Máscaras, alteridades y restaurantes chinos

Del diario íntimo a la bitácora digital

Artículo publicado en el número 10 de la revista Dossier, diciembre de 2009

1. ¿Cuándo comenzó la costumbre de llevar un diario escrito? ¿Cuánto tiempo pasó antes de que algunos de esos diarios trascendieran la esfera privada y se convirtieran no sólo en una fuente más de conocimiento sobre su autor, sino en un género con sus propias leyes y costumbres? Sin duda que es un fenómeno hijo de la revolución de la conciencia artística que operó a partir del Renacimiento y en la estela de lo que algunos autores han llamado “la creación del individuo”.

De cualquier modo, el diario íntimo es un fruto tardío de la valorización del artista en cuanto tal, y no sólo como un personaje talentoso que compone, escribe, pinta o esculpe obras por encargo del príncipe secular o religioso. Sólo a partir de la segunda mitad el siglo XIX es posible encontrar diarios monumentales como los de Tolstoi y Dostoievski, de Jules Renard y de Léon Bloy, a los que siguieron diaristas tan famosos como Franz Kafka, Thomas Mann, Robert Musil y Virginia Woolf, además de Paul Léautaud, Witold Gombrowicz y tantos otros. Son, al menos, algunos de los que conozco, desde que la lectura de diarios pasó a convertirse, para mí, en algo más que un pasatiempo o una distracción del corpus literario principal; es que el género, cuando está bien escrito, tiene un particular atractivo por verificarse en una zona difusa donde confluyen la crónica cotidiana, el ensayo, el epigrama, el juicio demoledor avalado por la (relativa) ausencia de autocensura. Zona múltiple que puede llegar a ser, en el caso de los grandes diaristas, un inagotable placer de lectura, mucho antes que una fuente para completar un cierto mapa literario.

2. Aunque también hay diaristas de circunstancias que valen más como fuente, como George Orwell, que llevó un Diario de guerra (1) entre 1940 y 1942 ante la imperiosa necesidad de dar curso, de alguna manera, a la impotencia que sentía frente a un conflicto en el que no podía participar y del que recibía noticias fragmentarias o sujetas a la censura. Hasta tal punto es circunstancial su diario que el 8 de junio de 1940, cuando The Times anunció la muerte de su cuñado, muy unido a Orwell, él no consignó la noticia en su bitácora. Que, por otra parte, no es sólo el registro de la percepción de un ciudadano alejado de los centros de poder, que especula y trata de formarse un cuadro general a partir de pocas y poco confiables fuentes; puesto que se trata de un agudo observador de la realidad que tuvo una notable intuición para adelantar las tormentas que escondía el futuro europeo y que, aún más, trazó un cuadro siniestro, pero no tan lejano a la realidad, del futuro que hoy vivimos, el diario también es un documento políticamente notable, que no escatima críticas y que revela, con la habitual perspicacia de Orwell, el tinglado oculto tras los afanes bélicos.

Hay otros –y famosos– diarios de circunstancias. El más conocido es el de Ana Frank, la adolescente judía que pasó años encerrada en el ático de una casona de Amsterdam junto a su familia. La ingenuidad de la escritura y la inesperada madurez de la jovencita, confrontada de golpe con la segregación, la amenaza y la imposibilidad de crecer como crece cualquier joven en cualquier lugar del mundo, da a su documento un peso testimonial que lo ha hecho trascender largamente su tiempo.

Otro registro magnífico es Los diarios de Berlín (1940-1945) (2), de Marie “Missie” Vassiltchikov, una aristócrata rusa que tenía 23 años cuando no pudo regresar a su casa en Lituania y debió instalarse en Berlín a comienzos de 1940. El diario de Missie es un notable documento de época. Con saltos, con meses perdidos, con entradas irregulares, de todos modos cubre la vida cotidiana en Berlín (y en Viena y otras ciudades austriacas en 1945) durante el período de la guerra. No destaca por el estilo, más bien práctico y casi telegráfico en ocasiones, ni por el análisis político, sino como demostración de la capacidad de sobrevivir en una época y en un lugar durísimos. Missie nunca se derrumba, ni siquiera cuando fracasa el atentado del conde von Staufenberg y muchos de sus amigos más cercanos van a dar a las cárceles de la SS. Tampoco deja que se pierda de vista que se trata de una mujer joven, guapa y coqueta, que aprovecha las ocasiones más inesperadas para tenderse al sol y tratar de broncearse. De manera muy injusta, ha sido acusada de superficial y frívola por sus descripciones de fiestas y matrimonios (incluida una recepción en la embajada de Chile), pero su diario también es una fuente inestimable para conocer el horror cotidiano de los bombardeos, la infinita zozobra de conspiradores a punto de ser descubiertos y la fortaleza de una mujer sin aspavientos ni aires de grandeza.

