La carretera es siempre la misma

Reseña publicada en el suplemento «Babelia» del diario El País, 6 de agosto de 2011

Maximiliano Barrientos (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 1979) es el escogido por editorial Periférica para incrementar un catálogo que aúna la recuperación de clásicos con la difusión de voces poco conocidas de la narrativa latinoamericana, como, entre otros, el venezolano Israel Centeno, el colombiano Octavio Escobar Giraldo o el chileno Carlos Labbé. Voces distintas y nuevas, en algunos casos, voces que recién están iniciando la andadura de sus carreras literarias, cuestión que se hace notar en los dos libros de Barrientos lanzados por Periférica: los cuentos de Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer y la novela Hoteles. Los cuentos denotan a un autor que señaló, en una entrevista, que sus principales referentes son Carver, Faulkner y otros escritores estadounidenses. Barrientos pone en escena a personajes mínimos en historias casi sin anécdota, en su mayoría jóvenes que se enfrentan ya al hastío y al sinsentido de existencias privadas de épica y condenadas a ritos tan cotidianos como vacíos. Lo interesante es que Barrientos, más que otros escritores latinoamericanos que han escogido la misma veta de desarrollo, muestra una encomiable voluntad de estilo que se suma a su autoconciencia como escritor. En sus cuentos, siempre queda claro que se trata de literatura y no de una mala imitación de la vida.

Barrientos

Mucho más interesante, por sus innovaciones formales y la escala de su desarraigo, es Hoteles, una novela -o nouvelle- de camino donde «la carretera era siempre la misma. Había sol y parajes inhóspitos, paisajes de países pobres», que relata la fuga hacia adelante de una pareja de actores de películas porno y la hija de ella, una fuga sin destino ni objetivo. «Todas las fugas son quiebres de identidad», se dice, y de los fragmentos que resultan de ese quiebre está hecha Hoteles. Cada uno de los personajes toma la palabra en capítulos puntuados a su vez por otra voz, la del director de un documental que quiere reconstruir esa fuga, en un desarrollo donde la multiplicidad de voces devuelve -otra vez- a la inanidad de la existencia. Tal parece ser, entonces, el punto de mira de la búsqueda de Barrientos, esas vidas truncadas casi desde el inicio por la simple fatalidad de lo cotidiano. Es llamativa la ruptura con el contexto de origen y la búsqueda de universalidad, aunque en este caso no se remita a hablar de su aldea, sino a dejar hablar a los hoteles anónimos de piscinas cuadradas que jalonan las carreteras de un país cualquiera, entre cervezas, películas viejas en el cable y un caballo atropellado al borde del camino.

Fotos tuyas cuando comienzas a envejecer. Periférica, Cáceres, 2011. 136 páginas.
Hoteles. Periférica, Cáceres, 2011. 128 páginas.

Mis lecturas favoritas de 2014

Hacer una lista de fin de año entraña un gran riesgo: revela tanto lo leído como, sobre todo, el inagotable universo de lo no leído. Dicho esto, van, sin orden de prioridades ni pretensiones canónicas, algunos de los libros que más me gustaron en mis lecturas de 2014.

Galveston, de Nick Pizzolatto.  Recién llegada a Chile. Leí la edición argentina hace unos meses. Es de las mejores novelas policiales que he leído en los últimos años, aparte de dos clásicos de los que hablo más abajo. Acá la reseña.

Tela de sevoya, de Myriam Moscova. La reseñé acá. Es un ensayo autobiográfico escrito con una admirable cercanía, que además descubre un bellísimo sustrato de la lengua que hablamos en América Latina y España.

