Migración, identidades y la Ley de Telémaco

Dubravka Ugrešić y escribir desde el desgarro

Ayer, 17 de marzo, murió Dubravka Ugrešić, una escritora que leo desde sus primeras traducciones en Anagrama y que incluyo en la clase sobre literatura de los Balcanes que hago en el diplomado Literaturas del Mundo que se dicta en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Reproduzco acá un artículo que publiqué en la Vitrina de Libros a mediados de 2021.

En sucesivos libros de ensayos y relatos, la escritora croata Dubravka Ugrešić (Zagreb, 1949) ha construido una mirada certera y desgarradora sobre la memoria, la migración, la condición de la mujer, la identidad europea (qué es eso, qué es eso) y, en términos más generales, sobre la opacidad y la movilidad de las identidades. El feliz hecho de que Impedimenta está publicando sus libros en sus clásicas ediciones elegantes y bien cuidadas puede motivar a que nuevamente se pueda acceder a sus libros anteriores, de los que la colección de ensayos No hay nadie en casa (2009, Anagrama) está todavía disponible en Chile; en cambio, es ya muy difícil encontrar novelas como El museo de la Rendición Incondicional (Alfaguara, 2003) o El Ministerio del Dolor (Anagrama, 2006). Más fantasmal todavía es Gracias por no leer (La Fábrica, 2004). Hay también, desde luego, muchas obras que han sido traducidas al inglés, entre otras lenguas, pero no al castellano, como Steffi Speck in The Jaws of Life (1981), que fue tan popular que en 1984 fue llevada al cine; Have a Nice Day: From the Balkan War to the American Dream (1995); o Europe in Sepia (2013).

Especialmente interesante para mí sería leer otras dos obras no traducidas al castellano: The culture of lies (1996), en donde Ugrešić describió en detalle cómo se puede vivir una histeria nacionalista colectiva; y Karaoke Culture (2011) libro en el que desarrolla con más detalle por qué tuvo que dejar su país en 1993, cuando aún ardía la guerra entre los diversos países balcánicos. Me interesa mucho su lectura personal, aunque —a pesar del paso del tiempo— es posible reconstruir el episodio en sus grandes líneas.

Las brujas de Río

En 1992 se celebró el Río de Janeiro la reunión del PEN Club Internacional, fundado en 1921 para “promover la amistad y cooperación intelectual en todo el mundo”. La sigla significaba originalmente “Poetas, ensayistas y novelistas”, pero, desde entonces, el club ha ampliado mucho sus fronteras (periodistas, traductores y blogueros, entre otros: todos los oficios vinculados a la palabra) y se ha convertido, cómo no, en un espacio de disputa de influencias, aunque destaca —todavía— por su defensa de la libertad de expresión y sus actuaciones en nombre de escritores que han sufrido persecución o muerte a causa de su actividad. A mediados del año anterior a la reunión en Río se había desatado la guerra entre Croacia y Serbia y en el mismo año el conflicto estalló en Bosnia-Herzegovina, teatro de terribles disputas territoriales, étnicas y religiosas, y el discurso nacionalista se había elevado a cotas impresionantes. Varias escritoras —entre ellas, Ugrešić— habían alzado la voz respecto de esos excesos, más aún cuando iban acompañados por muestras de rampante racismo en contra de los serbios en Croacia y de los croatas en Serbia. En la antigua república unitaria que se estaba cayendo a pedazos, el matrimonio entre yugoslavos, fueran de la etnia que fueran, era parte de la normalidad, así como natural era tomar un tren en Belgrado para viajar a la costa dálmata de vacaciones. En los primeros noventa, los que podemos llamar “matrimonios mixtos” solo para simplificar el relato se habían convertido en sospechosos de traición y quintacolumnismo; Ya en este siglo se podía nuevamente llegar en tren desde Belgrado a Split (un viaje de unos 350 kilómetros), pero había que cruzar dos fronteras, la de Serbia con Bosnia-Herzegovina y la de este último país con Croacia. Lo primero es infinitamente más grave, por cierto, pero lo segundo da una buena idea de la fragmentación de Los Balcanes; para nosotros, es como si necesitáramos pasaporte para cruzar dos fronteras en un viaje a Chillán. Pero la cosa no termina ahí. Como lo afirma un personaje en El Ministerio del Dolor, “Lo que unía a Yugoslavia no era tanto la consigna «fraternidad & unidad» como las vías y estaciones de ferrocarril austrohúngaras. La disolución de Yugoslavia y la guerra empezó con los ferrocarriles y sucedió el día, un día histórico, por lo demás, en que los serbios de Krajina en Croacia pusieron barricadas en la vía Zagreb-Split y detuvieron los trenes durante unos cuantos años”.

La referencia a los ferrocarriles austrohúngaros podría llevarnos muy lejos; de momento, podemos anotar que, hasta antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, el ferrocarril europeo era una vasta y densa red de conexiones que facilitaba muchísimo los desplazamientos desde la costa del Atlántico hasta las profundidades de Rusia. Mínimos controles y vastos territorios controlados por imperios hacían que viajar en tren hacia cualquier destino fuera tan natural como viajar en avión en el mundo prepandémico. Esa soldadura mediante los rieles —con los interludios de las guerras y la posterior reparación de incalculables daños— perduró por décadas y aun hoy es posible, a distintas velocidades y con muy diferentes comodidades, ir desde Lisboa a los Urales (e incluso internarse en Asia, en el Transiberiano, aunque sus servicios estén suspendidos de momento por la pandemia). Karl Schlögel, en su interesantísimo ensayo En el espacio leemos el tiempo. Sobre Historia de la civilización y Geopolítica (Siruela, 2007), desarrolla ampliamente el efecto de esa telaraña de líneas de ferrocarril en la modernidad europea y cómo, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, esa facilidad de movimiento fue decisiva para la emergencia de las vanguardias europeas.

Así, pues, las invitadas croatas al congreso del PEN Club en Río cabildearon —venerable verbo castellano para lo que ahora conocemos como “hacer lobby”— para que el congreso del año siguiente cambiara su sede desde Dubrovnik, en el sur de Croacia, a cualquier otro lugar en donde no se persiguiera a escritores por sus ideas (finalmente se hizo allí, pero numerosas e importantes delegaciones declinaron asistir). De ahí que el semanario Globus, creado en 1990 y dedicado a atacar de la forma más ácida y miserable a los opositores al gobierno de Franco Tudjman, especialmente a quienes criticaran el nacionalismo y el “ser” croata, las bautizara como “Las brujas de Río”. Para quienes se sentían parte de Yugoslavia, una patria mayor, que habían formado familias con serbios y que por tanto reclamaban al menos respeto por la multiculturalidad que de hecho se vivía en la península, se acuñó el término peyorativo de “yugonostálgicos”, y, de acuerdo al hábito tan conocido de mezclar peras con manzanas para envilecer al adversario, las brujas de Río no solo eran traidoras a la patria, sino también comunistas, feministas y abortistas; en una palabra, personas demoníacas que merecían ser lanzadas a la basura. Tras una serie de virulentos ataques en Globus, el mismo medio publicó, en diciembre de 1992, un artículo de título espantoso: “Las feministas croatas violan a Croacia”, firmado por el “equipo de investigación de Globus”.

