Un episodio en la vida del pintor viajero

Reseña publicada en la revista Caras, 11 de octubre de 2002

César Aira es conocido —relativamente, hay que decirlo— por su labor como novelista infatigable, que publica por lo menos una obra por año en las más diversas editoriales. Se trata, sin duda, de una de las voces más originales y destacadas de su generación, no solo en Argentina, sino también en el ámbito mayor de la narrativa en lengua española.

Menos conocida es la faceta de ensayista de Cesar Aira. Ha escrito sobre Copi y Alejandra Pizarnik, entre otros autores, y es el responsable de un magnífico Diccionario de autores latinoamericanos, comentado alguna vez en esta sección.

Ahora, gracias a una alianza de editores independientes en la que participan Beatriz Viterbo, de Argentina; Era, de Mexico; Trilce, de Uruguay; Txalaparta, del País Vasco; y Lom, de Chile, se distribuye en nuestro país Un episodio en la vida del pintor viajero, dedicado al pintor Johan Moritz Rugendas y, más concretamente, a lo que señala el título, a un episodio que marc6 la vida del pintor cuando recorría Argentina.

En rigor, no se trata de un ensayo, sino de una crónica o de un relato biográfico. Rugendas era un maniático de la correspondencia: escribía cartas a muchas personas en diferentes partes del mundo, plenas de detalles. Material extraordinario para los biógrafos, que Aira usa y nombra, pero sin citarlos directamente. El pintor es, aquí, un personaje clásico de novela, con un narrador también clásico, que lo sabe todo y que da cuenta hasta de los pensamientos más íntimos del personaje.

Ese personaje, pues, acompañado de otro pintor, Robert Krause, emprenden la travesía desde Santiago a Buenos Aires, sin prisa alguna: dedican días y días a registrar en bocetos los paisajes impresionantes de la cordillera y luego de Mendoza y sus alrededores.

Cuando finalmente se adentran en la pampa, hacia San Luis, llegan a un sector arrasado por la langosta. “Un día y medio se desplazaron en ese vacío espantoso. No había pájaros en el aire, ni cuises ni Ñandúes ni liebres ni hormigas en la tierra. La costra pelada del planeta parecía estar hecha de ámbar seco”.

En ese paraje desolado, con los caballos inquietos y sin haber comido, los sorprende la amenaza de una tormenta. Se quedan paralizados en el medio de la pampa. Rugendas parte solo a investigar que puede haber más allá de unas colinas; entonces, se desata un infierno de rayos y truenos, el caballo y él son tocados por dos rayos —y las descripciones de Aira son simplemente magníficas, un ejercicio de estilo que vale la pena apreciar—. En la caída, el pintor queda con un pie enganchado en el estribo. El caballo huye, y Io arrastra tras de sí.

Rugendas sobrevivió, pero quedó con el rostro deformado. No solo eso: perdió también el dominio sobre los músculos de la cara. “Había una escalada: un temblor, un vaivén, se difundía de golpe, y en segundos todo el rostro estaba en un baile de San Vito incontrolable”.

Este es, en esencia, el episodio que Aira explota de manera magistral. La deformación de Rugendas pasa a ser el objeto de una reflexión diferente, donde la cuestión del otro adquiere nuevos matices y otorga un nuevo contenido al encuentro que soñaba el pintor: asistir a un ataque de los indios, a un malón.

Y es, también, el origen de un cambio decisivo en la técnica del pintor y en su concepción estética, retratado con mano magistral por un escritor que muestra cómo la realidad puede ser, a veces, tan delirante como las fantasías que crean novela tras novela.

César Aira. Editorial Lom, Santiago, 2002. 91 páginas.

