Un episodio en la vida del pintor viajero

Reseña publicada en la revista Caras, 11 de octubre de 2002

César Aira es conocido —relativamente, hay que decirlo— por su labor como novelista infatigable, que publica por lo menos una obra por año en las más diversas editoriales. Se trata, sin duda, de una de las voces más originales y destacadas de su generación, no solo en Argentina, sino también en el ámbito mayor de la narrativa en lengua española.

Menos conocida es la faceta de ensayista de Cesar Aira. Ha escrito sobre Copi y Alejandra Pizarnik, entre otros autores, y es el responsable de un magnífico Diccionario de autores latinoamericanos, comentado alguna vez en esta sección.

Ahora, gracias a una alianza de editores independientes en la que participan Beatriz Viterbo, de Argentina; Era, de Mexico; Trilce, de Uruguay; Txalaparta, del País Vasco; y Lom, de Chile, se distribuye en nuestro país Un episodio en la vida del pintor viajero, dedicado al pintor Johan Moritz Rugendas y, más concretamente, a lo que señala el título, a un episodio que marc6 la vida del pintor cuando recorría Argentina.

En rigor, no se trata de un ensayo, sino de una crónica o de un relato biográfico. Rugendas era un maniático de la correspondencia: escribía cartas a muchas personas en diferentes partes del mundo, plenas de detalles. Material extraordinario para los biógrafos, que Aira usa y nombra, pero sin citarlos directamente. El pintor es, aquí, un personaje clásico de novela, con un narrador también clásico, que lo sabe todo y que da cuenta hasta de los pensamientos más íntimos del personaje.

Ese personaje, pues, acompañado de otro pintor, Robert Krause, emprenden la travesía desde Santiago a Buenos Aires, sin prisa alguna: dedican días y días a registrar en bocetos los paisajes impresionantes de la cordillera y luego de Mendoza y sus alrededores.

Cuando finalmente se adentran en la pampa, hacia San Luis, llegan a un sector arrasado por la langosta. “Un día y medio se desplazaron en ese vacío espantoso. No había pájaros en el aire, ni cuises ni Ñandúes ni liebres ni hormigas en la tierra. La costra pelada del planeta parecía estar hecha de ámbar seco”.

En ese paraje desolado, con los caballos inquietos y sin haber comido, los sorprende la amenaza de una tormenta. Se quedan paralizados en el medio de la pampa. Rugendas parte solo a investigar que puede haber más allá de unas colinas; entonces, se desata un infierno de rayos y truenos, el caballo y él son tocados por dos rayos —y las descripciones de Aira son simplemente magníficas, un ejercicio de estilo que vale la pena apreciar—. En la caída, el pintor queda con un pie enganchado en el estribo. El caballo huye, y Io arrastra tras de sí.

Rugendas sobrevivió, pero quedó con el rostro deformado. No solo eso: perdió también el dominio sobre los músculos de la cara. “Había una escalada: un temblor, un vaivén, se difundía de golpe, y en segundos todo el rostro estaba en un baile de San Vito incontrolable”.

Este es, en esencia, el episodio que Aira explota de manera magistral. La deformación de Rugendas pasa a ser el objeto de una reflexión diferente, donde la cuestión del otro adquiere nuevos matices y otorga un nuevo contenido al encuentro que soñaba el pintor: asistir a un ataque de los indios, a un malón.

Y es, también, el origen de un cambio decisivo en la técnica del pintor y en su concepción estética, retratado con mano magistral por un escritor que muestra cómo la realidad puede ser, a veces, tan delirante como las fantasías que crean novela tras novela.

César Aira. Editorial Lom, Santiago, 2002. 91 páginas.