Ocurría que dos de las acusadas, Slavenka Drakulic (Anagrama ha publicado algunas de sus novelas) y y Vesna Kesic, fueron las primeras en escribir sobre las violaciones en la guerra y se involucraron muy activamente en proyectos de ayuda a las mujeres supervivientes de la violencia bélica; y, junto con las otras tres, se manifestaban en contra de esa violencia y en particular de las violaciones a mujeres. El problema radicaba justamente ahí. El artículo las acusaba de “haber ocultado las violaciones llevadas a cabo por los serbios a musulmanas y croatas en Bosnia-Herzegovina, al insistir en que las víctimas de las violaciones son mujeres”. Parece tan obvia la respuesta de las acusadas: “¿Somos realmente incapaces de ver que las mujeres de otras nacionalidades también están siendo violadas y que eso también lo están haciendo los soldados del ejército croata?”. En resumen, la violación a Croacia por parte de feministas croatas radicaba en denunciar las violaciones a mujeres y no solo a las que sufrían aquella violencia de parte de los serbios. Al poner a todas las mujeres en el mismo grupo, ocultaban a las croatas. La violación como estrategia bélica ha sido bastante estudiada en años recientes ***

Hay que ser muy retorcido para pensar que es más relevante el origen étnico que el hecho de ser mujer, o que, dicho de otro modo, que los croatas violen a serbias o bosnias está bien, pero si los serbios violan a croatas está mal; pero Globus, con una tirada de 150 mil ejemplares, lo que es mucho para un país de menos de cuatro millones de habitantes, insistió en sus acusaciones y además publicó datos personales de ellas (que afortunadamente en su mayoría eran falsos) con el propósito de exponerlas a la violencia nacionalista. A mediados del año siguiente, otro columnista de Globus escribió: “La sociedad croata con el tiempo debería desarrollar algo llamado higiene política. No se debe permitir que ni la clase dominante ni los escritores manchen la sociedad. Incluso las grandes democracias no permiten que los extremistas intelectuales sean parte de una sociedad decente”.

Nostalgia del Este

Ugrešić optó por abandonar Croacia, aunque siempre vuelve. No es persona grata y no la publican en su patria (o en su antigua patria, o en aquel país que ya no existe), pero vuelve, y mira, y escribe. El exilio pasó a ser su forma de vida, aunque la distancia entre Ámsterdam, la ciudad que escogió para radicarse, y Zagreb, la capital de Croacia, sea 1.326 kilómetros, algo menos de los 1.409 que hay entre Buenos Aires y Santiago. Es decir, está todavía en el mismo vecindario, a distancias que es posible recorrer en poco más de una hora en avión. Pero son mundos distintos. Uno es el de ellos; otro es el nuestro, pronombre que recorre con insistencia la obra de Ugrešić: los nuestros, lo nuestro, así, en cursivas, que destacan ese gesto de reconocimiento inmediato ante un acento familiar, o un nombre que podría haber sido el propio, o unas galletas con una etiqueta que solo puede haber sido puesta en un determinado lugar, el nuestro. Hay textos —algunos graciosos, otros de un doloroso patetismo— sobre esa relación con los productos de consumo habitual en la tierra nuestra; el café, los dulces, los encurtidos, los fiambres, ese paisaje de almacén o despensa que retrotrae a la infancia o simplemente a cierta familiaridad, el aire de estar en lo propio.

En “Ostalgia” (juego de palabras de Ugrešić, nostalgia de la Europa del Este), de No hay nadie en casa, habla de esa memoria secreta que no es ni la oficial ni la personal, sino aquella que se esconde “en un bollito, en una madeleleine, lo que el maestro Proust sabía bien”. La autora ha sido testigo de la lenta disolución de la cotidianidad en los países del Este, invadidos por poderosas cadenas comerciales occidentales, y revela la paradoja de la existencia de los “productos nacionales que con su diseño comunista divirtieron durante años a los turistas y visitantes occidentales mientras que para los consumidores domésticos eran fuente de frustración”; y luego, más adelante, habla de un valioso souvenir en su estantería, “un ejemplar prehistórico, Sguschiónnoye molokó, una lata soviética de leche condensada, denominada cariñosamente Sguschionka, algo así como «condensadica»”. Luego cuenta que mientras escribía las líneas finales del texto, paladeaba “uno de los últimos caramelos de fabricación soviética, los Krásnaya Shápochka”, con lo que satisfacía la nostalgia, “aunque en realidad no tengo claro de qué”. Ese ensayo-crónica fue escrito en 1998. 16 años después, sí lo sabe.

El almacén de Zelenko

Digamos, de entrada, que si No hay nadie en casa es un libro inolvidable, lleno de agudeza y de reflexiones que surgen como relámpagos nocturnos sin el trueno que los anuncie, La edad de la piel es deslumbrante porque mantiene y profundiza esas virtudes, a las que agrega un tono, una mirada, una suerte de ir ya de vuelta, un-paso-más-allá que ilumina hacia atrás todo lo que Ugrešić ha escrito con un sello de radicalidad que no puede dejar indiferente a ningún lector. Vamos de a poco.

El ensayo “¡Más despacio!”, una colección de momentos que intentan atrapar ya no la fugacidad del tiempo ni su velocidad en nuestra época, sino una inquietante semejanza entre el frenazo estalinista a los ímpetus revolucionarios y la inmovilidad que acecha en algunos de los más conspicuos productos de la nueva modernidad. Uno de esos momentos ocurre en Nueva York en 1982, en la primera visita de Ugrešić a esa ciudad. Un escritor ruso inmigrante insistió en llevarla a Brighton Beach (la escritora croata vivió durante algún tiempo en Moscú, en la era soviética). Allí viven mayoritariamente judíos soviéticos y viven la “vida cotidiana soviética”: hacen largas colas delante de pequeñas tiendas con cosas suyas, colas que servían “de almohada blanda, de sofá, de diván”, de medio de socialización, “una oportunidad para paliar la soledad”, y para comprar “productos soviéticos, tarros de pepinillos y tomates en salmuera, caviar, pescado seco, arenques, pan de centeno, libros, discos, periódicos rusos…”. Puede que Ugrešić esté hablando de bucles temporales, pero en esa “sovietalgia” late algo más.

La visita al almacén de Zelenko en Ámsterdam está narrada con lujo de detalles. Él y su mujer son de los nuestros y en su almacén hay de todo para alimentar la yugonostalgia o, ya que estamos, la yugostalgia. Hay de todo de lo nuestro, aunque muchas cosas sean apropiaciones de los vecinos (el café es turco, por ejemplo, pero en un envase nuestro), pero, desde la desabrida recepción de la mujer de Zelenko, todo va mal; Ugrešić y la amiga que la acompaña se esfuerzan por ser amables, pero el almacenero es irreductible en su agresividad. ¡Es que preguntan los precios! ¡Nosotros no trabajamos así! Finalmente, dejan las bolsas de compra llenas delante de la caja y se van a una tienda turca, donde encuentran casi lo mismo, aunque no sea de lo nuestro, y se ríen de su yugostalgia. Pero la cuidadosa narración tiene un sentido mucho más profundo: la relación de Zelenko con las autoridades y con su clientela borda lo ilegal, en el primer caso, y el autoritarismo, en el segundo. Ugrešić ve en ello la representación perfecta de las posdemocracias balcánicas, pantallas para negocios ilegales de los que los ciudadanos no saben nada, pero igual han elegido a Zelenko y a su mujer, malhumorados y displicentes, como sus representantes, que esperan que ellos hagan su compra rápido, sin preguntar los precios, y que desaparezcan cuanto antes, porque son ellos quienes los alimentan y los dotan de un sentido de pertenencia, son los dueños y administradores de lo nuestro. ¿En qué consiste, entonces, la nostalgia, de Yugoslavia, del Este, de la Unión Soviética? En esa entelequia que es lo nuestro, ese epítome del nacionalismo, ese nudo gordiano que solo se puede romper por la espada.