El juego de los mundos

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de marzo de 2019

César Aira no le teme a la contradicción. Parte esencial de lo que se ha dado en llamar su método es que no revisa ni vuelve atrás; cuando su escritura se empantana, o desecha el proyecto o apresura el cierre. Con su habitual pachorra, reconoce que “mis finales no son tan buenos, y muchas veces me los han criticado, con razón, porque son un poco abruptos. Y yo he notado que a veces me canso o quiero empezar otra, y termino de cualquier manera”. Y ocurre que con esta obra Aira hace lo que se supone que no está en su decálogo: El juego de los mundos apareció originalmente en 1999, en una edición limitada y esta es una nueva versión, editada y corregida (y probablemente aumentada) por el autor. Un Aira de clase única en ese universo que ya se empina sobre las cien novelas, que cumple de manera perfecta con otra afirmación del autor sobre su obra: “todo lo que hago podría definirse como literatura de género con fallas calculadas”. El género de turno es la ciencia ficción. En un remoto futuro, los hijos del narrador juegan en el modo RT (realidad total) a destruir mundos alienígenas. La particularidad del juego es que se trata de mundos reales, planetas habitados esparcidos por todo el universo, cuyo único destino parece ser convertirse en motivo de entretenimiento para adolescentes muy hábiles en el manejo de lo que el narrador llama “sistemas inteligentes”.

¿Dónde están las fallas calculadas? Casi en cada párrafo, pero hay algunas especialmente llamativas. Por ejemplo, cuando el narrador dice que “como esto ocurría en un futuro muy remoto, debo dar explicaciones para algún eventual lector del pasado”, hace saltar por los aires una de las bases del género, tratar de lograr verosimilitud interna. Lo mismo hace, en tono más humorístico, cuando sostiene que ese remoto futuro es herencia de la raza de los Escritures de Ciencia Ficción, cuyas proyecciones estaban tan erradas que “la humanidad, descendiente de estos farsantes, quedó embebida de un indeleble sentimiento de culpa”. Pero hay más que humor y contradicción en estas páginas, acorde con la tesis de que la literatura de Aira es de ideas. Aunque la deriva de sus novelas tiende a lo delirante, por debajo siempre es posible rastrear fuertes amarres con el lado de acá. Cuando escribe que “quizá la intolerancia no es más que falta de imaginación”, no es solo una frase ingeniosa: hay ahí una manera de leer el presente que se construye como una huella de migajas en el bosque.

César Aira. Emecé, Buenos Aires, 2019. 126 páginas.

Pequeña flor

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 25 de julio de 2015

Pequeña florIosi Havilio integra, junto a Roque Larraquy, Gabriela Cabezón Cámara, Hernán Ronsino, Carlos Ríos, Betina Keizman, Selva Almada, el tan nombrado en estos días Pablo Katchadjian, Patricio Pron y María Sonia Cristoff, entre muchos otros, la impresionante renovación de la narrativa argentina en la última década, un panorama amplio, diverso y sorprendente a la altura de su muy generosa tradición. Pequeña flor es la cuarta novela de Havilio (autor también de Estocolmo, una obra que nos interpela de manera directa: transcurre en Chile y aúna los temas del exilio y la segregación por cuestiones de género), que destaca por su economía narrativa y el ventarrón desquiciado de una trama que se adentra en extraños territorios.

El comienzo puede recordar el «método Aira», cuando lo que parece ser un libro convencional y casi costumbrista gira bruscamente y se abre a lo desconocido. La diferencia radica en que Havilio es más contenido y ahonda en la huella en lugar de permitir que el zigzagueo de la imaginación lo lleve a cualquier parte, aunque lo que va apareciendo en el foso -que hay uno, y una pala- sea cada vez más desconcertante; pero quizá lo más extraño de todo es que la novela no se sale del molde, una casa en los suburbios, un matrimonio que pasa por una crisis, un terapeuta alternativo que es una mala copia de Jodorowsky -lo que ya es mucho decir-, un hombre cesante que asume las tareas del hogar, una baby sitter que se despide con un beso que cae al lado de su natural destino, un vecino empalagosamente acogedor. Dentro de ese cauce casi trivial, el protagonista descubre que tiene un don único, que puede ser a la vez una maldición; y, en la exploración de sus posibilidades y límites, la novela sigue una deriva impredecible. Las frecuentes digresiones no hacen más que reforzar el planteamiento narrativo, la idea de normalidad bruscamente asediada por un hecho fortuito y espantoso que sitúa todo bajo otra luz y cambia el curso de las cosas. La narración en primera persona dibuja muy bien al resto de los personajes y especialmente a la hija pequeña, dotada (quizá) de otros dones, con quien teje una silenciosa relación de complicidad que crece en el misterio y que precipita el desarrollo final de la novela. Havilio confirma aquí todo el talento mostrado en Opendoor, Estocolmo y Paraísos: un autor en forma, que maneja diversos registros, escribe muy bien y crea mundos que no son su reflejo especular.