El juego de los mundos

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de marzo de 2019

César Aira no le teme a la contradicción. Parte esencial de lo que se ha dado en llamar su método es que no revisa ni vuelve atrás; cuando su escritura se empantana, o desecha el proyecto o apresura el cierre. Con su habitual pachorra, reconoce que “mis finales no son tan buenos, y muchas veces me los han criticado, con razón, porque son un poco abruptos. Y yo he notado que a veces me canso o quiero empezar otra, y termino de cualquier manera”. Y ocurre que con esta obra Aira hace lo que se supone que no está en su decálogo: El juego de los mundos apareció originalmente en 1999, en una edición limitada y esta es una nueva versión, editada y corregida (y probablemente aumentada) por el autor. Un Aira de clase única en ese universo que ya se empina sobre las cien novelas, que cumple de manera perfecta con otra afirmación del autor sobre su obra: “todo lo que hago podría definirse como literatura de género con fallas calculadas”. El género de turno es la ciencia ficción. En un remoto futuro, los hijos del narrador juegan en el modo RT (realidad total) a destruir mundos alienígenas. La particularidad del juego es que se trata de mundos reales, planetas habitados esparcidos por todo el universo, cuyo único destino parece ser convertirse en motivo de entretenimiento para adolescentes muy hábiles en el manejo de lo que el narrador llama “sistemas inteligentes”.

¿Dónde están las fallas calculadas? Casi en cada párrafo, pero hay algunas especialmente llamativas. Por ejemplo, cuando el narrador dice que “como esto ocurría en un futuro muy remoto, debo dar explicaciones para algún eventual lector del pasado”, hace saltar por los aires una de las bases del género, tratar de lograr verosimilitud interna. Lo mismo hace, en tono más humorístico, cuando sostiene que ese remoto futuro es herencia de la raza de los Escritures de Ciencia Ficción, cuyas proyecciones estaban tan erradas que “la humanidad, descendiente de estos farsantes, quedó embebida de un indeleble sentimiento de culpa”. Pero hay más que humor y contradicción en estas páginas, acorde con la tesis de que la literatura de Aira es de ideas. Aunque la deriva de sus novelas tiende a lo delirante, por debajo siempre es posible rastrear fuertes amarres con el lado de acá. Cuando escribe que “quizá la intolerancia no es más que falta de imaginación”, no es solo una frase ingeniosa: hay ahí una manera de leer el presente que se construye como una huella de migajas en el bosque.

César Aira. Emecé, Buenos Aires, 2019. 126 páginas.

Trucha panza arriba

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 23 de septiembre de 2019

Cinco de los siete cuentos comienzan con la letra e. Un personaje, Henryk, aparece en seis, y el último se titula con su nombre. Su hermano, Mati, protagoniza dos, y su hijastro, Andrés, es testigo de un relato en uno y el narrador de otro. En tres hay animales que desempeñan un papel protagónico: muchas truchas, una vaca y un perro. Henryk, de origen noruego y afincado en Guatemala, es un emprendedor y también un gran fracasado, que en varios relatos se enfrenta con lo que acá llamaríamos “los poderes fácticos”. El libro tiene una sólida estructura; no es una novela, pero, cuento tras cuento, se articula una línea que ahonda progresivamente en la biografía de los principales personajes. Es el primero de Rodrigo Fuentes, cuyo talento surge desde las primeras líneas en su límpido estilo y la fluidez de su manera de narrar, amable, rápida y expresiva, inscrita en la ancha tradición de Augusto Monterroso y Rodrigo Rey Rosa. El tercer cuento, “De repente, Perla”, es digno de cualquier antología, con dos personajes –animales- entrañables, Perla, “la vaca que quería ser perro”, y su compañero de aventuras, Derrepente, el quiltro que súbitamente apareció en la finca de melones de Henryk, vecina de un extenso cultivo de caña de azúcar. La vaca, que baila sobre dos patas, y el perro, que se revuelca con ella en el suelo, se unen a la Antorcha Justiciera, la banda de campesinos que enfrentan los agravios cometidos por los dueños del cañaveral.