clarisseEse libro fue la principal motivación para comprar El color del tiempo. Poesías completas, de Clarisse Nicoïdski (Sexto Piso, Madrid, 2014; 117 páginas), escritora francesa de origen sefardí que, aparte de novelas escritas en francés y no traducidas al castellano, escribió un puñado de poemas cuyo propósito fue el de mantener viva la lengua, o la lingua, familiar. «Muchas linguas se hablaban en casa: el italiano, el serbo croato, unas palabras en allemán, y un poquito de francés. Y se cantavanlas todas. Una lingua tenian mis padres conocida de ambos: la que llamabamos el “spaniol muestru” y que nos venia de nuestros abuelos, llegados al “Ottoman turco” como se decia, desde la Inquisición d’España». Son poemas de extraordinaria limpidez, dedicados a los ojos, a las manos, a la boca, a las penas de amor, a las palabras; versos breves, poemas breves, que hay que leer “kon su musika de orijín”, como dice la abuela de Moscova, e intentar entenderlos bajo esa cadencia del lenguaje antes de mirar la página de enfrente, donde el traductor, Ernesto Kavi, trató de aliviar la “herida abierta”, la “memoria que está sangrando”, entre el sefardí y el castellano, para recuperar la dulzura perdida en el tiempo.

qui dizirás?
in tu boca
las palavras puedin ser piedras

i puedin ser palavras

qui dizirás?

La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski. Es de 2013, pero se distribuyó en Chile en 2014, así que acá la incluyo con la reseña anotada. Es una novela apasionante, por lo distinta y por la enorme capacidad lúdica de su autor. Un placer de principio a fin.

Cuando hablábamos con los muertos, de la escritora argentina Mariana Enríquez, es otra interesantísima obra que muestra cómo la narrativa de género puede romper fronteras y anclarse en situaciones sumamente cotidianas o en procesos históricos. Es de 2013, pero la leí y reseñé a comienzos de 2014.

El silencio de los animales, de John Gray. Un filósofo inglés que escribe mucho y que vuelve sobre sus temas, hasta destilarlos en un libro breve y provocador. La reseña de rigor, aquí.

uno-es-un-numero-solitarioUno es un número solitario, de Bruce Elliott. No la he reseñado. En 2012, la editorial de clásicos de la novela negra Stark House rescató, en un solo volumen, dos novelas policiales de comienzos de la década del cincuenta. A su vez, la editorial argentina La Bestia Equilátera las publicó, pero por separado. En 2013 apareció Mi ángel tiene alas negras, de Elliot Chaze, reseñada aquí; y en 2014, la de Elliott. Impresiona cuánto tienen en común ambas, aunque las historias sean completamente distintas. Las mujeres también desempeñan acá un papel crucial y la desgracia se respira desde las primeras líneas. Como retrato de la sociedad estadounidense, es despiadada. Como indagación en los abismos del espíritu humano, es más implacable aún.

Al sur de la Alameda, de Lola Larra, con ilustraciones de Vicente Reinamontes, es una excelente novela destinada al público juvenil, con una sólida historia de revuelta estudiantil y de ritos de paso hacia la madurez. Puede sonar tópica la idea, pero está muy bien desarrollada.

Continuación de ideas diversas, de César Aira. Entre las muchas publicaciones de Ediciones Universidad Diego Portales, hay muchísimas dignas de figurar en esta lista. Me decanté finalmente por estos ensayos de Aira, que dan para parodiar la famosa frase bélica: “el ensayo es la continuación natural de la narrativa”. Acá la reseña.

Ejercicios de encuadre, de Carlos Araya, es una propuesta original, arriesgada y bien escrita, que muestra nuevos caminos para la narrativa chilena.

CortezasDestaco dos ensayos difíciles de encontrar en Chile –y por eso no los reseñé-, pero Amazon está en todas partes. Cortezas, de Georges Didi-Huberman, continúa su ya larga y sumamente prolífica exploración de la imagen, su significado y su contenido. En Cortezas (Shangri La, Santander, 2014; 68 páginas) retoma los temas que planteó en Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto (Paidós, 2004) a través de una visita al campo de concentración de Birkenau y las reflexiones que se abren a partir de veintena de imágenes conducen a un ámbito más complejo y de mayores repercusiones, la barbarie, la historia y la cultura: «la cultura no es la cereza del pastel (nota: en Chile decimos “la guinda de la torta”) de la historia: es todavía y en todo caso un lugar de conflictos donde la historia misma cobra forma y visibilidad en el corazón de las decisiones y los actos, no importa cuán “bárbaros” o “primitivos” sean».