Iosi Havilio. Literatura Random House, Buenos Aires, 2015.

Continuación de ideas diversas

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 8 de marzo de 2014

continuacion-de-ideas-diversas-674x1024Aunque el escritor argentino César Aira ha escrito algunos ensayos (sobre Alejandra Pizarnik y sobre Copi, pero sobre todo su inigualable Diccionario de autores latinoamericanos), y aunque ha incursionado en el género dramático, el trazo principal de su escritura corre por la novela y, en menor medida, el cuento. Este libro -y en verdad no podría ser de otra manera, tratándose de Aira- rompe las convenciones exigidas tanto al ensayo como al diario de vida y aún a la ficción, puesto que de todo ello hay en esta sucesión de parágrafos que alguna vez enlazan con el siguiente, aunque lo habitual es que el tema cambie completamente. Recuerdos, películas, hechos del día anterior, el insomnio, la literatura y sus procedimientos, ideas de novelas, las pesadillas, ácidos juicios sobre el mundo contemporáneo, su manera de entender el ejercicio de la escritura, dan forma a un libro que gana valor (unos cuántos parágrafos se refieren al tema del valor literario o artístico) por varias razones. Primero, se trata de la inconfundible voz narrativa de Aira, uno de los escritores menos convencionales y más atractivos de la escena latinoamericana actual. Segundo, Aira habla de sí mismo, en primera persona, y, aunque sea de manera parcelada y casi renuente, como si tratara de esconder en la ironía o la distancia la peripecia autobiográfica, ofrece un singular recorrido por su formación como lector y algunas luces -pocas- sobre su familia y su entorno. Tercero, recupera una tradición (y la subvierte, por supuesto) ya antigua, esos libros de pensamientos (que solían incluir aforismos, pero esas frases cerradas y tajantes, que sobreviven la cita en cualquier contexto, no van con el autor) que menudearon en Europa hará un par de siglos. Aira la subvierte por la libertad que se toma con los temas y la ausencia de todo intento moralizante o al menos pedagógico. Se convierte así en un recorrido que el mismo autor describe como un “cadáver exquisito”, esa forma de escribir entre varios donde cada uno aporta un verso o un párrafo, solo que en este caso todas las ideas, las ocurrencias, los sueños, vienen de un escritor que si a los 14 años leía a Proust, Borges y Kafka (y por ello dice de sí mismo que fue “un lector muy precozmente intelectual, muy highbrow y no poco esnob, muy literario”), también afirma que la principal influencia en su vida de escritor son “las historietas de Superman, de los años cincuenta y sesenta”. Este contraste -uno de tantos- puede dar una idea de lo que hay en este libro singular y único, tan Aira como Aira.

César Aira. Ediciones Universidad Diego Portales, 2014. 86 páginas.

Relatos reunidos

Reseña publicada en la revista El Sábado del diario El Mercurio, 13 de julio de 2013.

relatos-reunidosAdentrarse en estos Relatos reunidos de César Aira es como ingresar, en dosis comprimidas, en su peculiar mundo narrativo, uno de los más singulares y atractivos de la literatura latinoamericana de este tiempo. Un mundo que se amplía con segura irregularidad y en las más diversas editoriales del ámbito iberoamericano, en una progresión que hace difícil saber cuántas novelas -su género favorito- ha publicado Aira. Solo en 2011 publicó cinco, aunque, al parecer, no registra nuevas obras hasta estos Relatos reunidos, algunos publicados previamente en revistas, otro que apareció en su libro La trompeta de mimbre y el resto, inéditos. Y si la novela es el territorio favorito de Aira, donde puede permitirse que la fantasía fluya con total libertad y aleje progresivamente el relato de las orillas de lo previsible, el cuento obliga a un pronto cierre, a ajustar el foco, a contener los márgenes. Pero esto, tratándose de Aira, es como tratar de volver a encerrar al genio en la lámpara: aunque sea en pocas páginas (entre tres y 20, más o menos) el inconfundible estilo del autor y su manera de conducir la escritura hacia lo insospechado se expresa de manera rotunda. A veces la premisa del relato es delirante -Dios celebra su cumpleaños con un té donde los únicos invitados son los monos, un carrito de supermercado se mueve por sí solo-, o bien parece, como suele ocurrir con Aira, de lo más habitual y común y corriente: dos amigos, jóvenes y llenos de idealismo, quieren crear una revista literaria, alguien le hace un barco con una servilleta a una niñita en un café. En todos los casos, sin embargo, la deriva del relato nunca deja de tomar un rumbo inesperado, el de lo imprevisible, ya sea en la especulación metafísica o en la simple dinámica de los hechos que se encadenan con una lógica tan implacable como insólita. El narrador de «El carrito» parece postular una suerte de poética: Aira, como el carrito que deambula de noche por los pasillos del supermercado, parece narrar «como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento». Así es el mago Aira, un maestro en el arte de dejar que cada relato imponga sus propias normas y desafíe cada vez la capacidad del lector para dejarse arrastrar por una manera de narrar que empuja constantemente los límites de lo posible.