Y es que Fuentes no esquiva, ni mucho menos, los conflictos que se viven en su patria. En varios de sus negocios, Henryk es asediado por bancos, abogados y, sobre todo, por gente poderosa que quiere lucrar con su desgracia. Su hermano se hunde de a poco en los meandros de la adicción al alcohol y a las drogas, hasta sentir que “vería arder, como desde una gran distancia, los muelles del mar muerto que llevaba adentro”. En “La isla de Ubaldo”, los campesinos resisten con armas la arremetida de los matones que quieren quedarse con la finca de Henryk. Pero, sobre esa trama de violencia, pobreza y abuso, Fuentes desarrolla historias y crea personajes que apuntan mucho más allá del color local y que seducen por el humor y la humanidad que muestran. Dice Andrés sobre Henryk, en el cuento final, que “su risa franca, y el rostro complacido tras los almuerzos de domingo, presagiaban un descenso calmo y prolongado hacia la vejez”, pero, como se intuye rápidamente, el destino puede torcerlo todo.

Rodrigo Fuentes. Laurel Editores, Santiago, 2019. 150 páginas.

Sepulcros de vaqueros

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de septiembre de 2017

Es estéril, a estas alturas, continuar el debate sobre los inéditos de Roberto Bolaño. Su heredera y albacea ha decidido publicarlos, y ya está. Sí se puede discutir la intención de presentar Sepulcros de vaqueros como «un libro desconcertante» frente al cual «no tiene sentido tratar de distinguir si estamos ante tres partes independientes o ante la unidad propia de una novela», según dice el autor del prólogo, Juan Antonio Masoliver. Toda obra de Bolaño, según él, es parte del gran libro de las obras completas y así hay que leer este volumen, como un capítulo más de un proyecto creativo. Está bien, pero ello no quita que se reunió aquí tres textos muy dispares en calidad, en estructura y en grado de elaboración. Si entre los dos primeros, «Patria» y «Sepulcros de vaqueros» hay tenues lazos (el escenario chileno, la presencia del alter ego del autor, Belano, aunque con nombres de pila distintos, las referencias —probables— a la biografía), el tercero, «Comedia del horror en Francia», no tiene nada que ver.

«Patria», escrito entre 1993 y 1995, es un texto muy valioso para apreciar mejor el método de trabajo de Bolaño. Las numerosas y cruciales coincidencias con Estrella distante llevan a pensar que puede tratarse de un primer borrador de aquella novela, aunque las diferencias de estilo y estructura sean gigantescas. También hay una flecha que apunta a un relato posterior de Bolaño, «El Ojo Silva». Los capítulos finales evidencian clarísimamente que el proyecto quedó trunco y que Bolaño, un escritor radical en todo sentido, prefirió desarrollar la historia de una manera completamente distinta. «Sepulcros de vaqueros» es un texto más maduro y mucho más afinado, pero, tal como lo muestra el índice que Bolaño tenía pensado para esta obra (incluido en las reproducciones facsimilares de sus notas de trabajo al final del volumen), también es un proyecto que quedó a medio camino. De todos modos, los cuatro cuentos que lo componen (o capítulos de una posible novela, uno de los cuales, «El gusano», pasó, con muchos cambios, a Llamadas telefónicas), son, lejos, lo mejor del volumen; iluminan con claridad el juego entre biografía y escritura que desarrolló Bolaño en toda su obra y son también muy valiosos para entender mejor su relación con Chile y con el golpe de Estado de 1973. «Comedia del horror en Francia» parecer ser, efectivamente, el desarrollo ficcional de una columna publicada en Las Últimas Noticias, «Conjeturas sobre una frase de Breton», pero es imposible saber si su final es abierto o simplemente quedó trunco.

Roberto Bolaño. Alfaguara, Santiago, 2017. 216 páginas.

