Bolívar, la agitación de los sesenta y la historia personal del doctor Proceso (una interrogante: ¿qué gana la novela con nombres y apellidos extravagantes como Primavera, Luz de Luna, Chivo, Sañudo y Proceso?) logran una densidad narrativa que obliga a mirar desde otro ángulo no solo el cruento proceso independentista, sino también el áspero presente de muchas democracias latinoamericanas.

La carroza de Bolívar. Evelio Rosero. Tusquets. Barcelona, 2012. 392 páginas. 20 euros.

La luz difícil

Reseña publicada  en «Babelia», suplemento del diario El País, sábado 18 de febrero de 2012

Narrativa. Un pintor anciano, de vuelta en su país y que está perdiendo rápidamente la vista, escribe. En un papel rugoso, con letra muy grande y con la ayuda de una poderosa lupa cuadrada que se fija con un brazo al escritorio. Viudo y sin problemas de dinero –el éxito, finalmente, lo alcanzó-, vive, recuerda y trata de capturar, esta vez con las palabras, «la luz esquiva, la luz difícil» que persiguió en su carrera de pintor, aquella que desencadena «la punzada, como la del amor,  que se produce cuando uno siente que toca el infinito». Solo que esta vez el objeto no es la luz atrapada en un casco viejo en un brazo de mar, o las formas de un cuerpo, o el juego permanente de la sombra y la claridad sobre los objetos que, ante la luz, están tan vivos como los seres humanos. El objeto es su vida, pero especialmente el momento más doloroso posible, enunciado ya en la primera página: «la muerte de mi hijo Jacobo, que habíamos programado para las siete de la noche, hora de Portland, diez de la noche en Nueva York». Tomás González (1950), colombiano, es de esos escritores que poco han trascendido fuera de las fronteras de su país a pesar de merecerlo con creces. Esta novela revela también cierto trasunto biográfico –el autor y el protagonista residieron largos años en Estados Unidos, en Miami y Nueva York-, pero sin duda que la reflexión de fondo escapa de esa determinante. «Me asombra otra vez lo dúctiles que son las palabras; lo mucho que por sí solas, o casi por sí solas, expresan lo ambiguo, lo trasmutable, lo poco firme de las cosas», dice el protagonista, y ello se aplica, por supuesto, no solo a cómo un objeto o un paisaje o un cuerpo cualquiera varía según las condiciones de luz y claridad que recaen sobre él; sino también a la mudable experiencia vital, que puede ser tocada de manera tan radical como el drogadicto que embistió el taxi en el que iba Jacobo y le produjo parálisis parcial, acompañada de dolores tan persistentes y atroces que todos –su padre, su madre, su novia, sus hermanos, sus amigos- lo ayudaron a planificar su muerte. Con una escritura errática en el tiempo, que va desde el pueblo colombiano donde ha vuelto el pintor -que tiene el pintoresco nombre de La Mesa de Juan Díaz- hasta ese día y esa noche neoyorquina en que esperaban noticias desde Portland, el anciano habla también sobre el resto de su vida, sobre la pintura y sobre la luz, para luego volver otra vez a la ductilidad de las palabras y lo errático de las cosas, a esa vida, a cualquier vida tocada por el azar y el dolor. Hay destellos de humor y toques de sensiblería que al mismo narrador le provocan una cierta vergüenza; y hay un final que destella con luz propia.

Tomás González. Alfaguara, Madrid, 2012. 144 páginas, 17 euros

El ruido de las cosas al caer

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 18 de junio de 2011

Esta novela del colombiano Juan Gabriel Vásquez, que estuvo hace pocas semanas dictando una conferencia en Chile, resultó ganadora de la versión 2011 del Premio de Novela Alfaguara. Y se constata, una vez más, que los premios que conceden las editoriales –muy bien provistos en dólares y destinados a los autores de la casa- no son garantía de calidad. El ruido de las cosas al caer es una novela correcta, que hila bien la historia y que tiene el suficiente armado argumental como para sostenerse hasta el final, pero no es más que eso, un libro correcto en muchos sentidos: no muerde, no hiere, no asusta, no asombra, no sorprende, y lleva al lector por un camino convencional y previsible. Lo más destacable, quizá, es una rara paradoja: aunque el tema de fondo es la guerra contra las drogas y cómo ésta se infiltró y copó la sociabilidad colombiana hasta convertirse en la única realidad posible, pareciera rozarla sólo de refilón, como al pasar, en el marco de la historia sentimental de los protagonistas.

A ello hay que añadir una cierta monotonía y un tono plañidero que le hace muy mal al libro, que parece una largo lamento sobre la desgracia que se ceba en el pueblo colombiano y que, a su paso, como si se tratara de una de las lluvias tropicales que sepultan pueblos bajo torrentes de barro, destruyen toda posibilidad de futuro. La corrección también se extiende al estilo: las frases están bien armadas, los capítulos (seis, cada uno con un número de páginas muy similar) cierran historias o etapas, las escenas de sexo y de violencia están tamizadas y, si fueran filmadas, pasarían holgadamente el filtro de la telenovela de la tarde. La historia intenta una cierta complejidad. Un joven abogado, Antonio Yammara, es herido a bala por estar en compañía de un compañero de billar, Ricardo Laverne, antiguo piloto cuya vida obsesiona a Yammara tanto como la bala en el estómago lo convierte en un sobreviviente que no puede superar los efectos físicos y psicológicos del atentado. Ambas historias se trenzan y se convierten en un inventario de desgracias donde campean la soledad, la impotencia (en más de un sentido) y la desorientación vital. Por el lado, como rozando ese hilo, pasan la DEA, Pablo Escobar, la cocaína, los aviones y las balas.