César Aira. Mondadori, Barcelona, 2013. 211 páginas.

El Diccionario de Autores Latinoamericanos de César Aira

Artículo publicado en Caras en marzo de 2001. Sin vacilar vuelvo a recomentar este libro, un utilísimo manual de consulta que conviene tener cerca (aunque parece estar agotado incluso en las librerías argentinas que revisé ahora). El «perspicaz crítico español» mencionado es Ignacio Echevarría; no sé por qué no lo puse así en su momento.

El Quién es Quién de César Aira

Vino a Chile a presentar, en la Feria del Libro, su Diccionario de autores latinoamericanos, una obra monumental, más notable por su mirada crítica que por su erudición, por su comentario descolocador que por sus no siempre correctas bibliografías.

“El secreto mejor guardado de la literatura argentina”, dijo, respecto de César Aira, un perspicaz crítico español. Perspicaz porque lo dijo hace ya años, cuando el infatigable escritor nacido en Coronel Pringles, un punto en medio de la vasta extensión de la pampa, publicaba, sin el menor eco entre la crítica o el público, una o dos novelas por año en editoriales pequeñas y desconocidas.

Ahora, César Aira sigue siendo un escritor extravagante y minoritario, pero, al menos, ha salido del anonimato. Su reciente visita a Chile, a la Feria del Libro, tuvo como razón de ser la presentación de su Diccionario de autores latinoamericanos, editado conjuntamente por Emecé y Ada Korn Editora (esta última, una de las primeras en confiar en la extraña y sugestiva propuesta narrativa de Aira, y responsable de la primera edición de este texto, en 1985), un grueso volumen que sube de las 600 páginas y que cubre, nada más y nada menos, cinco siglos de literatura latinoamericana (es decir, Brasil queda incluido), con otra salvedad: el autor decidió no incluir a “autores surgidos en los últimos veinte años”, contados, naturalmente, a partir de la primera edición del libro. Con la fecha de 1965 se cierra, entonces, el límite cronológico de un diccionario que lo es, dice Aira, “sólo por estar ordenado alfabéticamente”, y que se dirige, más que a los eruditos, al lector, y dentro de esta especie, “a los buscadores de tesoros ocultos”.

Hay que decir, en todo caso, que el Diccionario de autores latinoamericanos es un tesoro en sí, no sólo por su carácter de guía hacia obras o autores perdidos en el tiempo o la geografía, sino también por su aproximación irónica y carente de prejuicios hacia el conjunto de la narrativa latinoamericana. No hay vacas sagradas, dice Aira, aunque, ojo, tampoco es parco para reconocer méritos donde los hay. Ambas cosas quedan claras con una mirada –necesariamente azarosa, al menos en la elección de las citas- a los 122 autores chilenos incluidos en el volumen.

De la obra de María Luisa Bombal dice que es “algo lánguida y con pronunciadas caídas a la cursilería”; en cambio, Aira sostiene que Joaquín Edwards Bello es “uno de los grandes novelistas chilenos, quizá el mejor entre Blest Gana y Manuel Rojas”, y no escatima elogios a El roto: “magistral”, “perfecta novela naturalista, sin lastres”. José Donoso queda, como se ve, fuera del trío mayor y su obra no desencadena el entusiasmo de Aira, que se explaya brevemente sobre “sus dos grandes novelas, El obsceno pájaro de la noche y Casa de campo, respectivamente feísta y preciosista”.