El pan y la muerte

Lo que lleva a preguntarse por cuántos nuestros deambulan por el mapa de Europa. En No hay nadie en casa, Ugrešić daba cuenta de la doble dirección migratoria: si el Este se vuelca al Oeste, también el movimiento (y no solo comercial, como lo vimos con las cadenas de productos occidentales) se produce en la dirección inversa, europeos occidentales que se instalan en regiones más cálidas, más permisivas y más respetuosas del poder del dinero, donde la vida es además mucho más barata. Trabajó su experiencia como migrante a través de la profesora Tanja Lusić, protagonista de El Ministerio del Dolor. “Todo es ficción”, dice en la nota previa al texto, “la narradora, la historia, las situaciones y los personajes. Tampoco el lugar en donde ocurren los hechos, Ámsterdam, es demasiado real”. Ese leve desplazamiento final —demasiado— abre la puerta para pensar que todo el resto no es demasiado irreal, pero, como siempre, que sea ficción o no ficción es lo menos relevante para enfrentar un texto literario. En un reciente, bellísimo y lúcido ensayo, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza reflexiona sobre el tema:

La imaginación, quiero argumentar, no es un atributo de la ficción sino el rasgo intrínseco a toda práctica de escritura, es más: a toda práctica de lectura. Ni los relatos orales ni los documentos escritos saltan por sí solos de su soporte material, ingresando, incólumes, en el sistema de percepción humano, donde serían consumidos. Muy por el contrario, la imaginación juega un papel fundamental tanto en el contexto en el que ese contacto (escritura: lectura) se produce como en la memoria colectiva y personal que su presencia activa. En ese sentido toda escritura es escritura de la imaginación. Se trata, por supuesto, de una imaginación acuerpada que nace, se complica o desfallece gracias a, o en contra de, los mismos vectores de poder que estructuran nuestras vidas.

El poderoso vector que cambió el rumbo de una escritora consagrada y popular en su antigua patria fue le necesidad de exiliarse. La profesora Lusić encuentra trabajo en Ámsterdam, haciendo clases de servo-kroaticsh, la denominación oficial holandesa para su materia; pero “Tenía que dar clases de una materia que oficialmente no existía. La filología yugoslava —que antaño abarcaba la literatura eslovena, croata, bosniaca, serbia, montenegrina y macedonia—había desaparecido como carrera junto con Yugoslavia”. Y no solo la filología, también la lengua:

“Los croatas, pugnando por “croatizar” de la manera más concienzuda posible el croata, pusieron en circulación unas construcciones torpes, copiadas del ruso, y otras palabras, más disparatadas aún, que estaban en uso durante la Segunda Guerra Mundial. Era una época de divorcio lingüístico llena de ruido y rabia. La lengua era un arma. La lengua delataba, marcaba, separaba y unía. Los croatas decidieron comer su kruh, como se dice en croata pan, los serbios su hleb, los bosniacos su hljeb. La palabra smrt, muerte, era la misma en las tres lenguas”.

El dato es sumamente revelador. Que el pan, algo tan cotidiano, sea un vehículo de diferenciación lingüística y que la muerte, en cambio, pertenezca al patrimonio común, no es solo una cuestión metafísica —al fin y al cabo, nos espera a todos— sino un ámbito de reconocimiento político y social. Pero El Ministerio del Dolor es, sobre todo, una novela de integración, de cómo la profesora Lusić y sus alumnos, expatriados como ella, lidian tanto con la herencia trunca de un país desaparecido como con la experiencia de asimilarse en otro pueblo que vive en un “desierto verde empapado de agua” donde “No hay relieves, curvas, redondez. La tierra es llana, lo que conduce a la visibilidad extrema de las personas, y esto, a su vez, vuelve a hacerse visible en el comportamiento. Los neerlandeses no tienen trato entre sí, se encuentran. Perforan con sus ojos luminosos los ojos del otro y sopesan su alma. No hay escondrijos, ni siquiera sus casas. Dejan las cortinas abiertas y lo consideran una virtud” (Aquí Ugrešić está citando al escritor neerlandés Cees Noteboom).

Migración y futuro

Volvamos a La edad de la piel. Uno de los ensayos más interesantes y certeros se llama “La Europa invisible”, y en él Ugrešić muestra cuánto y cómo ha cambiado su mirada sobre la migración. Es que el estado de la cuestión también ha variado radicalmente desde que ella, y cientos de miles de europeos del Este, se volcaron hacia occidente. Revisa la crisis migratoria no desde los datos ni las causas, sino de sus efectos en Europa: la indiferencia, el preferir no ver, el que países de donde fluían refugiados ahora cierren sus fronteras con alambre de espino, la animosidad de migrantes como ella hacia los recién llegados, las hazañas milagrosas que debe realizar para llegar a su destino (por ejemplo, cruzar la frontera entre Rusia y Noruega en bicicletas de niño por sobre la superficie helada, porque la ley rusa prohíbe hacerlo a pie) y todo ello para caminar sobre la cuerda floja, porque “nada garantiza que allí, en la otra orilla iluminada, no esté agazapado un terrorista suicida”. Y agrega: “Nadie puede decir si el andar por la cuerda floja es un nuevo estilo de vida, un nuevo código, una nueva moral, una nueva política. El terrorismo es amoral, constató Jan Baudrillard después del 11 de septiembre. ¿Acaso nosotros, los ciudadanos del mundo, inoculados por el miedo, no nos hemos convertido entretanto en amorales?” (Si uno piensa este párrafo a la luz de la pandemia, de la desigual repartición de las vacunas, de los comportamientos que desafían las normas y que ponen en riesgo a muchas personas, de la tentación de saltarse las normas en beneficio propio, bueno. Ugrešić escribía antes de que estallara la pandemia, pero su texto sigue vigente en nuevas condiciones). Pero su razonamiento la lleva más allá. Es tal la profundidad de la crisis migratoria y tan hondo y potente el ímpetu que lleva a los migrantes a superar obstáculos indecibles, que, para ella,

“Los refugiados, los migrantes, son nuestro espejo, un examen, un reto, una llamada a la confrontación con nuestros valores. Los acontecimientos, unos más visibles, otros menos, que acaecieron después de que se identificara la «crisis migratoria» encajan en el crucigrama. Los refugiados son el principio y el fin, la causa y el efecto, son ese mazo de cartas con las que se podrá leer el futuro inminente del mundo. Y el conocimiento será de quien sepa leer”.

 Luego abunda en distintas historias de migrantes, entre los que solo circulan de un lado a otro en busca de beneficios económicos (y que construyen la clásica isla de bienestar material en su lugar de origen, sin pretender quedarse para siempre ni acá ni allá); los que no encuentran jamás su espacio, que añoran allá, pero trabajan acá; y los que vuelven ocasionalmente pero a la nada, porque en el pueblo de origen ya no existe su casa y no queda nadie de la familia. Ugrešić toma experiencias al azar y las transforma en una cifra de interpretación de la atracción imparable e invencible “por las ideas de una vida mejor, más humana, más creativa y más digna (…). Quizá sean invisibles, quizá no tengan derecho a votar, pero serán los que mantengan la vida y los valores humanos, los valores de la humanidad. La política de tolerancia cero antes o después acaba volviéndose contra los que la practican; les amarga la vida a los que han vivido aquí generación tras generación”.