3. ¿Revelación u ocultamiento? ¿Son confiables los diarios? Confiables en qué sentido, cabe también preguntarse. Un escritor, ya a partir del siglo pasado, sabe que su diario será publicado, tarde o temprano, e incluso hay quienes lo han hecho en vida (ya hablaremos de ellos, más adelante). De manera que hay que andarse con cuidado: por más que se trate de una escritura íntima, el fantasma del lector se asoma por detrás del hombro. Es mejor entender el diario, entonces, como otra máscara, quizá más cercana a la piel, quizá más sincera, quizá menos tocada por la vanidad o por la obligación de la escritura perfecta, pero máscara, al fin y al cabo, un ejercicio de escritura que complementa otros fragmentos de la obra.

Quizá quien mejor muestra esta ambivalencia de los diarios íntimos es Thomas Mann. Metódico y hasta obsesivo, Mann comenzó su diario en 1918, a los 43 años, y casi hasta su muerte, 37 años después, escribió en él todos los días. Y mientras, de cara al público y a la historia, cultivaba la imagen del gran señor de la novela, una suerte de efigie petrificada que ya desde el traje impecable, los severos anteojos y la alta espalda ligeramente encorvada imponía una presencia severa y distante, en el diario Mann tejía el otro personaje, la otra cara de la medalla: el hipocondríaco, el enfermizo, el mañoso, el enamoradizo de bellos jovencitos, el estreñido, el insomne, el olvidadizo, el repetitivo. Por desgracia, los diarios de Mann han llegado con cuentagotas, y mal, a las librerías chilenas. Sólo he podido leer un fragmento, el de los años 1937 a 1939 (3), en una edición que escamotea aquello que Mann quiso mostrar tanto en el contenido como en la forma. En efecto, es muy llamativo que alguien como él, tan meticuloso, que armó toda una biblioteca para escribir la monumental tetralogía de José y sus hermanos, fuera, en su diario, tan descuidado y olvidadizo. Pero esta edición española renuncia “conscientemente a la fidelidad en la forma”. Pedro Gálvez, el editor, argumenta que sería un “intento vano el querer reproducir en español las peculiaridades idiomáticas de estos escritos”. ¿Y cuáles son? Errores ortográficos y sintácticos, extranjerismos, “el eterno equivocarse de Thomas Mann con los nombres propios, en los que a veces usa grafías distintas, todas falsas, para uno y el mismo nombre, que hasta puede ser el de un íntimo amigo”. Exactamente lo que me habría gustado ver en el diario de Mann, y no la versión corregida, normalizada y expurgada de repeticiones (y sospecho que Gálvez no leyó José y sus hermanos, escrita precisamente en la década de los 30, donde Mann juega hasta el cansancio con distintas grafías para sus principales personajes).

Juan Villoro, en un ensayo sobre diarios incluido en De eso se trata (4) sostiene que Mann “no deja de verse a sí mismo como una figura egregia, pero se atreve a perjudicarla con sus dolencias y sus deseos inconfesados”. Pero Mann, en su testamento, estableció que su diario sólo podría editarse 20 años después de su muerte: un buen lapso para permitir que la egregia figura se estabilizara en el tiempo, de modo que el perjuicio fuera mínimo. Agreguemos que hay pocos escritores que han imbricado de manera tan radical su vida con su literatura como Thomas Mann. La monumental biografía que escribió Hermann Kurzke (5) es prueba de ello desde el título: Thomas Mann. La vida como obra de arte, aunque el autor invierte, en cierto sentido, los términos. La tesis de Kurzke es que Mann, con mano de hierro, modeló su biografía para ponerla a la altura de su obra; pero ahí entonces se filtra el corrosivo diario de miserias y minucias, el apartado, el sobrante, el desecho, esa repetitiva y monótona crónica de dolores estomacales y temblores del sentimiento que resuena, casi, como excusa ante el lector: vamos, si ya lo dije todo en mis libros, ¿qué más andas buscando?