El asco

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 28 de julio de 2018

En la nota que Horacio Castellanos Moya, ganador del Premio Manuel Rojas en 2014, escribió para esta edición de El asco, novela que apareció por primera vez en El Salvador en 1997, explica qué quiso hacer con el texto y cuenta su historia posterior. La escribió, dice, «como un ejercicio de estilo en el que pretendía imitar al escritor austriaco Thomas Bernhardt, tanto en su prosa, basada en la cadencia y la repetición, como en su temática, que contiene una crítica acerba a Austria y su cultura». Y se divirtió mucho haciéndolo. Es muy entendible: lleva hasta el extremo la torsión del sarcasmo en el ataque a toda la cultura salvadoreña, desde la cerveza local hasta la política y el desarrollo cultural. El resultado es un texto tan feroz que llega a dar risa. A otra gente no le pareció tan chistoso que el autor se mofara de ellos. Fue amenazado de muerte. Partió una vez más al exilio. Pero El asco permaneció, reeditada varias veces en su patria y luego en España, en 2001, 2007, y ahora en 2018.


Un tal Vega, autoexiliado en Canadá que está de visita por la muerte de su madre, conversa con un tal Moya, escritor y el único de sus compañeros de colegio que fue al funeral. Todo el texto se organiza en torno a cadenas de frases que cierran con «me dijo Vega» y, efectivamente, la repetición y la cadencia son las principales herramientas de estilo, aunque también hay, en cada asunto que aborda Vega, una suerte de crescendo, un aumento de la virulencia. Y no es que Vega sea un personaje portentoso; al revés, el hilo de sus fobias muestra también su lado más miserable y odioso. Pero su interminable diatriba es, sin duda, un punto muy alto en la narrativa de Castellanos y de América Latina. El autor cuenta que en muchas oportunidades algunos lectores de otros países le han pedido que escriba un asco sobre sus respectivas patrias. Es fácil imaginar la indignación que cundiría ante un libro que se burlara despiadadamente del vino chileno, de las empanadas, las universidades, el himno nacional, el puerto patrimonial, la torre Entel, las autopistas, los premios Nobel, la poesía, la marraqueta, los militares, los animadores de televisión, el cine, en fin, de todo aquello que suele asomar como orgullo nacional. Es que el texto de Castellanos Moya es bastante más que un ejercicio de estilo, es un espejo que devuelve la imagen de lo que no queremos ver y que por eso espanta, inquieta y provoca.

Horacio  Castellanos Moya. Literatura Mondadori,  Santiago, 2018.  106 páginas.

Criacuervo

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 10 de noviembre de 2018

En Europa, ese gigantesco melting pot, se ha instalado la discusión acerca de qué es genuinamente europeo. La escritora croata Dubravka Ugresic pone el dedo en la llaga cuando reclama en contra de las etiquetas, que califica como interpretaciones abreviadas —y generalmente erradas— de una obra: un croata debe escribir sobre su país, para no sonar impostado. Y cita el caso más extremo que ha encontrado, el de Joydeep Roy Bhattacharaya, nacido en Calcuta y licenciado en Filosofía en Estados Unidos, residente en Nueva York y autor de una novela sobre Hungría y el círculo de los intelectuales húngaros de los sesenta. Un lector de ese país se quejó: «La novela trata de Hungría, pero de un modo indio. Sería mejor que escribiera sobre la India». Todo esto viene a cuento porque Criacuervo es de Orlando Echeverri, escritor colombiano, pero buena parte de ella transcurre en Alemania y los protagonistas son alemanes. La parte colombiana del relato transcurre en el desierto de la Guajira, en el norte del país, y en la ciudad de Cartagena de Indias. Ese lugar se anuncia al inicio como un punto de reunión, donde los hermanos Zweig, Adler y Klaus, se reencontrarán luego de más de diez años, acompañados también por Cora Baumann, el amor juvenil de Klaus. Pero, en realidad, el desierto de la Guajira funciona como una suerte de punto de fuga donde todo parece perderse, extraviarse o romperse, una suerte de maelstrom que si llega a devolver algo, lo entrega tan dañado que es apenas reconocible.