Y si vamos a los poetas, el extenso apartado dedicado a Neruda no contiene ni un solo juicio de valor sobre su obra; de Nicanor Parra, en tanto, Aira dice poco –por ejemplo, que su poesía ha sido tan influyente como la de Neruda en su momento, “pero mucho más inimitable”, y que su genio poético le da “una irradiación peculiar, única”, lo que hace que “tomarlo por maestro puede ser peligroso”. Con Gabriela Mistral es mucho más expresivo: “hay en ella un horror al lugar común, del que huye corrigiendo cada verso hasta darle esa desarticulación de collage sonoro que caracteriza su prosodia, y la hace tan hermosa”.

Pero mucho más revelador es Aira cuando escribe sobre perfectos desconocidos. Una obra como la que escribió no puede prescindir de los autores consagrados, pero puede jugar ampliamente con el número de los que restan. Allí Aira no sólo da rienda suelta a a su erudición, sino también a su humor oblicuo y su afición por el detalle insólito. Veamos: Enrique Bunster es un “autor de curiosa especialización: la Polinesia, sobre la que Chile mantiene un remoto reclamo territorial”. José Antonio Soffia “representa la poesía seria, patriótica y consoladora”. Ventura Marín, tras publicar dos libros de filosofía, enloqueció, y entre 1839 y 1860 estuvo internado en conventos. Luego mejoró y se dedicó a escribir extensos poemas narrativos, entre los que destaca Vitis mística o instrucción sumaria sobre las principales jornadas del camino de la perfección. Y suma y sigue: un tesoro inagotable.

El boom en el Diccionario

Fiel a su aversión a la hipocresía, Aira no titubea para decir que el primer y el último libro de cuentos de Julio Cortázar, escritos con 30 años de diferencia, son intercambiables, aunque mucho mejor es el primero. De Sábato tiene una pésima opinión: “sobre su robusto sentido común, sobre sus ideas convencionales y políticamente correctas, era imposible ajustar pretensiones de escritor maldito o endemoniado, o tan siquiera angustiado”. Y si Carlos Fuentes recibe un tratamiento neutro, Vargas Llosa es puesto en su lugar con una certera afirmación: una vez recompuesto el puzzle que suele armar con varios relatos paralelos, “la narrativa de Vargas Llosa es estrictamente realista”. Y, definitivamente, Gabriel García Márquez no es del gusto de Aira: La hojarasca es un “ejercicio faulkneriano algo endeble”; La Mala Hora, “una crónica pueblerina a lo Faulkner, pero escrita en el estilo de Hemingway”; Cien años de soledad, un “colosal éxito de crítica y ventas”.

Crédito de la fotografía de César Aira.

Rey Rosa, Aira, Bellatin

Recupero una entrada de mi antiguo blog, de mayo de 2008. Corrijo un par de datos: Otro zoo es una colección de cuentos, no una novela; luego Rey Rosa ha publicado otras dos novelas, El material humano y Severina.

Lecturas porteñas. Compradas en Buenos Aires, más bien, en febrero y en abril de este año.

Caballeriza

Penúltima novela de Rodrigo Rey Rosa, que no llegó a las librerías chilenas (en Buenos Aires estaba agotada, la encontré en Corrientes en un mesón de ofertas). La última, Otro zoo, ni siquiera ha llegado a Argentina. ¿Qué pasa, señores Seix Barral/Planeta?).

Rey Rosa vuelve a situar la narración en Guatemala, su patria, con la novedad de que él mismo participa como protagonista y que está basada, en cierta medida, en hechos reales. O, como él lo dijo en una entrevista, “la peripecia es ficticia, pero algunos de los acontecimientos narrados ocurrieron, aunque en diferentes momentos y lugares que en mi obra, en la que he hecho una síntesis de todos ellos para dar una sensación de historia orgánica”. Historia que es política en el sentido más amplio, o, si se lo mira desde el ángulo del subgénero, policial. De novela policial clásica, quiero decir.

La novela rezuma violencia, pero de la contenida manera que trabaja Rey Rosa y que puede ser así aún más demoledora. El poder incontrastable de las elites en sociedades patriarcales se muestra en toda su desnudez, desde el saludo ritual al anciano que celebra su cumpleaños hasta la impunidad feroz de sus acciones. Sin embargo, nada más lejos del tono y los énfasis de Rey Rosa que el clásico estilo de denuncia. No denuncia, muestra, y en esa habilísima omisión de los adjetivos funda buena parte de la eficacia de una excelente novela, que se acerca a las otras “guatemaltecas” de Rey Rosa, como Lo que soñó Sebastián o El cojo bueno.

