Disturbios

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 17 de diciembre de 2011

A los 44 años, el novelista James Gordon Farrell pescaba en la costa irlandesa cuando un golpe de mar se abatió sobre él y lo arrastró a las aguas. Dejó atrás una obra copiosa y premiada, donde destaca, sobre todo, la llamada “trilogía imperial”, conformada por Disturbios (1970), El sitio de Krishnapur (1973) y La defensa de Singapur (1978). Quizá su muerte accidental, prematura y sorpresiva corra pareja con la melancolía que atraviesa al menos la primera parte de la trilogía, una novela cuyo humor produce más escalofríos que franca risa. Es divertida, pero con esa comicidad que hay en las cosas absurdas, en los accidentes vergonzantes, en esos hechos bochornosos que por un lado invitan a la franca carcajada y por otro producen ganas de encerrarse a llorar de pena por el aciago destino de la humanidad. «Las cavernas del Majestic», como las llama el narrador, son los salones desangelados de un antiguo hotel de lujo que se arrastra de manera inevitable hacia la decadencia y la ruina, atendido aún por una voluntariosa familia inglesa y un mínimo destacamento de decrépitos sirvientes, ocupado apenas por ancianas damas que viven la forma más pura de la tradición: van al Majestic porque siempre han ido al Majestic. Estamos en 1919. Y mientras la vegetación deja en penumbras el invernadero, las ratas se toman un piso, los gatos sientan sus reales en el bar y un huésped desprevenido puede encontrar una cabeza de cordero podrida en su velador, en las afueras, en el vecino pueblo de Kilnalough y en la cercana Dublin, los irlandeses traman –y ejecutan- su incipiente rebelión contra el imperio. Las aventuras del comandante Archer, inglés y protestante, veterano de guerra y arrojado por el azar –digamos, mejor, por una suerte de compromiso amoroso que se frustra al poco tiempo- a los cavernosos salones del Majestic, sorprenden por su acidez melancólica, su sentido infalible del ridículo que detona el humor y la sombría demostración de que la suerte del Imperio Británico estaba echada mucho antes de que la Segunda Guerra Mundial lo hundiera a pique. Es un personaje tan conmovedor como risible, tan anacrónico como sufrido, que articula perfectamente un absurdo tras otro en esta novela lúcida, triste y brillante, una de las buenas sorpresas recuperadas del pasado en el año que ya se aproxima al cierre.

J.G. Farrell. Acantilado, Barcelona, 2011. 537 páginas. Traducción de J.M. Álvarez Flórez.

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