Juan Gabriel Vásquez. Alfaguara, Santiago, 2011. 261 páginas.

Sobre dos libros de Octavio Escobar Giraldo

La otra Colombia, la de todos los días

Si uno tomara al pie de la letra a Fernando Vallejo –un gran novelista, dicho sea de paso-, Colombia no sería más que un país en ruinas, un montón de escombros, un territorio que se cae a pedazos en el caos de la ciega violencia que estremece el país desde hace décadas. Si, por otra parte, nos quedáramos sólo con los hechos más relevantes que llegan a las noticias de diarios y canales de televisión, la situación no mejora demasiado: secuestros, jefes guerrilleros abatidos, pero con unas FARC que continúan controlando el territorio, y un tráfico de drogas que no parece decrecer. El periodista italiano Roberto Saviano, gran investigador sobre las mafias del sur de Italia, es muy duro con Colombia y su gobierno, al que atribuye una complicidad sin medida con los grandes capos de la droga.

Pero hay, sin duda, otra Colombia, un país donde todo ello está presente, pero en una cierta lejanía, en una periferia donde están sólo lo que quieren estar (salvo que tengas la mala suerte de ser una de tantas víctimas inocentes, pero ese riesgo está más o menos presente en cualquier sociedad; de hecho, las frías estadísticas establecen que la vecina Venezuela es un país mucho más violento que Colombia, dato que desmiente una imagen muy asentada). Esa otra Colombia está presente en dos obras de Octavio Escobar Giraldo; una novela de 1995, Saide, accesible en Chile gracias a la edición española de Periférica de 2007, y Hotel en Shangri-Lá, una colección de cuentos de 2004 editada por la Universidad de Antioquía y disponible, lamentablemente, sólo a través de librerías online colombianas (o por encargo a algún viajero, que es como llegó a mis manos).

Saide es una novela policial y cabría, por tanto, esperar una dosis más de violencia desatada, pero no: es mucho más sutil, poco convencional, libre de tanto cliché que malogra tanta buena idea. Hay una mujer misteriosa, hija de un inmigrante libanés, cuya historia se reconstruye a partir de diversos testimonios; es que Saide ha muerto asesinada, y tras ella queda una estela de hombres que la amaron –o la desearon- e intentan tanto rescatar su memoria como esclarecer su muerte. Casi no hay policías en el desarrollo argumental; son otros, investigadores a la fuerza, quienes siguen una pista sudorosa de traiciones y engaños que transcurre sobre todo en Buenaventura,  una pequeña ciudad de provincia donde el fracaso de afuerinos y el éxito de locales tienen una sospechosa similitud. En esa amalgama de vidas que no encuentran la tierra prometida, que suma el refilón de la violencia que siega vidas al azar con los destinos truncados de seres humanos comunes y corrientes, Escobar Giraldo teje una ficción que habla, sobre todo, del lado de acá, de la Colombia de bares y correos, de estaciones de servicio, turismo familiar y restaurantes, y propone una historia triste, de frustración y secretos contenidos; una tragedia en tono menor; una gran novela policial que cumple con los requisitos del género y a la vez los supera, una novela local con alcance universal, como debe ser.

Hotel en Shangri-Lá es aún más atractiva en la línea de mostrar la otra Colombia, porque a la vez engancha con un escenario más universal, lo que acá conocemos como mall y en Colombia se llama megacentro. Sí, en torno al Megacentro Babilonia con sus cines, tiendas y el hipermercado –El-Hip, con el símbolo de un hipopótamo- giran los seis cuentos de este breve libro, con personajes que protagonizan alguno para reaparecer luego como secundarios, historias que se entrelazan de manera sutil y que conviene leer en el orden propuesto por el autor; en ese sentido, uno podría entender que el libro, más que una colección de cuentos, es una extraña forma de novela, puesto que además el último relato, si bien es el más desgajado de las temáticas del resto, aparece también como un cierre perfecto para todas las historias. Allí, en el último, asoman también la violencia y el terrorismo, pero desde una mirada que no explica ni justifica ni racionaliza, sino que enfoca los hechos desde –una vez más- la vida cotidiana de los personajes. La rebeldía ecológica de una hija poco más que adolescente y su relación de amor-odio con su hermana menor, una pareja mal avenida, los premios que entrega El-Hip a la compra número cien mil, un administrador de bares que los cierra y huye cada vez que le va mal en una relación amorosa, un vendedor con una fantástica memoria para la trivia que es confundido con un psiquiatra: allí está parte del universo de estos cuentos que ojalá, ojalá, alguna editorial de distribución regional rescate y ponga en circulación para muchos más lectores. Escobar Giraldo se lo merece.

(Publicado en El Post el 21 de octubre de 2010).

Posdata de febrero de 2011:

La buena noticia es que Periférica editó una nueva novela de Escobar Giraldo, Destinos intermedios; la mala es que la editorial mandó muy pocos ejemplares a Chile y se agotó. Es posible aventurar dos hipótesis: primero, que el boca a boca sigue siendo un mecanismo eficiente para recomendar libros y autores; segundo, que la inmigración colombiana a Chile busca autores de su patria. Sea como sea, habrá que esperar que llegue a Hueders, su distribuidor acá, la siguiente remesa.