En 1896, Joseph Conrad bordeaba los 40 años y era ya un escritor consagrado. Según lo retrató Jessie, su esposa, en Joseph Conrad y su mundo (un libro extraordinario, muy cómico y desarmante en su honestidad), era además un hombre de muy mal genio, maniático y de un egocentrismo insufrible. Jessie se lo tomaba con humor, mucho más del que su marido aplicaba en las cosas de la vida. Nada de ello afecta la genialidad de Joseph, por supuesto, pero sí da el pie como para que, con casi cien años de tardanza, otro escritor, el brasileño Rubem Fonseca, especule con ironía y sombrío humor sobre la amistad entre Stephen Crane –que llegó a Inglaterra precedido del éxito de La roja insignia del valor, publicada a sus 23 años- y Conrad, quien no perdía oportunidad de señalarle que, entre ellos, él era el veterano, puesto que lo superaba en edad y en obras publicadas (aunque ninguna, todavía, de las novelas que lo convirtieron en uno de los grandes escritores ingleses de todos los tiempos, como Lord Jim o El corazón de las tinieblas). De cualquier modo, fueron amigos cercanos, tal como lo atestigua Jessie Conrad: «Aquel joven, casi un niño, era el primer escritor estadounidense a quien conocía y me encantó ver el maravilloso compañerismo y el absoluto entendimiento que tenían los dos artistas. Ambos eran hombres de viva imaginación y una asombrosa capacidad de observación».
Mientras Crane y su mujer vivieron en Gran Bretaña, cultivaron la amistad con los Conrad a través de periódicas visitas. Los Conrad pasaron varias temporadas en la casa de los Crane, húmeda y ventosa, que poco ayudaba a sanar la tuberculosis de Stephen. En 1899 viajó a Alemania en busca de cura a su enfermedad y murió poco antes de cumplir 29 años; dejó tras de sí La roja insignia del valor –que tiene una magnífica versión cinematográfica realizada por John Huston- y un puñado de poemas, novelas y relatos, entre los que destaca El bote abierto y otros cuentos.
Pasaron los años. En 1919, cerca del aniversario de los 20 años de la muerte de Crane, un diario le solicitó a Conrad un breve texto sobre su amigo, que figura como prólogo en la reciente y cuidada edición de El bote abierto de Veintisiete Letras. Ahí, Conrad –además de confesar que apela a la memoria de Jessie para reconstituir los datos duros de su amistad con Crane- se mueve en una constante deriva entre el elogio y la crítica, entre el palo y la zanahoria. «Ciertamente –escribe-, tenía un maravilloso poder de intuición», don que compensaba «su ignorancia del mundo en general». Crane «hablaba lentamente, con una entonación que, en mi opinión, en algunas personas, sobre todo americanas, resulta desagradable. Aunque no para mí». «Sabía poco de literatura, tanto de otros países como del suyo, pero en cuanto cogía la pluma se volvía un artista de la palabra».
Luego escribe: «Esta exitosa obra fue interrumpida por su temprana muerte. Supuso una gran pérdida para sus amigos, pero quizá no mucho para la literatura. Creo que ha dado plenamente su medida de escritor en los pocos libros que tuvo tiempo de escribir. Que no se me entienda mal: la pérdida fue grande, pero supuso la pérdida del disfrute que pudo haber dado su arte, no la de alguna revelación más». Conrad matiza después, y mucho, una afirmación que suena incendiaria si se la aísla del contexto -¡Crane no habría escrito nada mejor de lo que hizo antes de los 30!- y se aviene muy mal con un autor que comenzó a escribir después de esa edad; y el texto, en los párrafos finales, suena como un auténtico homenaje al amigo perdido.
La historia continúa. Cuatro años después, Conrad recibió el encargo de escribir el prólogo a la biografía de Crane escrita por Thomas Beer. Tras varias páginas uno se encuentra con esta confesión: «Me da la impresión de que si bien intento poner en orden mis recuerdos de Stephen Crane, solo he hablado de mí». Luego logra enfilar el rumbo y habla de Crane (aunque sobre todo habla de sí mismo, o de cómo creía que él y Crane se identificaban y coincidían en mirada y punto de vista). El extenso prólogo está a la altura de los peores rasgos con que Jessie adornó a su esposo –aquel egocéntrico insoportable- y, aunque trata de ahondar todo lo posible en la personalidad del escritor estadounidense y en la breve historia de su amistad, es bastante poco lo que ilumina respecto a su biografía y a su literatura.