no tan incendiarioNo tan incendiario (Periférica, Cáceres, 2014; 189 páginas), de Marta Sanz, es un libro atípico –que incorpora columnas publicadas en diarios con un hilo reflexivo enunciado siempre en primera persona-, que viene a remover viejos asuntos más bien olvidados –o soslayados- en el presente: la relación entre literatura y política no tanto desde la militancia o la denuncia, sino desde una trinchera previa, el desenmascaramiento de la ideología, de las estrategias de mercado, de la sobrevaloración del lector (¡no siempre tiene la razón!), de la cultura como mercancía que todos consumimos. Mejor citarla: «Globalización y pensamiento único están en la raíz de la producción de unos textos que no se limitan a reflejar el contexto –tal es la creencia más común-, sino que son en sí mismos contexto: aquí volvemos a la necesidad servil y mercantil de complacer al lector, y también a la costumbre de profesionalizar la escritura y de pagar abundantemente a un escritor satisfecho, estómago lógicamente agradecido, mientras se excluye del campo, del canon literario y de las mesas de novedades, al escritor que no sintoniza con una sensibilidad mayoritaria».

Y al final, un cuarteto: me gustaron dos buenas lecturas venidas desde Argentina pero editadas en Chile, Desubicados, de María Sonia Cristoff, y Flores nuevas, de Federico Falco; y los primeros libros de dos escritoras jóvenes y promisorias, Reinos, de Romina Reyes, e Incompetentes, de Constanza Gutiérrez.

La transmigración de los cuerpos

Reseña publicada en Babelia, suplemento cultural del diario El país, 9 de febrero de 2013.

En una ciudad sin nombre, asediada por una epidemia que poco a pocoScan10030 encierra a la gente en sus casas y libra las calles a los desesperados, a los militares, a los que deben salir quizá porque tampoco tienen esperanzas, transcurre la tercera novela del escritor mexicano Yuri Herrera. El protagonista de La transmigración de los cuerpos es el Alfaqueque, un tipo tan anodino que asume, respecto de sí mismo, que “las cosas entendían pronto que su vida era como la parada de un camión, útil momentáneamente, pero donde nadie se quedaría a vivir”. Lo curioso es que esa dolorida conciencia acerca de sí mismo y  sobre lo dura y triste que es la existencia (“se repitió lo que tantas veces en circunstancias distintas se había dicho: todo lo bueno es un pedazo de algo horrible”), lo convierte en un personaje entrañable, que gana en humanidad y calor mientras más se adentra el relato en una cruel historia en medio de las calles vacías por el miedo. La concisión característica del estilo de Herrera da acá un paso adelante, con una capacidad expresiva que impresiona más por la contención que por el exceso, más por el exigente rigor en la expresión que por el adjetivo fácil.