4. Vida y escritura, escritura y diarios. Ya indiqué que hay diaristas que publicaron sus bitácoras en vida. Hay dos casos ejemplares, Léon Bloy y Julio Ramón Ribeyro, el más notable autor de este género en el ámbito latinoamericano. Pero partamos por Bloy, el profeta, el tonante, el católico acérrimo que veía en los protestantes y en los ingleses a los mayores enemigos de la humanidad. El diario (6) de Bloy es imperdible a pesar de él y su radicalismo ultramontano, en parte por su impresionante capacidad para insultar, increpar y denostar a otros escritores, a políticos, a ignorantes curas de campo, a los ingleses, a sus corresponsales, a periodistas, a todo aquel que se expusiera a su ira portentosa. Lee una novela y truena: “todos los lugares comunes más bajos del periodismo provinciano y la tertulia de pensión para viajantes están ahí, se despliegan en este libro abyecto como si fueran verdades luminosas”. A su contemporáneo Zola, con quien se enfrentó a propósito del caso Dreyfus, lo llamaba “el cretino de Los Pirineos”. Conversa, por obligación, con un cura alemán en un pueblo danés donde vivió un tiempo, y dice que sus “ideas se parecen a esas vacas enfermas que se revuelcan en el barro y a las que hay que levantar a palos cuando se desea ordeñarlas”.

Pero el diario de Bloy es también valioso por el rigor de su razonamiento, aunque uno no lo comparta, y porque transmite una sensación incomparable de autenticidad. El vigor de su ira corre parejo con la fuerza de sus convicciones, y eso ya es admirable. Comenzó ya mayor con el diarismo, cuando tenía 46 años, y siguió en ello hasta su muerte en 1917. Él mismo publicó siete series de los diarios; la última fue publicada póstumamente, en 1920. La edición española ofrece una selección de aquellas, pero también indica que lo publicado corresponde “al Diario aderezado, cortado, y algunas veces reescrito por Bloy”. En Francia se está publicando el Diario inédito, que, según los editores españoles, “además de ser un diamante en bruto, carece del fulgor de éste, aunque constituya, para hablar con propiedad, su ‘verdadero’ diario”. Verdadero o no, la contundente selección publicada por Acantilado es una fiesta para los lectores.

El peruano Julio Ramón Ribeyro es otro diarista incansable que, además, estudiaba el género y escribió un ensayo sobre el tema, publicado en un libro desgraciadamente inaccesible en Chile (7). Durante 44 años, desde los 21 a los 65, llevó un diario, y alcanzó a ver publicadas dos series, correspondientes a los periodos 1950-1960 y 1960-1974; un año después de su muerte se publicó una tercera, correspondiente al periodo 1975-1978.Hay una edición española que reúne las tres (8), pero un confuso lío hereditario ha impedido que se publique el voluminoso saldo que queda inédito. Realmente valdría la pena, a la luz de lo publicado; Ribeyro crece (y fuma, habría que agregar) con su diario, un registro notable de escenas, de lecturas, de conversaciones, de reflexiones, guiadas por una “constante interrogación sobre si lo que estoy escribiendo tiene valor, y hasta una especie de deseo de no realizar una obre definitiva, pues quizá eso me condenaría a no hacer nada más. Es la idea de seguir siempre buscando, y de ahí surge el título, La tentación del fracaso”. El escritor peruano rara vez pierde el tono y esa manera de interrogarse esquiva la vanidad y cautiva por su capacidad para leer el mundo desde esas páginas donde se acumulan las colillas, los vasos de vino, las reflexiones luminosas, las dudas, las influencias, las conversaciones; y también –nunca está demás insistir en que no es lo más importante– el registro de un testigo de la época, que estuvo ahí, como escritor e intelectual, en esos revueltos años en París, en Perú y en otras latitudes.

6. Los aforistas: el diario como borrador. Aclaro de entrada: los diarios de Franz Kafka (9) y Jules Renard (10) son mucho más que una colección de aforismos. En el caso del primero, habría que decir también que ese registro cotidiano es una de sus más grandes obras, por la íntima relación que tiene con su proceso creativo y, también, por su extraordinaria lucidez y capacidad para asistir a su proceso interno y dar cuenta de él. Y sin embargo, ambos diarios, el extensísimo del checo y el del francés, muestran de qué manera la observación cotidiana y la reflexión aguda pueden cristalizar en cientos de epigramas geniales y, en el caso de Kafka, en el borrador, en la pizarra, en el laboratorio donde vida y obra se entremezclan de manera inextricable.