La mordaza de la chismosa

La edad de la piel, así como otros libros de Ugrešić, cubre un variado arco de temas. El ensayo que da nombre al libro es sencillamente brillante; está incluido en el Pushcart Prize XL 2016, “una prestigiosa colección que reúne los mejores ensayos aparecidos el año anterior en revistas y editoriales independientes estadounidenses”. Embalsamamiento, tatuajes, estigmatización de los gordos, trabajos artísticos con la piel humana, iluminadoras diferencias lingüísticas (por ejemplo, las lenguas eslavas no distinguen entre piel y cuero, lo que torna muy extraños ciertos giros y frases hechas), el modo en que la cultura popular hace digeribles los excesos, son algunas de los temas que en breves apartados dan forma a una mirada de escalofriante lucidez sobre nuestro tiempo. Como hemos visto, los temas migratorios y la reflexión en torno a la identidad reciben bastante espacio. Pero es en torno a la cultura patriarcal y a la situación de las mujeres antes y ahora en donde están las páginas más removedoras e inquietantes para los lectores (masculinos, quiero decir; muchas mujeres, en cambio, solo confirmarán lo que han vivido). No hay nada típico ni gastado ni manido en las reflexiones de Ugrešić. Sí pareciera ser que con los años ha dejado atrás la compulsión por la prudencia. No se calla nada. Y por eso es tan potente leerla.

Hace poco vi, en una mala serie policial de la que ni siquiera recuerdo el nombre (no pasé del primer episodio) que los mafiosos rusos trataban de terneritas a mujeres víctimas de trata de blancas. Por el ensayo de Ugrešić “La mordaza de la chismosa” me entero de que en el argot ruso el uso es (levemente) distinto: las terneritas son las mantenidas, “una versión moderna de la callada Io, que Júpiter convirtió en vaca”.

El ya muy familiar anglicismo mansplaining, que la autora  describe como “la práctica histórica de cerrarle la boca a una mujer, interrumpirla mientras habla, obstaculizarla verbalmente, adueñarse del discurso femenino y sabotearlo”, tuvo una manifestación física, la scold’s briddle, una mordaza con una pieza de hierro dentro de la boca que impedía hablar y que “servía para castigar a mujeres deslenguadas, chismosas, cotillas, de lengua viperina, bocas de escorpión, calumniadoras, malhabladas, respondonas, insolentes, arrabaleras, rabaneras, verduleras, ordinarias, blasfemas, vulgares, mujeres que tienen «la lengua larga como la cola de una vaca»”.

Ugrešić toma de un artículo de Mary Beard, “La voz pública de las mujeres”, una cita para enunciar lo que llama “La Ley de Telémaco”: “Madre mía, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio”, vigente hasta hoy, según Ugrešić, y dominada por las tres P, el Político, el Pope y el Poeta, que se ha colado ahí “porque ambos son sus colegas zalameros, expertos en esperanza, en el futuro radiante”.

En otro ensayo del libro, “L’ecriture masculine”, Ugrešić aborda el tema de la vejez y la decadencia del cuerpo, a partir del espanto universal suscitado por fotografías de la actriz Renée Zellweger, que después de sucesivas operaciones “no se parecía a sí misma, sino a un clon hollywoodense”. Lo sorpresivo para ella no es que, gracias a la tecnología, todo el mundo pueda discutir sobre el cuerpo de la actriz, sino que todo el mundo esté dispuesto a hacerlo. El interés surge, según Ugrešić, “de una secreta y dulce inclinación hacia un vandalismo particular dirigido contra las mujeres”, que va desde sus manifestaciones más inocuas (pintarle bigotes al afiche de una cantante) hasta el catálogo de horrores como la clitoridectomía, las violaciones grupales, el sadismo y muchísimas otras que la autora enumera extensamente, y que tienen por objeto, todas ellas, desde la burla hasta la mutilación, “la humillación e intimidación de las mujeres, es decir, someterlas a la estandarización, al gusto estético, moral y sexual de los varones, por lo tanto, a la dominación masculina”. Hay muchísimas reflexiones, todas muy oportunas, agudas y dolorosas, sobre el asunto, en los dos ensayos nombrados y en otros que no necesariamente están centrados en las mujeres. Porque escribir acerca de por qué nos gustan las películas de simios conduce, entre otras cosas, a un par de páginas en donde Ugrešić deja aflorar otro catálogo de horrores, esta vez vinculados a por qué una mujer agradece haber sido asesinada y enviada al cielo. Es una escena del documental The Art of Killing, sobre los asesinos indonesios que por años se dedicaron a limpiar su país de comunistas; se estima que asesinaron a tres millones y medio de personas. Lo que la mujer dice en esa escena le parece a Ugrešić “la única frase normal de la película” y la amplía extensamente, como si se tratara de un diluvio de imprecaciones, hasta su demoledora conclusión: “Gracias, de veras, por haberme asesinado y enviado al cielo porque, si no, tendría que enfrentarme todos los días no solo con la banalidad de vuestra maldad (¡eso se soluciona fácilmente!), sino con vuestra vitalidad aterradora”.

Fuentes

Dubravka Ugrešić

La edad de la piel. Impedimenta, Madrid, 2021. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

El Ministerio del Dolor. Anagrama, Barcelona, 2006. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

No hay nadie en casa. Anagrama, Barcelona, 2009. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

Un episodio en la vida del pintor viajero

Reseña publicada en la revista Caras, 11 de octubre de 2002

César Aira es conocido —relativamente, hay que decirlo— por su labor como novelista infatigable, que publica por lo menos una obra por año en las más diversas editoriales. Se trata, sin duda, de una de las voces más originales y destacadas de su generación, no solo en Argentina, sino también en el ámbito mayor de la narrativa en lengua española.

Menos conocida es la faceta de ensayista de Cesar Aira. Ha escrito sobre Copi y Alejandra Pizarnik, entre otros autores, y es el responsable de un magnífico Diccionario de autores latinoamericanos, comentado alguna vez en esta sección.

Ahora, gracias a una alianza de editores independientes en la que participan Beatriz Viterbo, de Argentina; Era, de Mexico; Trilce, de Uruguay; Txalaparta, del País Vasco; y Lom, de Chile, se distribuye en nuestro país Un episodio en la vida del pintor viajero, dedicado al pintor Johan Moritz Rugendas y, más concretamente, a lo que señala el título, a un episodio que marc6 la vida del pintor cuando recorría Argentina.

En rigor, no se trata de un ensayo, sino de una crónica o de un relato biográfico. Rugendas era un maniático de la correspondencia: escribía cartas a muchas personas en diferentes partes del mundo, plenas de detalles. Material extraordinario para los biógrafos, que Aira usa y nombra, pero sin citarlos directamente. El pintor es, aquí, un personaje clásico de novela, con un narrador también clásico, que lo sabe todo y que da cuenta hasta de los pensamientos más íntimos del personaje.

Ese personaje, pues, acompañado de otro pintor, Robert Krause, emprenden la travesía desde Santiago a Buenos Aires, sin prisa alguna: dedican días y días a registrar en bocetos los paisajes impresionantes de la cordillera y luego de Mendoza y sus alrededores.

Cuando finalmente se adentran en la pampa, hacia San Luis, llegan a un sector arrasado por la langosta. “Un día y medio se desplazaron en ese vacío espantoso. No había pájaros en el aire, ni cuises ni Ñandúes ni liebres ni hormigas en la tierra. La costra pelada del planeta parecía estar hecha de ámbar seco”.

En ese paraje desolado, con los caballos inquietos y sin haber comido, los sorprende la amenaza de una tormenta. Se quedan paralizados en el medio de la pampa. Rugendas parte solo a investigar que puede haber más allá de unas colinas; entonces, se desata un infierno de rayos y truenos, el caballo y él son tocados por dos rayos —y las descripciones de Aira son simplemente magníficas, un ejercicio de estilo que vale la pena apreciar—. En la caída, el pintor queda con un pie enganchado en el estribo. El caballo huye, y Io arrastra tras de sí.