Yo era una chica moderna

El siempre prolífico César Aira reclama que, de vez en cuando, haya que volver a su manantial de delirantes y reveladoras fantasías. Esta novela está editada por Interzona, editorial bonaerense que nadie distribuye en Chile (¿por qué, por qué, si el catálogo es provocador y latinoamericano, y a precios más que asequibles?).

Con Aira hay que estar dispuesto a lo inesperado, pero, aún así, cada giro argumental que logra en sus novelas sorprende. De este modo, lo que parece una simple disputa amorosa entre jovencitas en plena efervescencia sexual se transforma en un sanguinolento episodio de donde emerge El Gauchito, un feto dotado de extraños poderes que se roba la película y lanza destellos de ruda comicidad sobre las calles de una ciudad asediada por la miseria. Hordas de patovicas –guardianes de clubes nocturnos, en jerga porteña- se enfrentan a policías y jóvenes en torno a la disco más pequeña del mundo, punto axial, anus mundi, como diría Mircea Eliade, donde los mundos inferior y superior se cruzan y abren puertas de circulación entre el cielo, el infierno y la tierra.

Pero, con Aira, hasta los más tremendos acontecimientos están pasados por un tamiz de distancia y humor (hay pasajes realmente divertidos en Yo era una chica moderna), y así esta novela, como la mayor parte de las que ha escrito, adquiere una atmósfera de irrealidad que no le quita nada de potencial subversivo. Da la impresión de que Aira fuerza sus temas hasta el límite (¿pero límite de qué?) y que nunca sabe dónde va a llegar; y que, una vez instalado en el territorio del delirio, se siente a gusto.

Jacobo el mutante

También de Interzona, aunque Alfaguara la publicó en España. Ni una ni otra edición llega por estos pagos.

Aquí Mario Bellatin juega con los géneros: formalmente, es el análisis de un manuscrito incompleto e inédito de Joseph Roth, La frontera, pero, en realidad, se trata de una historia oscura y demencial sobre un tabernero austriaco y rabino judío a la vez que, sin mayor transición, se metamorfosea en su hijastra, una mujer que predica en un remoto pueblo estadounidense. Aunque hay quienes la sitúan en la misma vena de Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, por la referencia a escritos imaginarios, hay una diferencia bien notable. Tanto Shiki como su obra son ficticios; Roth, en cambio, no lo es, y al autor le ocurrió una anécdota que dice mucho de los lectores entusiastas y a la moda: cuando hizo referencia a La frontera en una charla, alguien del público señaló que no la había leído, pero que sí había visto la novela basada en el libro. Por esta vía, la creación de Bellatin pareció encontrar una cierta carta de ciudadanía fuera de los márgenes de Jacobo el mutante. Es difícil, en todo caso, que llegue a estar, como el Necronomicon de Abdul Alhazred creado por H.P. Lovecraft, en los catálogos de las bibliotecas. Según el autor, la estratagema le permite delimitar la voz de un narrador que usa el lenguaje seco y preciso de un académico limitado a comentar su fuente. Sin embargo, la falsa novela de Roth tiene un desarrollo extraño y perturbador, que contrasta fuertemente con el apagado tono de quien la comenta.

Bellatin, en este libro, cumple con aquella afirmación que sostiene que toda novela es una impugnación de la forma clásica. Incluye, además, fotografías en blanco y negro de paisajes fantasmales y despojados de vida, que establecen un interesante contrapunto con el relato sobrio y despojado que se apoya en un texto ficticio para cargar de sentido el retrato de la monstruosidad. Según el autor, las fotografías cumplen una función mayor, muestran “una textura que ayude al lector a darse cuenta de lo obvio, que todo es una mentira, que el autor no quiere que le crean, pero que, no obstante, lo más importante pretende estar presente: la conciencia de que se transcurre por una realidad paralela”.

Manuscrito encontrado en Zaragoza (versión de 1810)

Reseña aparecida originalmente en la revista Dossier N° 12, junio de 2010.