Jules Renard es menos conocido. Es, si se quiere, un autor menor, que vive en la memoria sobre todo por su estupenda novela Pelo de zanahoria (11) más algunos cuentos como los incluidos en La amante (12). Su diario (como suele ocurrir, desgraciadamente, la edición española es una somera selección del conjunto; además, su esposa censuró y quemó muchos pasajes del original) tiene una particular textura: Renard recrea o reproduce conversaciones y encuentros como si se tratara de cuentos o escenas, lo que introduce una clara variación dentro del género: o tenía una memoria excepcional, o hay una severa intervención del autor en esa manera de presentar personajes y situaciones. Pero lo mejor es, sin duda, su capacidad para capturar instantes y depurar sus reflexiones hasta la frase perfecta, casi siempre cargada de ironía, que se convierte, de manera automática, en una cita citable, que puede vivir largamente desgajada por completo del contexto en que nació.

“Si un día muero por una mujer, será de risa”.

“Cuando me dicen que tengo talento no hace falta que me lo repitan: lo entiendo a la primera”.

“Las personas felices no tienen talento”.

“Aunque no habla, se sabe que piensa tonterías”.

“Hay gente tan aburrida que te hace perder un día en cinco minutos”.

“¿Lo que pienso de Nietzsche? Que a su apellido le sobran muchas letras”.

Y así hasta el infinito. Renard es despiadado, consigo mismo y con los demás, pero, sobre todo, es un tremendo creador, que enriquece de manera insospechada los límites del género.

5. El lector posible frente el lector virtual. Escribir un diario íntimo es una operación solitaria aunque se adivine que habrá lectores, aunque se escriba para futuros lectores. Escribir una bitácora en la red es también, desde luego, al menos en su gesto inicial, un acto realizado en solitario, pero esa página está destinada al lector inmediato, al navegante que pasaba por ahí, al que está suscrito esperando que la página se actualice. Hay una insidiosa analogía: el blog destinado a la confesión íntima se parece sospechosamente a ese cuaderno con candado donde personajes como la Pequeña Lulú iniciaban una entrada escribiendo “querido diario”, pero sin candado y en el diario mural de la sala del colegio o en un lugar igual de público y sujeto al juicio de los demás.

Antes de la red –es decir, hasta hace no más de 15 años–, un diario tenía que superar muchas vallas para llegar a lectores masivos. El primer requisito, obviamente, es que se tratara de un nombre conocido o que hubiera estado en el lugar y el tiempo precisos para dar valor a sus apuntes cotidianos; el segundo es que algún editor considerara que la edición de ese diario era una inversión rentable. Nada de eso ocurre en la red, que derriba de una sola vez todas las barreras de entrada al ámbito de la escritura y a la exposición pública de la vida cotidiana. La explosión de los blogs, mucho más reciente aún que el acceso universal a las redes virtuales, está en la base de esa suerte de democratización del acceso a los diarios íntimos. Rosanna Mestre Pérez, de la Universitat de València, hizo un interesante análisis del fenómeno en “Coordenadas para una cartografía de la bitácoras electrónicas: ocho rasgos de los weblogs escritos como diarios íntimos” (13). Entre otras cosas, Mestre apunta al talón de Aquiles de la nueva forma de expresión: la superabundancia “suele comportar un volumen también importante de material poco interesante, repetitivo, escasamente estimulante”, que es lo que sin duda ocurre, pero también hay una nueva valoración de escrituras más informales y toscas que permiten, además, la participación, vía comentarios, de los lectores. De esta manera, el nuevo diario íntimo no sólo se aleja del silencio y del secreto, sino que también incorpora a los lectores en la textura de la bitácora.

Mestre señala, precisamente, la “intervención de los lectores” como la primera característica relevante de los diarios íntimos subidos a la red, y agrega otras siete: “tensión entre lo privado y lo público, juego discursivo entre veracidad y verosimilitud, placer de la escritura, disposición cronológica inversa, gestión de la identidad, fragmentación seriada y redes de información mediante enlaces hipertextuales”. Para un lector habitual de blogs, algunas parecen de Perogrullo, pero otras iluminan mejor el fenómeno, especialmente cuando habla del juego entre veracidad y verosimilitud, cuestión capital para seducir a eventuales lectores, y a la gestión de la identidad (o de la reputación): una manera de hacerse ver, una manera de decir que se existe, o que existimos en la medida en que los otros nos ven. La explosión de las redes sociales –nuevas maneras de vivir en la red o de gestionar una identidad medida por el reconocimiento del otro, como Facebook o Twitter– diluyen, de alguna manera, el ejercicio de la escritura, o lo circunscriben a un número mínimo de caracteres. Se ensancha el espacio democrático de las redes virtuales, pero también obliga a reformular estrategias. Es un fenómeno muy interesante; y, aunque hay bitácoras interesantísimas, investigarlas y seguirlas se torna, cada día más, en una aventura infinita. Finalmente, la excesiva amplitud nos devuelve al barrio, y leemos sólo lo que está cerca de nosotros.