En 1992, Rubem Fonseca publicó Novela negra y otras historias, recién editado en Chile por Tajamar. La colección de relatos incluye uno titulado Llamaradas en las tinieblas, Fragmentos del diario secreto de Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski, cuento donde Fonseca introduce, retrospectivamente, un afilado bisturí en la historia de la amistad entre Conrad y Crane. La primera entrada está fechada el 5 de agosto de 1900. «Hoy me enteré, con dos meses de atraso, de la muerte de Crane». Abunda un poco en la circunstancia y cierra así el párrafo: «Una inesperada felicidad se apoderó de mí por el resto del día». Varios fragmentos tienen que ver con Crane y las comparaciones –odiosas comparaciones- que uno que otro crítico hizo entre ambos autores; para más remate, uno acusó a Conrad de copiar a su amigo estadounidense. El Conrad de Fonseca guarda celosamente todos los recortes de las críticas a sus libros y cada tanto vuelve a ellos, para revivir el odio. «Cuando al criticar An Outcast of the Islands Wells dijo que yo era palabroso y que todavía tenía que aprender lo más importante: el arte de dejar las cosas por escribir, eso me molestó, pero no tanto como las informaciones idiotas de que imito a Crane. Alguien ha dicho que el diario de ayer sirve para envolver pescado hoy. Pero eso no me consuela. Y de cualquier manera no todos los Daily Telegraph del día 8 de septiembre de 1897 fueron usados para envolver pescado. El mío, por ejemplo», se lee en la entrada del 10 de septiembre de 1900.
El diario apócrifo de Fonseca dice, un mes después: «Estoy seguro de que nadie, en todo el mundo, crítico o lector, podrá decir hoy que algún día fui influenciado por Crane. Aun así, el pecho me aprieta, como si tuviera en el corazón una herida no cicatrizada. ¿Cómo es posible que un muerto me pene así?». El maligno humor de Fonseca quizá se haga eco aquí de una afirmación de Conrad en el citado prólogo escrito en 1923, cuando sostiene que la preocupación de Crane por «la psicología de las masas» en La roja insignia del valor es la misma, a escala reducida, que preside El negro del «Narcissus»; la primera estudia el comportamiento colectivo de un ejército en batalla; la segunda, el comportamiento de un grupo sometido a una intensa presión. «Todo esto podría tenerse por un remotísimo punto de contacto entre estas dos obras, a tal extremo que la idea podría parecer demasiado traída por los pelos para señalarla aquí, pero debo decir que ése fue mi sentimiento indudable en aquel entonces».
Volvamos al Conrad apócrifo. En una entrada de 1919, el diario recoge un perverso resumen del artículo de ese año, que recorta los matices y se parece mucho más a una diatriba que a un obituario. «Hay cosas que no se perdonan, ni siquiera a los inocentes», dice este Conrad; la culpa no es de Crane, sino del hatajo de idiotas que insisten en compararlos y, peor aún, sostener que el joven influenció al más viejo. Esa idea es un compendio de toda aquella familia de comparaciones que, aunque elogiosas y propuestas con el afán de tender lazos de afinidad y orientar así a los lectores, pueden resultar más mordientes e insultantes para el ego herido de un escritor que las más acerbas críticas. ¡Cómo! ¡Mi novela es buena, dicen, pero no original! De ahí que a veces sea más fácil, desde la vereda de la crítica, escribir sobre libros imperfectos, claramente mal escritos y pésimamente estructurados, que sobre libros bien tramados y de buen estilo pero que, aunque les pese, se inscriben derechamente en una tradición y tienen parentesco claro con obras previas. Más allá de eso, es muy interesante cómo Fonseca ve una grieta y se abalanza sobre ella con picota y pala para ensancharla y abrir un curso paralelo al de la historia oficial.
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Rubem Fonseca. Novela negra y otras historias. Tajamar Editores, Santiago de Chile, 2012. 189 páginas.
Stephen Crane. El bote abierto. Prólogo de Joseph Conrad. Veintisiete Letras, Madrid, 2011. 85 páginas.
Joseph Conrad. Fuera de la literatura. Siruela, Madrid, 2009. 236 páginas (el artículo sobre Crane está en las páginas 209 a 236).
Jessie Conrad. Joseph Conrad y su mundo. Sexto Piso, México D.F., 2011 (hay también una edición española del mismo año).