No solo la falsa etiqueta destaca a Criacuervo en el panorama de la reciente narrativa latinoamericana. Echeverri desarrolla una historia, o dos historias, que se abren cuando los padres de Adler y Klaus, una pareja de biólogos, aparecen muertos en su auto en medio del bosque. El narrador omnisciente, la sucesión de hechos, la huida de todo lo que suene a introspección, el estilo vigoroso y lleno de aciertos que es tan fluido como directo, muestran a un escritor que se desmarca no solo de la geografía sino también de un cierto modo de narrar que se ha popularizado en América Latina. De ahí que sea una novela sorprendente, inesperada, donde un viento feroz dispersa las hojas y un remolino no menos poderoso parece anunciar que volverán a encontrarse en la Guajira, armados de nostalgias enterradas tan profundamente que cuando afloran se tornan incontenibles. Pero no sería tan buena novela si las cosas ocurrieran como debían pasar. No retrataría tan bien la soledad, el abandono y el infortunio de esas vidas quebradas si la Guajira no mostrara su peor cara.

Orlando Echeverri Benedetti. Edícola Ediciones, Santiago, 2018. 200 páginas.

Cartas de José María Arguedas a Pedro Lastra

Reseña publicada en la revista Caras, 8 de septiembre de 1997

La publicación de este breve epistolario podría perfectamente pasar inadvertido en el mundo narrativo actual. El autor de las cartas murió a fines de los años sesenta, y es tarea difícil ubicar sus obras en las librerías. Para más remate, no formó nunca parte del boom latinoamericano, es decir: nunca estuvo de moda. Y, sin embargo, al recorrer estos textos, no puede uno menos que recordar la furia y el vigor de novelas inolvidables como Todas las sangres y Yawar fiesta; esa impresionante conjunción de culturas y lenguaje con que José María Arguedas resolvió su doble herencia, la del occidente españolizado y las tradiciones ancestrales de las culturas indígenas de la sierra peruana, y con que hizo literatura del desgarro y el dolor de la desintegración de esas mismas culturas. En fin, no puede uno menos que recordar el mundo de Arguedas, las haciendas campesinas, los “pueblos libres” en los arrabales de Lima, los pescadores de anchovetas en Chimbote. Mundo o mundos de tragedia, miseria y hambre, rescatados por la belleza de páginas tensas y profundamente amantes de su tierra y de su gente, páginas de una intensidad que parece relegada al tiempo de las utopías y los anhelos fundacionales. Arguedas fue el primero en darle al indio una voz auténtica, hecha del castellano en sintaxis quechua, y le dio a esa voz un tono épico irrepetible. Quizá su gran hermano es el otro cholo de la literatura peruana, César Vallejo, como él, serrano y heredero de dos culturas.

Pero vamos a esta edición, hecha con cuidado y cariño, que recoge la versión facsimilar de las cartas y su transcripción, más un par de prólogos y un apéndice de imágenes. Es la historia, parcelada y fragmentaria, de su amistad con el escritor chileno Pedro Lastra. No hay demasiadas alusiones literarias ni biográficas. Su gran virtud es traer nuevamente la presencia de Arguedas a las librerías criollas y motivar, ojalá, un nuevo interés por su obra. Habría mucho que decir sobre el autor, sobre la soberana y me ditada decisión de su suicidio, sobre Todas las sangres,  sobre El zorro de arriba y el zorro de abajo y los diarios intercalados en que muestra su conflicto y su grandeza. A falta de espacio, vaya esta cita: “Y en Chile, lo que más me deslumbró y me reconfortó,  fue sentir cómo el altísimo grado de civilización no ha matado lo que llamaríamos la fraternidad aldeana ni ha exacerbado el individualismo, sino que, por el contrario, ha enriquecido la llama de la cordialidad profunda, especialmente por el latinoamericano”. Curiosa imagen y lectura de este país, actualmente de los jaguares, cuando todavía Chile era una sociedad provinciana y acogedora, y mantenía casi sin quiebres sus tradiciones democráticas y republicanas. ¿Quién podría reconocerse hoy en las palabras de Arguedas? Pero quizá la pregunta es injusta. La carta a la que pertenece la cita es del 8 de febrero de 1962, y demasiada agua ha pasado bajo los puentes.