(1) Hay dos ediciones recientes. Una recoge sólo el texto del diario: Diario de guerra 1940-1942. Sexto Piso, Ciudad de México, 2006. 166 páginas. La otra lo incluye junto a otros materiales de la época: Matar a un elefante y otros escritos. FCE/Turner, Ciudad de México, 2009. 389 páginas.

(2) El Acantilado, Barcelona, 2004. 510 páginas.

(3) Plaza & Janés, Barcelona, 1987. 251 páginas.

(4) Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago, 2007. 306 páginas.

(5) Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003. 773 páginas.

(6) Diarios. Acantilado, Barcelona, 2007. 732 páginas.

(7) La caza sutil, de 1975.

(8) La tentación del fracaso. Seix Barral, Barcelona, 2003. 680 páginas.

(9) Diarios. Carta al padre.Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2000. 1045 páginas.

(10) Diario 1887-1910. De Bolsillo, Barcelona, 2008. 300 páginas.

(11) Montesinos, Barcelona, 1981. 188 páginas.

(12) Península, Barcelona, 1999. 110 páginas.

(13) En López García, Guillermo (ed.). El ecosistema digital: Modelos de comunicación, nuevos medios y público en Internet. Valencia: Servei de Publicacions de la Universitat de València. pp. 89-107. Disponible en http://www.uv.es/demopode/libro1/MereloTricas.pdf

La novela de Kennedy

Artículo publicado en la revista «Dossier», número 15, junio de 2011.

John F. Kennedy fue un gran presidente, pero también un cuasi inválido que ocultó sus enfermedades y un seductor compulsivo. Nadie lo ha retratado hasta ahora con más humanidad y certera intuición que Jed Mercurio en Un adúltero americano.

“De repente el presidente se encuentra tumbado en el suelo, con un dolor parecido el de un puñal que le atravesara la espalda y las piernas”. Su caída no tiene nada de heroica. Kennedy ha abordado con pretensiones sexuales a la dama equivocada y ahora yace tendido, incapaz de moverse por la faja que mantiene rígida su columna vertebral. El seductor también se equivoca, y ambos males -los físicos y mentales, las gravísimas lesiones en la espalda y la bulimia sexual- conspiran para humillarlo en la pieza de un hotel en el Medio Oeste.

Este episodio refleja bien la tensión contenida en una novela que se centra en los años de su presidencia, con obvios vistazos a hechos anteriores –fundamentales en la estructura narrativa, porque explican mejor al personaje-, especialmente al momento en que Kennedy comandaba una torpedera en la Segunda Guerra Mundial y quedó con graves lesiones luego de naufragar y rescatar a varios de los soldados a su cargo. También está muy presente la historia de su matrimonio con Jackie, todo un acontecimiento en la biografía de un seductor que procuró conciliar dos líneas que todos suponemos paralelas: el amor excluyente por la mujer escogida para compartir la vida y la imposibilidad de resistir el señuelo de la atracción sexual por otras. Kennedy, tal como lo muestra Mercurio, no era un dechado de virtudes amatorias ni, mucho menos, un atleta sexual; en la época de su presidencia, los atroces dolores de espalda lo obligaban a portar una rígida faja y el cóctel de antibióticos, antiinflamatorios y un impresionante conjunto de drogas para controlar la diarrea, el dolor de cabeza y un sinfín de enfermedades lo reducían a poco más que un monigote sólo capaz de tenderse de espaldas.

Para el personaje retratado por Mercurio (con mucho fundamento biográfico, por cierto), el señuelo irresistible es la novedad. Ni la juventud, ni la belleza, ni las habilidades en la cama, son factores dominantes (aunque obviamente tienen importancia a la hora de escoger) para decidir el momento de la caza. La adrenalina fluye, para el seductor impenitente, sólo con la nueva conquista. Algunas de las mejores páginas de la novela exponen, precisamente, la teoría del seductor que Mercurio elabora a partir del personaje de Kennedy, guiado por principios inconmovibles para su vocación de cazador. Algunos son previsibles -¡jamás reconozcas nada!-, pero otros entran de lleno en el pantanoso terreno de la moral: “Como mujeriego, los recelos de la culpa nunca deben impedirle satisfacer sus apetitos. Eliminar la culpa es la base de su éxito como fornicador”.

