La estupidez según Savinio

La estupidez, ese amor inconfesable, ejerce sobre nosotros un poder hipnótico, una atracción invencible. La he sentido yo muchas veces en el tranvía, en los lugares públicos, en el café. Estoy sentado en el café y, junto a mí. que voy vagando por los más inexplorados continentes de la inteligencia, se sientan unos desconocidos. Como suele ocurrir, las palabras de éstos exhalan una estupidez inefable, inspirada. encantadora. Poco a poco se va difuminando mi aventura, pierdo la pista de mi viaje solitario, cedo a la llamada primigenia de la estupidez, mi oído se llena del canto de la sirena. ¡Inteligencia, yo te saludo! No pienso más, no busco más, no quiero más. Una suavísima languidez me va invadiendo de la misma manera que, en el desenlace de un prolongado insomnio, nuestros nervios, finalmente, se disuelven en la extenuación voluptuosa del sueño. Y ahora me dirijo a vosotros y pregunto: «Para nosotros, hijos de la Inteligencia, para nosotros, hijos del Pecado, ¿no es quizá esta llamada la lejanísima, nostálgica llamada del Paraíso perdido?».

Alberto Savinio. Nueva enciclopedia, pág. 144. Acantilado, Barcelona, 2010. Traducción de Jesús Pardo.

Cinofilia

El trato que se le da a los perros en Constantinopla indica que los turcos sienten poco amor por el animal llamado «amigo del hombre». Y es de comprender. Inexistente en el mediodía, el amor por los perros nace y va creciendo a medida que pasa del medidía al septentrión. Y en la variación «climática» de este sentimiento influyen mucho los cambios en las creencias religiosas.

También Schopenhauer, hombre septentrional, sentía amor por los perros. Junto a la ventana de su cuarto de trabajo una piel de oso, extendida sobre el suelo, indicaba el lugar en que solía echarse aquel a quien el señor de la casa llamaba «su mejor amigo». Era éste un precioso perro de aguas blanco al que Schopenhauer, amante de la filosofía india, había dado el nombre de Atma, que significa «alma del mundo». Pero un día de 1849 murió Atma, y el mismo día Schopenhauer fue a una perrera de Francfort y encontró un precioso perro de aguas blanco al que impuso el nombre de Atma, que significa «alma del mundo», le enseñó a tumbarse sobre la piel de oso que había junto a la ventana de su cuarto de trabajo y se puso de nuevo a escribir El mundo como voluntad y representación. En el fondo, el amor de Schopenhauer por los perros era una simple necesidad de calor animal. Y son muchos los hombres para quienes también el matrimonio, que alguien definió como «una larga conversación», no es otra cosa que una simple necesidad de calor animal. Nietzsche expresa más poéticamente esta misma necesidad con un verso: «Dadme manos frías y corazones braseros…».

Alberto Savinio, Nueva enciclopedia, págs 87-88 en la edición de Acantilado, 2010, 407 páginas. Traducción de Jesús Pardo.

Editores

«Nuestros editores sienten mucho amor por su arte, pero dudo de que el amor de nuestros editores llegue a igualar al de los Manuzio, los Froben, los Amerbach, los editores que florecieron en los albores del arte de la imprenta. Los editores holandeses del siglo XVI exponían en los escaparates de sus tipografías las pruebas de imprenta de sus ediciones griegas, ofreciendo buenos premios a los estudiantes por cada errata que descubrieran en ellas. Querría equivocarme, pero pienso que, desde entonces, la conciencia del editor se ha cegado, se ha atascado un poco. He corregido ya cuatro veces las pruebas de un libro mío de próxima publicación y todavía no he conseguido dar una grafía correcta a los retruécanos que hace Homero con los nombres de Aquiles y Odiseo. Pero hay algo peor. Hace unos días, en la biblioteca de una amiga mía, la señora D. M., veo Santuario, de William Faulkner, en traducción francesa de R. N. Raimbault y Henry Delgove, con prólogo de André Malraux y publicado por Gallimard, de París, el editor de la Nouvelle Revue Francaise; y como yo, al contrario de algunos de mis colegas, no rehúyo, por rigor nacionalista, la lectura de libros extranjeros, le pido a mi amiga que me preste el libro de Faulkner, y ella, amablemente, me lo presta. Conozco el tema de Santuario y sé que es un libro más obsesivo incluso que los otros de Faulkner; se trata de un curioso caso de perversión psíquica. En vista de ello, la misma noche me meto en la cama con aquel pequeño artilugio en la mano prometiéndome intensísimas emociones. Pero en el primer capítulo, titulado «Fin de los padres tranquilos», leo que «a los franceses les gusta la voluptuosidad del pensamiento» y que «en todo momento éstos fueron de los más fértiles en ideas»; y en el capítulo segundo, titulado «La miseria funcionaria», leo que «la República deja morir de hambre a sus funcionarios, que son la guardia pretoriana del sufragio universal». Lleno de recelo por causa de estas extrañas aseveraciones, tanto más raras en una novela de ambiente norteamericano en la que, entre otras cosas, se habla de una joven que es violada con una panoja de maíz, miro la primera página del libro y leo en la portada: Pierre Hamp. La peine des hombres. Une nouvelle fortune, es decir, un libro de un tal Pierre Hamp sobre la situación de Francia después de la Gran Guerra. Si Manuzio, Froben, Amerbach llegan a publicar un libro de Pierre Hamp bajo la cubierta de un libro de William Faulkner, lo más probable es que ninguno de esos príncipes de la edición hubiera sobrevivido a tal vergüenza, pero no tengo noticias de que el señor Gallimard haya muerto de este bochorno. Al día siguiente tropiezo con mi amiga y le pregunto si ha leído Santuario, de William Faulkner, que tan amablemente me ha prestado, y me responde que sí, que lo ha leído, pero que lo ha encontrado un poco distinto de los demás libros de este autor».

Alberto Savinio, Nueva enciclopedia, págs. 133-134, en la edición de Acantilado, 2010, 407 páginas. Traducción de Jesús Pardo.