Rugendas sobrevivió, pero quedó con el rostro deformado. No solo eso: perdió también el dominio sobre los músculos de la cara. “Había una escalada: un temblor, un vaivén, se difundía de golpe, y en segundos todo el rostro estaba en un baile de San Vito incontrolable”.

Este es, en esencia, el episodio que Aira explota de manera magistral. La deformación de Rugendas pasa a ser el objeto de una reflexión diferente, donde la cuestión del otro adquiere nuevos matices y otorga un nuevo contenido al encuentro que soñaba el pintor: asistir a un ataque de los indios, a un malón.

Y es, también, el origen de un cambio decisivo en la técnica del pintor y en su concepción estética, retratado con mano magistral por un escritor que muestra cómo la realidad puede ser, a veces, tan delirante como las fantasías que crean novela tras novela.

César Aira. Editorial Lom, Santiago, 2002. 91 páginas.

El juego de los mundos

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de marzo de 2019

César Aira no le teme a la contradicción. Parte esencial de lo que se ha dado en llamar su método es que no revisa ni vuelve atrás; cuando su escritura se empantana, o desecha el proyecto o apresura el cierre. Con su habitual pachorra, reconoce que “mis finales no son tan buenos, y muchas veces me los han criticado, con razón, porque son un poco abruptos. Y yo he notado que a veces me canso o quiero empezar otra, y termino de cualquier manera”. Y ocurre que con esta obra Aira hace lo que se supone que no está en su decálogo: El juego de los mundos apareció originalmente en 1999, en una edición limitada y esta es una nueva versión, editada y corregida (y probablemente aumentada) por el autor. Un Aira de clase única en ese universo que ya se empina sobre las cien novelas, que cumple de manera perfecta con otra afirmación del autor sobre su obra: “todo lo que hago podría definirse como literatura de género con fallas calculadas”. El género de turno es la ciencia ficción. En un remoto futuro, los hijos del narrador juegan en el modo RT (realidad total) a destruir mundos alienígenas. La particularidad del juego es que se trata de mundos reales, planetas habitados esparcidos por todo el universo, cuyo único destino parece ser convertirse en motivo de entretenimiento para adolescentes muy hábiles en el manejo de lo que el narrador llama “sistemas inteligentes”.

¿Dónde están las fallas calculadas? Casi en cada párrafo, pero hay algunas especialmente llamativas. Por ejemplo, cuando el narrador dice que “como esto ocurría en un futuro muy remoto, debo dar explicaciones para algún eventual lector del pasado”, hace saltar por los aires una de las bases del género, tratar de lograr verosimilitud interna. Lo mismo hace, en tono más humorístico, cuando sostiene que ese remoto futuro es herencia de la raza de los Escritures de Ciencia Ficción, cuyas proyecciones estaban tan erradas que “la humanidad, descendiente de estos farsantes, quedó embebida de un indeleble sentimiento de culpa”. Pero hay más que humor y contradicción en estas páginas, acorde con la tesis de que la literatura de Aira es de ideas. Aunque la deriva de sus novelas tiende a lo delirante, por debajo siempre es posible rastrear fuertes amarres con el lado de acá. Cuando escribe que “quizá la intolerancia no es más que falta de imaginación”, no es solo una frase ingeniosa: hay ahí una manera de leer el presente que se construye como una huella de migajas en el bosque.

César Aira. Emecé, Buenos Aires, 2019. 126 páginas.

Trucha panza arriba

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 23 de septiembre de 2019

Cinco de los siete cuentos comienzan con la letra e. Un personaje, Henryk, aparece en seis, y el último se titula con su nombre. Su hermano, Mati, protagoniza dos, y su hijastro, Andrés, es testigo de un relato en uno y el narrador de otro. En tres hay animales que desempeñan un papel protagónico: muchas truchas, una vaca y un perro. Henryk, de origen noruego y afincado en Guatemala, es un emprendedor y también un gran fracasado, que en varios relatos se enfrenta con lo que acá llamaríamos “los poderes fácticos”. El libro tiene una sólida estructura; no es una novela, pero, cuento tras cuento, se articula una línea que ahonda progresivamente en la biografía de los principales personajes. Es el primero de Rodrigo Fuentes, cuyo talento surge desde las primeras líneas en su límpido estilo y la fluidez de su manera de narrar, amable, rápida y expresiva, inscrita en la ancha tradición de Augusto Monterroso y Rodrigo Rey Rosa. El tercer cuento, “De repente, Perla”, es digno de cualquier antología, con dos personajes –animales- entrañables, Perla, “la vaca que quería ser perro”, y su compañero de aventuras, Derrepente, el quiltro que súbitamente apareció en la finca de melones de Henryk, vecina de un extenso cultivo de caña de azúcar. La vaca, que baila sobre dos patas, y el perro, que se revuelca con ella en el suelo, se unen a la Antorcha Justiciera, la banda de campesinos que enfrentan los agravios cometidos por los dueños del cañaveral.

Y es que Fuentes no esquiva, ni mucho menos, los conflictos que se viven en su patria. En varios de sus negocios, Henryk es asediado por bancos, abogados y, sobre todo, por gente poderosa que quiere lucrar con su desgracia. Su hermano se hunde de a poco en los meandros de la adicción al alcohol y a las drogas, hasta sentir que “vería arder, como desde una gran distancia, los muelles del mar muerto que llevaba adentro”. En “La isla de Ubaldo”, los campesinos resisten con armas la arremetida de los matones que quieren quedarse con la finca de Henryk. Pero, sobre esa trama de violencia, pobreza y abuso, Fuentes desarrolla historias y crea personajes que apuntan mucho más allá del color local y que seducen por el humor y la humanidad que muestran. Dice Andrés sobre Henryk, en el cuento final, que “su risa franca, y el rostro complacido tras los almuerzos de domingo, presagiaban un descenso calmo y prolongado hacia la vejez”, pero, como se intuye rápidamente, el destino puede torcerlo todo.

Rodrigo Fuentes. Laurel Editores, Santiago, 2019. 150 páginas.

Élites: quiénes son, de dónde vienen

Artículo publicado en la Revista UDP. Pensamiento y Cultura Nº 9, 2012.

Despejemos, en primer lugar, la cuestión etimológica. Élite viene del francés élite, el sustantivo correspondiente al verbo elire, escoger, que a su vez tienen su raíz en el latino eligere. Hasta el siglo XVI mantuvo sólo la acepción  dechoix, elección, acto de escoger; en el siglo siguiente, adquirió nuevos matices en el ámbito del comercio, para señalar aquellos bienes de calidad especial[1]; y ya en el XVIII, bajo las alas del pensamiento ilustrado, se empezó a utilizar la palabra para designar a determinados grupos sociales hasta evolucionar rápidamente al sentido en que lo define, con singular parquedad, el diccionario de la Real Academia Española: «Minoría selecta o rectora».