Más que entrar aquí en esa discusión, vale la pena destacar el modo brillante en que Mercurio desarrolla el tema sin estigmatizar a Kennedy y sin tampoco incurrir en un exceso de indulgencia. En realidad, quizá la mayor virtud de la novela está allí, en ese retrato dibujado concienzudamente que muestra al padre amante de sus hijos, que no se perdonaba no leerles un cuento antes de dormir (y que alcanza cotas conmovedoras hacia el final del libro); al esposo considerado, que contó siempre con una única confidente y aliada para todo lo importante en su vida; y al seductor impenitente, al macho alfa que irradia poder y atractivo sexual y, puesto además que está en la cumbre del poder, encuentra natural que las mujeres que están al alcance de su mano le rindan la correspondiente pleitesía. ¿Y cómo un macho alfa tan obviamente exitoso y con tanta experiencia en materias de seducción recurría también a los servicios de prostitutas? Simple: “El mujeriego opta por el sexo con una prostituta porque simplifica las posibles dificultades derivadas de la tentación de una mujer a irse de la lengua o a demorarse después del sexo”.

Suele usarse el término “caricaturesco” de manera peyorativa, pero no siempre es así. Una buena caricatura resalta los rasgos más propios del semblante de una persona y, por esa vía, suele lograr un retrato que expresa mejor cómo esa cara es percibida por el resto. Mercurio trabaja su texto en esa línea; exagera cualidades y defectos, extrapola, reduce a un par de trazos muy marcados a personajes como Frank Sinatra, Marilyn Monroe y J. Edgar Hoover (y aún a JFK y Jacqueline, si bien de manera mucho más acuciosa y con más elementos en la ecuación) y logra así una presencia muy fuerte de estos actores secundarios en la trama de la novela. Frank, de quien nunca se escribe el apellido, es un chulo –en el sentido criollo del término- que nunca acierta con su lugar en el entorno de una figura de poder tan marcada como el presidente de Estados Unidos. Marilyn es una cocainómana que también se equivoca en sus pretensiones: diva, diosa, objeto del deseo, no puede resignarse al papel secundario y aspira, sin remilgos, a convertirse en Primera Dama.

J. Edgar Hoover es uno de esos personajes dibujados con pocos trazos (no corresponde acá el adjetivo “gruesos”), destinados sólo a destacar su papel en la biografía de Kennedy. Es sabido -aunque Mercurio no explota esta variante del relato- que Hoover tenía muchos esqueletos en su armario. De noche, en la intimidad de su casa, solía vestirse de mujer; era gay, pero odiaba a los gays. Era además racista y misógino, de manera que sistemáticamente bloqueó el ingreso de negros y mujeres a la organización que dirigía con mano de hierro. Jamás estuvo dispuesto a ceder un milímetro del impresionante poder que acumuló durante décadas a la cabeza del Federal Bureau of Investigation, FBI; y, aunque la mayoría de los presidentes de Estados Unidos quiso sacarlo del cargo, el que más cerca estuvo fue Kennedy. Hoover, siempre alerta, atacó el flanco más vulnerable. Robert, el ministro de Justicia y su superior directo, era un fiero opositor a toda práctica de corrupción y vínculos gubernamentales con organizaciones criminales y tenía pocas debilidades explotables; pero John F., su hermano presidente, tenía secretos que Hoover no vaciló en poner en la bandeja del chantaje.