La historia de este libro monumental por su extensión y por la resonancia que ha alcanzado entre los lectores es casi tan intrincada como su trama. El conde polaco Jan Potocki emprendió varias versiones de una obra inagotable. Los primeros esbozos datan de 1794; la primera versión (y la base de tantas ediciones posteriores, así como de la extraordinaria película que Wojciech Has filmó en 1965) data de 1805; y la última, hasta ahora desconocida, de 1810. Pero no solo eso; aunque habían aparecido en francés largos fragmentos de este último manuscrito, la versión de la novela tal como hasta hace poco se la conocía proviene de la traducción al polaco que hizo Edmond Chojecki en 1847, sobre la base del manuscrito de 1805, versión que Potocki nunca concluyó, así que su traductor recurrió a lo que disponía de la de 1810 para completarla. Ha sido objeto de sonados plagios parciales. Entró a la historia como una narración fantástica y se la cita como uno de los antecedentes más importantes del género. Pero, gracias al infatigable trabajo de los investigadores franceses François Rosset y Dominique Triare, ha salido finalmente a la luz la novela tal como Potocki quiso darla a conocer; o, al menos, tal como él mismo la editó y completó, con acentuaciones y cambios muy marcados respecto de la primera y más conocida versión, que ha tenido también excelentes ediciones recientes en español, como las de Valdemar y Pretextos, esta última traducida por César Aira.

Potocki, para los estándares de su tiempo y también para los nuestros, fue un gran viajero, de aquellos que no se limitan a contemplar el paisaje sino que intentan conocer y comprender las culturas que se les abalanzan desde la arquitectura, los usos culinarios, la mitología, la organización social, la historia y la literatura. Escribió grandes y notables obras en esta línea que hoy llamaríamos antropológica, como Viaje a Turquía y Egipto, de 1787, y su primer libro, sobre la base de las extensas cartas que le envió a su madre durante el viaje realizado en 1784. A lo largo de su vida recorrió casi toda Europa y las regiones al sur del imperio ruso, por entonces casi totalmente desconocidas, y de la mayor parte de esos viajes dejó un registro que aún hoy se puede consultar con provecho. Pero un par de viajes, a España y Marruecos en el caluroso verano de 1791, dejaron una huella más profunda que la crónica que publicó al año siguiente, referida solo a la experiencia africana, Viaje por el imperio de Marruecos realizado en 1791. Solo podemos especular desde la distancia, pero es indudable que la cultura española, aún traspasada por la riquísima herencia de los árabes que ocuparon buena parte de la península ibérica hasta fines del siglo XV, y el contacto directo con los pueblos del Magreb, dejaron en Potocki una huella tan profunda que renunció a dar cuenta de ella por la vía del ensayo y escogió el territorio más flexible de la novela, cuya escritura se prolongó por más de 15 años. Aunque en ese mismo lapso Potocki se dedicó intensamente a la política, viajó y escribió otros libros, el Manuscrito… fue el recipiente de una mirada más asombrada y lúdica frente al entrelazamiento de culturas y religiones que descubrió en sus viajes. Tocado siempre por la necesidad de realizar grandes síntesis y proponer explicaciones globales, acá, en este libro, revisado una y otra vez, con historias que desaparecen en una versión y alcanzan una nueva dimensión en la siguiente, Potocki se permitió la libertad de la parodia, la paradoja, el juego. Un auténtico cajón de sastre, se diría, o una colección de cajas chinas donde una historia esconde otra, y ésta, otra más, y así sucesivamente, hasta lograr una obra prodigiosa que no se agota, ni mucho menos, en lo fantástico. Que esté plagada de errores geográficos e imprecisiones históricas, todas señaladas en el voluminoso aparato de notas que va al final de la edición, no hace más que devolver la vista a lo principal: Potocki estaba re-creando un mundo, no describiéndolo, y da con un paisaje donde se cruzan la magia, los espíritus, la razón, la religión, la política y la filosofía en historias breves y aparentemente desgajadas que tienen, no obstante, un designio claro, un plan ordenador que solo se advierte tras muchas páginas de lectura.

Los editores franceses resaltan la paradoja de que una obra tan importante para la literatura universal no sea, en realidad, la novela que escribió Potocki, mediada, como está, por los parches, adiciones y reordenamiento del material que hizo Chojecki; ante ese peso cultural, esta nueva versión, más fiel al designio del autor, tendrá un destino incierto.

Jan Potocki. El Acantilado, Barcelona, 2009. 795 páginas.