La secuencia temporal tiene una explicación transparente. Hasta el siglo XVIII, lo que hoy llamamos élites, esas minorías selectas o rectoras, se concentraban en la nobleza surgida en la Edad Media, que a su vez proveía de cuadros dirigentes al clero y a la milicia. El desarrollo de otros estamentos, al amparo de las universidades (nacidas en el siglo XII) y del creciente comercio, fue lento, pero precisamente su ascenso fue el motor del proceso histórico que condujo a la doble revolución de fines del XVIII, la francesa –eminentemente política- y la industrial, que se desencadenó primero en Inglaterra. Entonces fue necesaria otra manera de designar a las minorías poderosas que no tenían el estatus de la nobleza. Aunque la Revolución Francesa proclamó los derechos del hombre y el siglo XIX reclamaba la herencia de su “obra civil”, expresada bajo la fórmula «ha hecho iguales ante la ley a los hombres que el cristianismo había hecho iguales ante Dios», es bien sabido que aquel principio estaba muy lejos de ser aplicado[2]. Al contrario, la jerarquía social se planteaba como una necesidad y se daba por hecho que existían «diferencias de grado» entre los ciudadanos, hasta el punto de asimilar a la mayoría de la población «a menores parcialmente discapacitados», sobre la base de la convicción de que «sólo las clases ilustradas, las que en la práctica o en principio tienen suficiente tiempo libre como para reflexionar, son capaces de ejercer responsabilidades»[3]. En el Estado, claro, pero también, obviamente, en otras áreas. Elías Canetti, no sin sorna, escribió este aforismo en sus Apuntes: «Tiene simpatía por una minoría y va declamando siempre por la gran mayoría»[4]. Aunque los burgueses del siglo XIX reclamaban la supresión del sufragio universal (aun entonces bajo una fórmula harto más restringida que la actual, es decir, bien poco universal) y argumentaban por su derecho a ejercer la tutoría de la sociedad entera, las élites contemporáneas suelen actuar como describe Canetti: hablan de las mayorías, pero favorecen a las minorías.

Desde que se asentó esta nueva acepción de élites, el concepto ha ingresado tanto a la discusión y a la elaboración de las ciencias sociales como al uso en el lenguaje común, con muy distintas tonalidades. En el primer caso, y sobre todo en el siglo XX, el término va aparejado con otro que adquiere, incluso, mayor protagonismo: la masa. Según el citado artículo de Rocío Valdivieso, la doble reflexión sobre élites y masa tiene su origen «en la constatación, fácilmente observable, de que en toda sociedad hay unos que mandan, gobiernan y dirigen (la minoría) y otros (los más) que obedecen y son gobernados». La teoría de las élites ha sido elaborada, sobre todo, por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, pero exponer y analizar sus ideas excede los límites de este artículo, que sólo aspira a fijar la génesis del concepto y sus usos más habituales. Basta señalar que la idea de “clase política” y sus mecanismos de perpetuación en el poder por alianzas estratégicas y por herencias familiares que crean dinastías políticas (fenómeno tan habitual en Chile) está en el corazón de la teoría, al menos tal como la elaboró Mosca. Pareto, en cambio, cree en que quienes llegan a la cumbre del poder son los mejores. En la práctica, siempre hay una mezcla de ambos factores, pero es totalmente ingenuo pensar que, en muchas sociedades contemporáneas, y especialmente en aquellas que muestran singulares tasas de desigualdad, la meritocracia es la norma.

Pero el gran protagonista de la reflexión filosófica, social y política del siglo XX no son las élites, sino las masas. En el siglo de la explosión demográfica, de la democratización progresiva, de la ampliación de los horizontes de consumo, de multitudes urbanas convocadas a las calles, de organizaciones que aspiran a incluir a todos los ciudadanos, de nacionalismos fundados en la pertenencia a una raza o territorio, las masas han sido objeto de una mirada tan atenta como –a veces- desesperanzada. En particular, el ascenso del nazismo motivó, por ejemplo, la reflexión monumental y clásica que Canetti entregó en Masa y poder, un libro enorme cuya elaboración le tomó décadas y que calificaba como la obra de su vida.  «He conseguido agarrar a este siglo por el cuello»[5], escribió Canetti a propósito de su obra, que el filósofo Peter Sloterdijk califica como «el libro más acerado e ideológicamente fecundo de este siglo»[6] (se refiere al siglo XX). Es que la percepción de la masa, de sentirse parte de la masa, está en el exacto opuesto de sentirse parte de la élite: en ésta priman sobre todo las jerarquías -«diferencias de rango, posición social y propiedad. En tanto que individuos, los hombres son siempre conscientes de estas diferencias, que gravitan pesadamente sobre ellos y ejercen una gran presión para mantenerlos separados»[7]; en aquélla, la igualdad: «Únicamente en forma conjunta pueden liberarse los hombres del lastre de sus distancias. Y eso es justamente lo que ocurre en la masa. En la descarga se despojan de las separaciones y todos se sienten iguales. En medio de esa densidad en la que apenas queda espacio libre entre los cuerpos, que se estrechan entre sí, cada cual se encuentra tan próximo al otro como a sí mismo, lo cual produce un inmenso alivio. Y es por mor de este instante de felicidad en que ninguno es más ni mejor que el otro que los hombres se convierten en masa»[8] (las cursivas son de Canetti).

Pero ese camino –el de las masas- puede ser engañoso. Podría llegar a pensarse que las élites también se han democratizado y se han fundido en el abrazo de las masas; pero hay una hipótesis más sibilina y quizá más realista, expuesta por Eco, Colombo, Alberoni y Sacco en La nueva Edad Media[9]. Lejos del llano y de los ojos del pueblo están los castillos de la tecnología, las altas finanzas, las burocracias internacionales, los consorcios de tráfico de armas y drogas, donde realmente radica el poder. Abajo, en la llanura, están las masas que, como no ven los castillos ni cómo viven allí los reales gobernantes, mantienen las ilusiones de la libertad, de la capacidad de elegir autoridades, de la autonomía. Algo así como una matrix sin la parafernalia de los efectos especiales. Tal vez exageran las tintas, pero, sin duda, en estas últimas décadas las élites (algunas, por lo menos), tienden a desaparecer, a ocultarse detrás del funcionamiento institucional de los Estados, a perderse tras la cortina de la «mano invisible» del mercado; y también es cierto que campea una suerte de ilusión igualitaria (en el discurso, al menos), sobre la base de características propias de los sistemas democráticos. El sufragio universal, por ejemplo. El reclamo por la reducción de las desigualdades casi siempre toca la tecla de lo excesivo; no niega de plano que existen las élites, aunque tiende a afirmar que la meritocracia –la élite de la inteligencia, la capacidad de trabajo, el don de gentes, la capacidad de interpretar los anhelos del colectivo- es la única aceptable, en oposición a las élites cuyos privilegios –riqueza, ante todo, pero también poder, estilo, prestancia- son heredados. Lo que se reclama es la distancia. Si la medición de la desigualdad es aceptable, si no hay tanta diferencia entre los extremos, las élites, por muy ricas y poderosas que sean, son aceptadas.