Acá también la novela funciona por la vía de la selección escogida de hechos que en realidad representan cadenas factuales mucho más largas y complejas y sobre las cuales hay diferentes versiones. Por ejemplo, en la novela tiene mucho peso el día de cumpleaños de cumpleaños de JFK en 1962. Sin la presencia de Jacqueline, Marilyn Monroe le cantó el Happy Birthday de manera tan sugestiva que desató una ola de rumores sobre una posible relación entre ambos. Robert Dallek, autor de la biografía más autorizada y contundente sobre JFK, sostiene que no es posible inferir nada a partir de ello; pero Anthony Summers, el biógrafo de Hoover, afirma que John y Marilyn eran amantes de larga data. Con todo, no fue Marilyn la que pesó más en la balanza: otra de las ocasionales acompañantes del Presidente era Ellen Rometsch, una elegante prostituta que venía de Europa del Este y que, según Hoover, podía ser espía. En la novela, Mercurio explota de manera inteligente el vínculo entre los rumores sobre la vida sexual del presidente con el escándalo Profumo, ocurrido al otro lado del Atlántico. Profumo, ministro de Defensa del Reino Unido, también era cliente de prostitutas selectas, y se descubrió que su preferida atendía igualmente al embajador de la Unión Soviética ante su gobierno. La prensa olió sangre y presionó. Hasta entonces, en uno y otro lado del océano, la vida personal de los políticos no era un asunto de interés para las grandes cadenas de periódicos ni para la televisión; se entendía que la esfera privada de las personas no tenía por qué ser auscultada ni menos aún expuesta a los ojos del público. El caso Profumo, inicialmente por sus implicaciones políticas y luego por el descubrimiento de la prensa respecto al poder de sus denuncias, abrió una nueva etapa en la relación de los medios con los representantes del pueblo (el proceso fue más lento y hubo episodios a ambos lados del Atlántico, pero Mercurio lo centra en este episodio). En la novela, Harold MacMillan, el primer ministro inglés de la época, conversa con Kennedy:

“-Las cosas han cambiado, Jack, casi de la noche a la mañana.  Le han cogido el gusto.
-¿A qué, Harold? –dice el presidente.
-Al escándalo.”

Y agrega el narrador del libro, algo más adelante:

“Un escándalo no sería noticia si las noticias no hubieran cruzado la línea divisoria entre información y entretenimiento, y la prensa en el Reino Unido ha descubierto en el mercado una fuerza nueva y poderosa, y en consecuencia nunca ha corrido tanta tinta”.

Así se entiende mejor el poder de Hoover, asentado en escuchas ilegales, matonaje y espionaje a sus compatriotas por motivos que no tenían nada que ver con los fines de su organización. Hizo mucho trabajo sucio para sus sucesivos jefes y estableció un estilo que no vaciló en usar contra esos mismos superiores. Mercurio recrea una reunión muy larga entre Hoover y Kennedy, donde el primero, según se dice tanto en las respectivas biografías como en la novela, le mostró al Presidente una larga serie de fotografías, que incluían desde las secretarias de la Casa Blanca que se sucedían en otorgarle favores sexuales (apodadas Fiddle y Faddle; Mercurio añade a la más improbable Fuddle) hasta las prostitutas que le proveía un empleado de la Casa Blanca especialmente contratado para fines como ese (o similares) y apodado “Tapadera” en la novela, más amigas que lo visitaban periódicamente y hasta las levantadas en encuentros ocasionales. Judith Campbell, amiga del mafioso Sam Giancana, y Ellen Rometsch, la eventual espía soviética, eran las piezas más escogidas de la colección. En la reunión, Kennedy se niega a responder preguntas sobre su vida privada: “Ningún norteamericano debe responder a ellas ni tendrá que hacerlo nunca”. A la luz de la historia posterior y los interrogatorios que sufrió Bill Clinton por el caso de Monica Lewinsky, hay un punto de ironía en la frase que Mercurio atribuye a Kennedy.

Y acá está el nudo por donde la narración interpreta el caso Kennedy. Sin afanes historiográficos ni tampoco excesos psicologistas, Mercurio ofrece una lectura impecable de un personaje complejo y su tragedia, que tiene, en la novela, aristas impensadas que calzan de manera perfecta con la historia. Ahondar más en el punto puede ser impertinente para el futuro lector del libro, de manera que es mejor cerrar acá esta revisión: el autor no sólo lee bien al personaje, no sólo recrea de manera brillante su época y las decisiones que debió tomar, sino también escribe una novela extraordinaria por su claridad de estilo y sobre todo su capacidad de conducir, con mano segura, un relato que toca tantas y tan delicadas fronteras entre el sexo, el poder, la enfermedad y la muerte.

Jed Mercurio. Un adúltero americano. Anagrama, Barcelona, 2010. 365 páginas.

Robert Dallek. J.F. Kennedy. Una vida inacabada. Península, Barcelona, 2004. 829 páginas.

Anthony Summers. Oficial y confidencial. La vida secreta de J. Edgar Hoover. Anagrama, Barcelona, 1995. 613 páginas.

Manuscrito encontrado en Zaragoza (versión de 1810)

Reseña aparecida originalmente en la revista Dossier N° 12, junio de 2010.