Edición, prólogo y notas de Edgar O‘Hara. Lom ediciones, Santiago, 1997. 151 páginas.

La luz negra

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de marzo de 2019

Tras su deslumbrante debut literario con El nervio óptico (Laurel, 2016, reseñado en esta columna), María Gainza vuelve con una novela también renovadora en las formas y con la plástica como el gran sustrato de la ficción. La novela, al inicio, se estructura como una serie de muñecas rusas: una historia abre otra historia y luego se despliega otra más, pero es un efecto buscado, un truco de imaginería para ocultar o al menos postergar la búsqueda “del corazón de esta historia, encontrarlo donde quiera que esté”; pero la narradora también dice que le gusta “el callejón, el pliegue, el recoveco”, y de eso está tejida La luz negra, de pliegues que se abren al inicio con una amistad o, mejor dicho, con una relación de maestra a discípula, una relación iniciática en los recovecos del mundo del arte y de la distinción entre original y copia, entre una pintura auténtica y su falsificación, que ocurre en el lugar en donde se certifica aquello que es verdadero de lo que es falso en el arte. Pero, dice la narradora, “como si la verdad fuera la gran cosa y no simplemente un cuento bien contado”. Y la gran pregunta que recorre el libro es cuánto hay de cierto en la historia que Enriqueta, la experta en autenticidad, le ha contado a su discípula sobre “La banda de falsificadores melancólicos” y sobre un personaje conocido como La Negra, cuyo mayor talento es imitar a la perfección el estilo de otro.

Gainza muestra aquí un amplio abanico de influencias. El inventario de los bienes de la pintora más falsificada en el libro, Mariette Lydis, recuerda a Perec (y también a Sei Shonagon). Las abundantes referencias, las citas encubiertas, las historias de cuadros y de libros, perfectamente integradas en el conjunto, recuerdan a Vila-Matas; y la búsqueda de La Negra a través de entrevistas a distintos personajes hace pensar, cómo no, en Bolaño. Pero la síntesis es suya y muy bien lograda, otra muestra del talento de Gainza para cabalgar sobre la tradición y usarla y moldearla a su gusto. Es curioso que el citado corazón de la historia aparentemente no existe, pero, si más allá de la búsqueda de un personaje que nunca se constituye como tal miramos a las reflexiones de la narradora sobre la escritura, puede estar ahí: “una escribe para auscultarse, para entender qué tiene dentro”, pregunta acuciante para quien su familia consideraba “un caso perdido, alguien que en la vida, como mucho, podía algún día llegar a sobresalir cazando mariposas”.

María Gainza. Anagrama, Barcelona, 2018. 144 páginas.

La coma

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 15 de febrero de 2020

La Coma - FrontalLa editorial Elefante tiene una línea muy firme en sus publicaciones: edita, hasta el momento, solo a jóvenes escritoras argentinas. Agustina Luz López, Romina Paula, Ariana Harwicz y Camila Fabbri (los dos últimas, reseñadas en esta columna). Robustece así lo que podríamos llamar “la conexión argentina” de las editoriales independientes; Laurel, Overol, Cuneta y Montacerdos, entre otras, han publicado libros escritos al otro lado de la cordillera. Hay que sumar la presencia en Chile de la distribuidora Big Sur, que ha ensanchado considerablemente la disponibilidad de libros latinoamericanos en varios países. En este panorama, Elefante tiene el mérito de haber publicado primeras ediciones, lo que constituye, sin duda, un acto de osadía. A su catálogo se suma María Florencia Rua, de 27 años, con su primera novela (había publicado antes poesía en Argentina y España). El título del libro no se refiere tanto al signo que determina una breve pausa en la lectura, sino a ese estado tan temido de la muerte cerebral; solo que en este caso la niña que yace inmóvil en la habitación 222 de un hospital recuerda, reprocha, mira la tele, reconoce a sus amigas y a sus padres, se enamora de la enfermera y no para de producir breves textos que repasan todo lo imaginable. No hay aquí ni la menor especulación médica, sino exploración poética y literaria de una voz que pierde los contornos y por ello es capaz de moverse de manera tan caótica como salvaje.