Lo que no se suele señalar es el componente más incorrecto de la relación entre élites y masas: el desprecio. Y el desprecio es, según Peter Sloterdijk, el rasgo que define esa relación, al menos tal como ha ido constituyéndose en la modernidad (y también del que menos se habla, por su potencial de subvertir los discursos políticamente correctos). Un desprecio que va de arriba abajo y de abajo arriba hasta constituir «un campo contaminado en el que predominan el narcisismo inseguro de las masas y las ambiciones heridas de las élites, cuando no sus mutuos entrelazamientos»[10]. La cuestión es especialmente delicada precisamente porque pone en evidencia «una embarazosa diferencia vertical entre los hombres que resulta a la vez indispensable, inevitable e insoportable»[11]; y esa combinación está en la raíz de las relaciones neuróticas y rencorosas entre ambos términos de la ecuación. El desprecio de arriba abajo tiene una larga tradición filosófica y social; Voltaire, el defensor de las libertades, pudo decir, por ejemplo, que «cuando la canaille [canalla] se mezcla en los asuntos de la razón, todo está perdido». Y Freud, el gran explorador de las profundidades del inconsciente, compara el alma con el Estado moderno, «en el que una chusma ansiosa de placer y de destrucción tiene que ser sojuzgada por una clase superior y más juiciosa»[12]. El desprecio de abajo arriba, en cambio, es más reciente y tiene su origen en el ascenso de las masas y su creciente protagonismo. Y cuando parecía que el «todo está lleno de hombres» de Canetti se había desplazado hacia el hacinamiento en el transporte público o la lluvia de comentarios en las redes sociales, en 2011 las masas volvieron por sus fueros, demostraron su poder y volvieron a descolocar a las élites, esta vez hasta un punto cuyos límites siguen muy difusos. Ni siquiera Sloterdijk, un filósofo tan perspicaz, fue capaz de adelantar ese movimiento, que de nuevo instala una oscura incógnita en el interior de esa relación conflictiva y neurótica, incógnita que puede ser de las más interesantes e impredecibles de este tiempo.


[1] Élites (Teorías de las), en el Diccionario crítico de las ciencias sociales. Entrada a cargo de Rocío Valdivieso del Real (http:/www.ucm.es).

[2] «Los fundamentos de la sociedad burguesa en Francia en el siglo  XIX”, por A. Daumard. En Órdenes, estamentos y clases. Coloquio de historia social, AAVV. Siglo XXI de España Editores, Madrid, 1978. Página 272.

[3] Ibid.

[4] Apuntes (1942-1993). Elias Canetti. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006. Pág. 312.

[5] Ibid. Pág. 263.

[6] El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna. Peter Sloterdijk. Pre-Textos, Valencia, 2002. Pág. 10.

[7] Masa y poder. Elias Canetti. DeBolsillo, Barcelona, 2010. Pág. 73.

[8] Ibid. Pág. 74.

[9] La nueva Edad Media. Umberto Eco, Furio Colombo, Francesco Alberoni, Giuseppe Sacco. Alianza Editorial, Madrid, 2004.

[10] Sloterdijk, op. cit. pág.64.

[11] Ibid. pág. 65.

[12] Citados en Sloterdijk, op. cit. pág. 66.

Jonathan Strange y el señor Norrell

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, enero de 2006

Daría para una tesis la idea de que la actual fascinación por la magia obedece al extraordinario progreso del conocimiento y sus consecuencias, el desarrollo científico y tecnológico. El hilo es lo suficientemente grueso como para justificar un fenómeno literario que no da señales de amainar: Harry Potter y Artemis Fowl son, hasta ahora, los casos más populares, pero la avalancha de magos, duendes y mundos mágicos es mucho más amplia y variada. El riesgo de una explicación simple es que podría incluir también esta novela de Sussana Clarke, una obra compleja y ambivalente, que oscila entre el humor, la sátira y la tragedia; una novela sumamente entretenida, pero también inquietante; una obra mayor, tanto por sus dimensiones como por sus intenciones.

Ambientada en las primeras décadas del siglo XIX, narra el renacer de la magia en Inglaterra, arte perdida desde la desaparición del Rey Cuervo, monarca de Inglaterra del Norte, a inicios del siglo XV. Dos magos, Strange y Norrell, descubren cómo revivirla, a través de los libros o de la libre práctica, pero están muy lejos de prever las consecuencias de sus descubrimientos. El narrador tiene la gentileza de no ocultar información al lector, único capaz de apreciar el panorama completo; en cambio, los magos y la amplia galería de personajes que los acompañan están obligados a transitar por oscuros derroteros para llegar a entender qué es lo que está ocurriendo en Inglaterra. Esa es una de las cualidades más positivas del libro: cuando una historia está hábilmente concebida y mejor narrada, no es necesario hacerle trampas al lector para mantener el suspenso y el interés. Y si esta historia se extiende por casi 800 páginas, se aprecia mejor aún el esfuerzo de la autora en este sentido.

Algunos episodios están dominados por el humor y la intención satírica, que se traduce en un implacable retrato de la sociedad inglesa decimonónica. Pero sin duda que la nota dominante es el tristísimo sonido de las campanas que conducen hacia el castillo de Desesperanza. La novela cruza distintas líneas, no sólo de los reinos mágicos y los reinos humanos, sino también de géneros literarios como la aventura, el romance, el terror y el enigma policial, en un vasto fresco narrativo que tiene osadía, humor, calidad y la dimensión adulta que tanta falta hace en otras muestras de la literatura sobre criaturas mágicas.

Susanna Clarke. Salamandra, Barcelona, 2005. 795 páginas.

Sepulcros de vaqueros

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de septiembre de 2017

Es estéril, a estas alturas, continuar el debate sobre los inéditos de Roberto Bolaño. Su heredera y albacea ha decidido publicarlos, y ya está. Sí se puede discutir la intención de presentar Sepulcros de vaqueros como «un libro desconcertante» frente al cual «no tiene sentido tratar de distinguir si estamos ante tres partes independientes o ante la unidad propia de una novela», según dice el autor del prólogo, Juan Antonio Masoliver. Toda obra de Bolaño, según él, es parte del gran libro de las obras completas y así hay que leer este volumen, como un capítulo más de un proyecto creativo. Está bien, pero ello no quita que se reunió aquí tres textos muy dispares en calidad, en estructura y en grado de elaboración. Si entre los dos primeros, «Patria» y «Sepulcros de vaqueros» hay tenues lazos (el escenario chileno, la presencia del alter ego del autor, Belano, aunque con nombres de pila distintos, las referencias —probables— a la biografía), el tercero, «Comedia del horror en Francia», no tiene nada que ver.

«Patria», escrito entre 1993 y 1995, es un texto muy valioso para apreciar mejor el método de trabajo de Bolaño. Las numerosas y cruciales coincidencias con Estrella distante llevan a pensar que puede tratarse de un primer borrador de aquella novela, aunque las diferencias de estilo y estructura sean gigantescas. También hay una flecha que apunta a un relato posterior de Bolaño, «El Ojo Silva». Los capítulos finales evidencian clarísimamente que el proyecto quedó trunco y que Bolaño, un escritor radical en todo sentido, prefirió desarrollar la historia de una manera completamente distinta. «Sepulcros de vaqueros» es un texto más maduro y mucho más afinado, pero, tal como lo muestra el índice que Bolaño tenía pensado para esta obra (incluido en las reproducciones facsimilares de sus notas de trabajo al final del volumen), también es un proyecto que quedó a medio camino. De todos modos, los cuatro cuentos que lo componen (o capítulos de una posible novela, uno de los cuales, «El gusano», pasó, con muchos cambios, a Llamadas telefónicas), son, lejos, lo mejor del volumen; iluminan con claridad el juego entre biografía y escritura que desarrolló Bolaño en toda su obra y son también muy valiosos para entender mejor su relación con Chile y con el golpe de Estado de 1973. «Comedia del horror en Francia» parecer ser, efectivamente, el desarrollo ficcional de una columna publicada en Las Últimas Noticias, «Conjeturas sobre una frase de Breton», pero es imposible saber si su final es abierto o simplemente quedó trunco.

Roberto Bolaño. Alfaguara, Santiago, 2017. 216 páginas.

