I. Llegar
El aeropuerto de Narita tiene mala fama; que es demasiado grande, que cuesta ubicarse, que las cosas no son fáciles. Pero llegar no es complicado. Para un chileno, el trámite de policía internacional y aduanas es muy simple y, a la salida, le pregunté a una chica local cómo llegar a las oficinas de Japan Rail. Había comprado un pase por tres semanas, que cubre tanto el Shinkansen -el tren bala; según me enteré por una crónica de Juan Villoro sobre su viaje a Japón, la traducción literal es “ferrocarril troncal”, porque sólo en lenguas extranjeras se destaca que los pasajeros salen disparados como bala; los japoneses lo dan por supuesto- como líneas de metro y trenes locales de la misma compañía. Hay muchas. El transporte en Japón es privado y las líneas trazan otro mapa con múltiples combinaciones. El caso es que llegué con facilidad a esa oficina, pero seguro que con una cara de terror muy notoria. La señorita que me atendió, en un inglés con el fortísimo acento característico de la mayoría de la gente que algo sabe, pero poco, me preguntó si era mi primera vez en Japón. Y en Asia, le dije. Ella me reservó asientos en un tren de Narita a la estación de Shinagawa, la puerta sur de Tokio, y me dio ánimo. De verdad. Ahí tenía que buscar la línea del Shinkansen que paraba en mi destino de ese día, Nagoya. Llevaba muchas horas de viaje: once horas de Santiago a Dallas, cinco de espera, y trece más a Tokio. Pero tenía la adrenalina en un punto muy alto. En los boletos de trenes japoneses aparece el nombre del tren, el carro, el asiento y la hora de salida y llegada (son exactísimos; en algún recorrido escuché que el conductor pedía disculpas por llevar uno o dos minutos de atraso, “a causa de un pasajero”). El tren a Shinagawa fue un relajo. El carro casi vacío. La maleta en la entrada del carro. El paisaje urbano apenas interrumpido por arrozales. Poder estirar las piernas y mirar por la ventana. Ni me di cuenta de cuándo estábamos ya en Tokio.
En Shinagawa están muy bien señalizados los accesos al Shinkansen, de modo que tras una hora (más) de viaje estuve en mi puesto para afrontar dos horas y media (más) de viaje hasta Nagoya. Me tocó en la ventana de la derecha. Vi el Monte Fuji, casi despojado de nieve. Vi una trama urbana interrumpida ocasionalmente por cerros colmados de verde y por arrozales. Una vez en Nagoya, apelé a la solución universalmente fácil: busqué un taxi y le pedí que me llevara al hotel. 38 horas habían pasado desde que otro taxi me recogió en mi casa en Santiago cuando tuve a mano otra cama donde acostarme y estirar la espalda. Nagoya. Un polígono industrial según mi amigo Arturo, artífice de mi viaje. Lo que vi en el camino de la estación al hotel fueron calles anchas, arboladas, con señalizaciones en ideogramas que me parecían -y nunca dejaron de hacerlo- parte del paisaje más que de maneras de comunicarse.
II. El taxi, el tren y el mapa
En Japón, las direcciones son un intrincado sistema. Lo destaca Horacio Castellanos Moya en sus Cuadernos de Tokio. El primer número indica el barrio; el segundo, la manzana; el tercero, la casa o edificio. Los taxistas usan aplicaciones computacionales para llegar a destino. En realidad, basta con mostrarles el teléfono fijo de la dirección para que el mapa virtual les señale el recorrido. Son muy amables, como (casi) todos los japoneses. Villoro viajaba con traductora, así que podía enterarse de lo que hablaban los conductores. Mi experiencia fue distinta: Saludo -konichiwa-, muestra de un papel con la dirección o la enunciación del nombre del hotel, en Nagoya, o de algún templo, en Kioto; y eso fue otro problema, por ejemplo, con uno de los más famosos y visitados de la ciudad, Kiyomizu-Dera, que Roberto y yo pronunciábamos con
los acentos y los espacios cambiados, es decir, Kiyo-Mizudera, y no entendían adónde queríamos ir. La cuestión no es banal. Roberto buscaba figuras de Godzilla para su hijo. En vano. Hasta que algún vendedor atinó, abrió mucho los ojos y exclamó: “ahhh, Gúuudzira”, y todo se solucionó. Pero nunca supe de qué hablaban los taxistas, cosa importante. El porteño te habla del momento político, de la historia argentina y de lo que se le cante. El chileno se queja o te pone tópicos insufribles, como el frío o el calor. Me tocó un taxista parlanchín, pero en japonés. Nunca tomó nota de que su pasajero no entendía (espacio para localismos: un bledo, castellano clásico; un carajo, castellano centroamericano; ni una weá, castellano chileno), y tampoco esperaba respuesta. Hay taxistas así, los más insufribles, los que te interpelan constantemente sólo para reafirmar sus puntos de vista. Los japoneses -salvo la excepción indicada- guardan silencio. Un respetuoso silencio. Todos los autos son un modelo especial de Nissan, con la puerta trasera que se abre automáticamente y muy amplio espacio interior. Autos grandes. Una excepción.
Pero la abstracción de los números en las direcciones no es el único rasgo que distingue el mapa japonés. El viajero del Shinkansen entre Tokio y Osaka -unos 500 kilómetros- verá que, salvo raras lagunas verdes, hay un continuo donde la única diferencia es la altura de las edificaciones. Es que sólo el 25 % de todo el territorio japonés es plano, y ahí se
concentra la población urbana. Su superficie es menos de la mitad de Chile y tiene alrededor de 7.5 veces más habitantes, 130 millones versus 17, repartidos mayoritariamente en menos de un octavo de la superficie de este país. Alojé unos días en Hirakata, una ciudad -según nuestro concepto- que está entre Kioto y Osaka, distantes unos 50 kilómetros entre sí. Pero, en realidad, Hirakata-Koen (koen = parque) y Hirakata (que tiene municipio, diputados, normas locales) son estaciones de tren, puntos en un mapa de conexiones. No estás en Hirakata, estás en Kansai, una amplia división administrativa que se considera la segunda aglomeración urbana de Japón, con unos 18 millones de habitantes, más que toda la población chilena (el complejo Tokio-Yokohama agrupa a 38 millones de personas). Desde cualquier punto de Kansai, vía trenes locales, puedes acceder a Kioto, Nara, Osaka, Kobe, y múltiples otros lugares. Arashiyama, por ejemplo, un lugar precioso con el bosque de bambúes más grande de Japón, un río caudaloso, colinas boscosas, templos sintoístas y budistas, calles estrechas, tiendas de artesanías sumamente trabajadas. Bueno: Hirakata y Arashiyama son puntos en el mapa que se conectan vía trenes. Es Kansai. Hay un tren para turistas que va de Kioto a Arashiyama, pero no. Lo mejor es llegar cuando logres situar tu lugar en el mapa, el punto que eres en un espacio interactivo, un lugar que no existe salvo que estés en él, que hayas salido de las estaciones, pero que además sepas cómo volver, cómo reconstruir el recorrido.