Hay que destacar la finura del oído de la autora para captar el habla de la calle y de los jóvenes, pasada por el tamiz de esa libertad de movimiento que resalta desde las primeras líneas y que se expresa en párrafos autónomos y vibrantes de asociaciones libres, saltos y revueltas, pero siempre dotados de una extraña coherencia; un lenguaje que atropella y acelera, que nunca pierde la vivacidad y el ritmo, que remite también a sus inicios como escritora de poesía. El accidente es un motivo que resurge de vez en cuando; hay pequeñas historias como cuentos intercalados; hay personajes que crecen en el relato, como Nancy, la enfermera; y, desde esa plataforma de la libertad de escritura, no se ahorra juicios ni preguntas ni dolores ni tristezas. La voz narrativa de Azul, que así se llama la niña, se permite invenciones deslumbrantes en La coma, en ese espacio que se ha convertido en su hogar y que solo al final, cuando todo parece disolverse, se dispara con frenesí en un monólogo que pierde también los bordes de la sintaxis y que extrema la cercanía entre la vida, la muerte y la conciencia.

María Florencia Rúa. Elefante, Santiago, 2019. 80 páginas.

Matate, amor

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 1 de septiembre de 2018

matate“Somos parte de esas parejas que mecanizan la palabra amor hasta cuando se detestan: amor, no quiero volverte a ver”, dice la protagonista y una de las voces narrativas de esta obra de la argentina Ariana Harwicz. Desde muy temprano, esa frase y otras de feroz incorrección política marcan el tono de una novela febril y desarmante, que pone en juego tantas cosas que suelen darse por sentadas. El amor de madre o, más que eso, el acomodo automático, instintivo e inevitable de la mujer al papel de madre. La fidelidad en el matrimonio o, más bien, la libertad para seguir impulsos que no tienen mucha explicación ni más causa aparente que el calor, o la noche, o el encuentro furtivo en un bosque. La fortaleza de los vínculos familiares, o, mejor dicho, la supervivencia de parejas y de grupos familiares más amplios entendida siempre como milagro, camino a contramarcha, negación de la naturaleza. Es impresionante el juego con las voces narrativas (“Ahora hablo como él. Siendo él, pienso en ella y se me seca la boca”), cuando el personaje protagónico se desdobla, se mira, se juzga y enciende una tormenta en el otro: “Pienso en ella y tengo arcadas de deseo”, y, cuando vuelve a sí misma, a esa joven madre que enloquece en la soledad cuando viaja el marido y que solo atina a preguntarle qué comió, logra también la ácida lucidez de quienes ven más allá de sí mismos: “Y la perorata de los celos, el bla bla bla que destruye simultáneamente al celoso y al celado dio rienda suelta a patadas, golpes, idiota, pelotudo de mierda, loca histérica y demás banalidades”.

Matate, amor tiene una intensidad narrativa impresionante. Harwicz maneja el ritmo a través de las divisiones entre párrafos, la mayoría de más de una página pero tampoco demasiado largos, que cierran siempre como si de un cuento se tratara. Esos respiros, esas pausas en el desarrollo de la novela, permiten también al lector tomar aire y seguir adentrándose en la historia de la protagonista. Todos los demás, el marido, el amante, el hijo, la suegra, son personajes secundarios. Ella devora la acción, la mueve con el lenguaje desgarbado de su lengua inquieta, con su mirada que incendia la pradera a la menor provocación. “Intento pertenecerle. Le doy mi cuero cabelludo. Tomá. Le doy mi cerebro. Le doy mi piel estirada. Tironeá. Le doy mis pestañas, no me importa perderlas. Que mis ojos se sequen en un abrir y cerrar. Me ofrezco. Agarrá. Tené, Probá”. Y así hasta que todo parece estallar en pedazos. Nadie puede salir incólume de esta lectura.

Ariana Harwicz. Elefante, Santiago, 2018. 104 páginas.