El asco

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 28 de julio de 2018

En la nota que Horacio Castellanos Moya, ganador del Premio Manuel Rojas en 2014, escribió para esta edición de El asco, novela que apareció por primera vez en El Salvador en 1997, explica qué quiso hacer con el texto y cuenta su historia posterior. La escribió, dice, «como un ejercicio de estilo en el que pretendía imitar al escritor austriaco Thomas Bernhardt, tanto en su prosa, basada en la cadencia y la repetición, como en su temática, que contiene una crítica acerba a Austria y su cultura». Y se divirtió mucho haciéndolo. Es muy entendible: lleva hasta el extremo la torsión del sarcasmo en el ataque a toda la cultura salvadoreña, desde la cerveza local hasta la política y el desarrollo cultural. El resultado es un texto tan feroz que llega a dar risa. A otra gente no le pareció tan chistoso que el autor se mofara de ellos. Fue amenazado de muerte. Partió una vez más al exilio. Pero El asco permaneció, reeditada varias veces en su patria y luego en España, en 2001, 2007, y ahora en 2018.


Un tal Vega, autoexiliado en Canadá que está de visita por la muerte de su madre, conversa con un tal Moya, escritor y el único de sus compañeros de colegio que fue al funeral. Todo el texto se organiza en torno a cadenas de frases que cierran con «me dijo Vega» y, efectivamente, la repetición y la cadencia son las principales herramientas de estilo, aunque también hay, en cada asunto que aborda Vega, una suerte de crescendo, un aumento de la virulencia. Y no es que Vega sea un personaje portentoso; al revés, el hilo de sus fobias muestra también su lado más miserable y odioso. Pero su interminable diatriba es, sin duda, un punto muy alto en la narrativa de Castellanos y de América Latina. El autor cuenta que en muchas oportunidades algunos lectores de otros países le han pedido que escriba un asco sobre sus respectivas patrias. Es fácil imaginar la indignación que cundiría ante un libro que se burlara despiadadamente del vino chileno, de las empanadas, las universidades, el himno nacional, el puerto patrimonial, la torre Entel, las autopistas, los premios Nobel, la poesía, la marraqueta, los militares, los animadores de televisión, el cine, en fin, de todo aquello que suele asomar como orgullo nacional. Es que el texto de Castellanos Moya es bastante más que un ejercicio de estilo, es un espejo que devuelve la imagen de lo que no queremos ver y que por eso espanta, inquieta y provoca.

Horacio  Castellanos Moya. Literatura Mondadori,  Santiago, 2018.  106 páginas.

Criacuervo

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 10 de noviembre de 2018

En Europa, ese gigantesco melting pot, se ha instalado la discusión acerca de qué es genuinamente europeo. La escritora croata Dubravka Ugresic pone el dedo en la llaga cuando reclama en contra de las etiquetas, que califica como interpretaciones abreviadas —y generalmente erradas— de una obra: un croata debe escribir sobre su país, para no sonar impostado. Y cita el caso más extremo que ha encontrado, el de Joydeep Roy Bhattacharaya, nacido en Calcuta y licenciado en Filosofía en Estados Unidos, residente en Nueva York y autor de una novela sobre Hungría y el círculo de los intelectuales húngaros de los sesenta. Un lector de ese país se quejó: «La novela trata de Hungría, pero de un modo indio. Sería mejor que escribiera sobre la India». Todo esto viene a cuento porque Criacuervo es de Orlando Echeverri, escritor colombiano, pero buena parte de ella transcurre en Alemania y los protagonistas son alemanes. La parte colombiana del relato transcurre en el desierto de la Guajira, en el norte del país, y en la ciudad de Cartagena de Indias. Ese lugar se anuncia al inicio como un punto de reunión, donde los hermanos Zweig, Adler y Klaus, se reencontrarán luego de más de diez años, acompañados también por Cora Baumann, el amor juvenil de Klaus. Pero, en realidad, el desierto de la Guajira funciona como una suerte de punto de fuga donde todo parece perderse, extraviarse o romperse, una suerte de maelstrom que si llega a devolver algo, lo entrega tan dañado que es apenas reconocible.

No solo la falsa etiqueta destaca a Criacuervo en el panorama de la reciente narrativa latinoamericana. Echeverri desarrolla una historia, o dos historias, que se abren cuando los padres de Adler y Klaus, una pareja de biólogos, aparecen muertos en su auto en medio del bosque. El narrador omnisciente, la sucesión de hechos, la huida de todo lo que suene a introspección, el estilo vigoroso y lleno de aciertos que es tan fluido como directo, muestran a un escritor que se desmarca no solo de la geografía sino también de un cierto modo de narrar que se ha popularizado en América Latina. De ahí que sea una novela sorprendente, inesperada, donde un viento feroz dispersa las hojas y un remolino no menos poderoso parece anunciar que volverán a encontrarse en la Guajira, armados de nostalgias enterradas tan profundamente que cuando afloran se tornan incontenibles. Pero no sería tan buena novela si las cosas ocurrieran como debían pasar. No retrataría tan bien la soledad, el abandono y el infortunio de esas vidas quebradas si la Guajira no mostrara su peor cara.

Orlando Echeverri Benedetti. Edícola Ediciones, Santiago, 2018. 200 páginas.

Las fuentes del afecto. Cuentos dublineses

Reseña publicada en la revista Sábado del diario El Mercurio, primero de febrero de 2014

Con cuentagotas y a algunas librerías llegan los libros de la editorial barcelonesa Alfabia, que, como algunas otras independientes (o pequeñas, digamos), cultiva un catálogo ecléctico en géneros, épocas y nacionalidades, aunque una de sus fortalezas (de nuevo, se ha hecho un procedimiento habitual en este tipo de sellos) es el rescate de autores olvidados o nunca traducidos al español. Es el caso de la irlandesa Maeve Brennan, una escritora que sólo cabe calificar de extraordinaria. Emigró muy joven a Estados Unidos (su padre fue el primer embajador irlandés en aquel país) y se quedó para siempre, aunque su narrativa siempre se sitúa en su país natal. También cultivó con gran éxito la crónica, que centró en la ciudad donde definitivamente se radicó, Nueva York, y sus textos -livianos, agudos, con gran sentido para elegir el detalle exacto- conforman un retrato magnífico de la ciudad.

Este volumen reúne todos los cuentos de Brennan (no fue una escritora prolífica) y la nouvelle que da título al volumen, uno de los retratos más descarnados y melancólicos sobre la edad madura y sobre el peso de las relaciones de familia en el curso de una vida, la vida de Min, tan aferrada a esos lazos que nunca puede escapar de ellos y los rumia incansablemente, ya en su vejez, rodeada de los objetos que fueron de sus parientes y que por fin han retornado donde ella cree que deben estar, en el último santuario de la familia. Alice Munro piensa que se trata de «una de las mejores narraciones en lengua inglesa del siglo XX» y seguro que tiene razón. Los primeros cuentos tienen un marcado carácter autobiográfico, ya desde el narrador en primera persona, y tienen ese sabor agridulce de los momentos de infancia fijados por el recuerdo. La siguiente serie de relatos se centra en dos familias, los Derdon y los Bagot, y en estos cuentos la anécdota es lo que menos importa; a la inversa de la chispa y gracia de sus crónicas neoyorquinas, los relatos dublineses abordan, de manera implacable, el declive de vidas que ceden el empuje y la energía ante el hastío y la creciente soledad. Son cuentos donde la atmósfera lo es todo, y en ambientes cerrados, con rutinas que son la única salvación ante la decadencia o la locura, los personajes de Brennan muestran hasta qué punto el vacío y la pérdida de sentido pueden enrarecer y asfixiar todo posible atisbo de vida, de verdadera vida. Así y todo, es imposible escapar del sutil  e inmisericorde tejido narrativo de la autora, por su excepcional calidad narrativa.

Maeve Brennan. Alfabia, Barcelona, 2013. 437 páginas.