La historia de este libro monumental por su extensión y por la resonancia que ha alcanzado entre los lectores es casi tan intrincada como su trama. El conde polaco Jan Potocki emprendió varias versiones de una obra inagotable. Los primeros esbozos datan de 1794; la primera versión (y la base de tantas ediciones posteriores, así como de la extraordinaria película que Wojciech Has filmó en 1965) data de 1805; y la última, hasta ahora desconocida, de 1810. Pero no solo eso; aunque habían aparecido en francés largos fragmentos de este último manuscrito, la versión de la novela tal como hasta hace poco se la conocía proviene de la traducción al polaco que hizo Edmond Chojecki en 1847, sobre la base del manuscrito de 1805, versión que Potocki nunca concluyó, así que su traductor recurrió a lo que disponía de la de 1810 para completarla. Ha sido objeto de sonados plagios parciales. Entró a la historia como una narración fantástica y se la cita como uno de los antecedentes más importantes del género. Pero, gracias al infatigable trabajo de los investigadores franceses François Rosset y Dominique Triare, ha salido finalmente a la luz la novela tal como Potocki quiso darla a conocer; o, al menos, tal como él mismo la editó y completó, con acentuaciones y cambios muy marcados respecto de la primera y más conocida versión, que ha tenido también excelentes ediciones recientes en español, como las de Valdemar y Pretextos, esta última traducida por César Aira.

Potocki, para los estándares de su tiempo y también para los nuestros, fue un gran viajero, de aquellos que no se limitan a contemplar el paisaje sino que intentan conocer y comprender las culturas que se les abalanzan desde la arquitectura, los usos culinarios, la mitología, la organización social, la historia y la literatura. Escribió grandes y notables obras en esta línea que hoy llamaríamos antropológica, como Viaje a Turquía y Egipto, de 1787, y su primer libro, sobre la base de las extensas cartas que le envió a su madre durante el viaje realizado en 1784. A lo largo de su vida recorrió casi toda Europa y las regiones al sur del imperio ruso, por entonces casi totalmente desconocidas, y de la mayor parte de esos viajes dejó un registro que aún hoy se puede consultar con provecho. Pero un par de viajes, a España y Marruecos en el caluroso verano de 1791, dejaron una huella más profunda que la crónica que publicó al año siguiente, referida solo a la experiencia africana, Viaje por el imperio de Marruecos realizado en 1791. Solo podemos especular desde la distancia, pero es indudable que la cultura española, aún traspasada por la riquísima herencia de los árabes que ocuparon buena parte de la península ibérica hasta fines del siglo XV, y el contacto directo con los pueblos del Magreb, dejaron en Potocki una huella tan profunda que renunció a dar cuenta de ella por la vía del ensayo y escogió el territorio más flexible de la novela, cuya escritura se prolongó por más de 15 años. Aunque en ese mismo lapso Potocki se dedicó intensamente a la política, viajó y escribió otros libros, el Manuscrito… fue el recipiente de una mirada más asombrada y lúdica frente al entrelazamiento de culturas y religiones que descubrió en sus viajes. Tocado siempre por la necesidad de realizar grandes síntesis y proponer explicaciones globales, acá, en este libro, revisado una y otra vez, con historias que desaparecen en una versión y alcanzan una nueva dimensión en la siguiente, Potocki se permitió la libertad de la parodia, la paradoja, el juego. Un auténtico cajón de sastre, se diría, o una colección de cajas chinas donde una historia esconde otra, y ésta, otra más, y así sucesivamente, hasta lograr una obra prodigiosa que no se agota, ni mucho menos, en lo fantástico. Que esté plagada de errores geográficos e imprecisiones históricas, todas señaladas en el voluminoso aparato de notas que va al final de la edición, no hace más que devolver la vista a lo principal: Potocki estaba re-creando un mundo, no describiéndolo, y da con un paisaje donde se cruzan la magia, los espíritus, la razón, la religión, la política y la filosofía en historias breves y aparentemente desgajadas que tienen, no obstante, un designio claro, un plan ordenador que solo se advierte tras muchas páginas de lectura.

Los editores franceses resaltan la paradoja de que una obra tan importante para la literatura universal no sea, en realidad, la novela que escribió Potocki, mediada, como está, por los parches, adiciones y reordenamiento del material que hizo Chojecki; ante ese peso cultural, esta nueva versión, más fiel al designio del autor, tendrá un destino incierto.

Jan Potocki. El Acantilado, Barcelona, 2009. 795 páginas.