El Alfaqueque tiene también –a su manera- el don de la palabra. De oscuro tinterillo pasó, gracias a ese talento, a convertirse en un negociante. “Muchas veces la gente estaba esperando que alguien viniera a bajarle la bilis y a ofrecerle una manera de salirse de la pelea; y para eso es que servía ajustar el verbo. El verbo es ergonómico, decía, Sólo hay que saber calzarlo con cada persona”. Acompañado por el Ñárdertal -un personaje que parece, pero sólo parece, que quisiera que lo maten pronto- y por la Vicky -enfermera que sobre todo verifica la dignidad de los cadáveres que circulan cerca del protagonista-, el Alfaqueque se ve atrapado en una sombría historia de enfrentamientos familiares. Él pone el verbo por un lado y el Menonita, otro especialista en deshacer conflictos, por el otro; y en cada una de las puntas de la madeja hay un muerto. La novela tiene una estructura vagamente policial; el Alfaqueque recuerda al clásico detective de la novela negra cuando va desentrañando el hilo oculto de una trama que se adentra cada vez más en antiguos rencores y cuentas por cobrar, pero no tiene afán justiciero alguno. Quiere la verdad sólo en la medida en que le sirva para evitar más cadáveres cerca suyo y ello porque ese es su trabajo, no por algún imperativo de orden moral. La compañía permanente del Alfaqueque es un perro negro que le roe las entrañas y la leal compañía del mezcalito nocturno, “la mugrita destilada limpiándole la mugrita de adentro”, ese sedimento implacable que la soledad y la violencia van acumulando en la vida cotidiana del Alfaqueque, por más que esta última aparezca como en sordina, en la disputa por los cuerpos de los muertos y en un par de escenas de calculada brutalidad. En su mansa desesperación, en su desapego, hasta en su incredulidad frente al hecho de que su vecina, la Tres Veces Rubia, lo desee como compañero sexual, el personaje protagónico despliega una integridad que es a la vez frágil e imbatible, un precario equilibrio entre la maldad que lo asedia y la compasión, una compasión sincera, profunda y contenida, que siente hacia los cuerpos yertos de la Muñe y Romeo, las dos puntas de una madeja que no por asordinada es menos triste y desoladora, donde sólo la lucidez amarga y humilde del Alfaqueque ofrece  algún camino de redención. Es una novela dura, como las que provienen de una zona fronteriza y asediada por la extrema violencia, pero también extrañamente consoladora, en buena medida gracias a su excepcional calidad literaria.

Yuri Herrera. Cáceres, Periférica, 2013. 136 páginas.

Sobre dos libros de Octavio Escobar Giraldo

La otra Colombia, la de todos los días

Si uno tomara al pie de la letra a Fernando Vallejo –un gran novelista, dicho sea de paso-, Colombia no sería más que un país en ruinas, un montón de escombros, un territorio que se cae a pedazos en el caos de la ciega violencia que estremece el país desde hace décadas. Si, por otra parte, nos quedáramos sólo con los hechos más relevantes que llegan a las noticias de diarios y canales de televisión, la situación no mejora demasiado: secuestros, jefes guerrilleros abatidos, pero con unas FARC que continúan controlando el territorio, y un tráfico de drogas que no parece decrecer. El periodista italiano Roberto Saviano, gran investigador sobre las mafias del sur de Italia, es muy duro con Colombia y su gobierno, al que atribuye una complicidad sin medida con los grandes capos de la droga.

Pero hay, sin duda, otra Colombia, un país donde todo ello está presente, pero en una cierta lejanía, en una periferia donde están sólo lo que quieren estar (salvo que tengas la mala suerte de ser una de tantas víctimas inocentes, pero ese riesgo está más o menos presente en cualquier sociedad; de hecho, las frías estadísticas establecen que la vecina Venezuela es un país mucho más violento que Colombia, dato que desmiente una imagen muy asentada). Esa otra Colombia está presente en dos obras de Octavio Escobar Giraldo; una novela de 1995, Saide, accesible en Chile gracias a la edición española de Periférica de 2007, y Hotel en Shangri-Lá, una colección de cuentos de 2004 editada por la Universidad de Antioquía y disponible, lamentablemente, sólo a través de librerías online colombianas (o por encargo a algún viajero, que es como llegó a mis manos).

Saide es una novela policial y cabría, por tanto, esperar una dosis más de violencia desatada, pero no: es mucho más sutil, poco convencional, libre de tanto cliché que malogra tanta buena idea. Hay una mujer misteriosa, hija de un inmigrante libanés, cuya historia se reconstruye a partir de diversos testimonios; es que Saide ha muerto asesinada, y tras ella queda una estela de hombres que la amaron –o la desearon- e intentan tanto rescatar su memoria como esclarecer su muerte. Casi no hay policías en el desarrollo argumental; son otros, investigadores a la fuerza, quienes siguen una pista sudorosa de traiciones y engaños que transcurre sobre todo en Buenaventura,  una pequeña ciudad de provincia donde el fracaso de afuerinos y el éxito de locales tienen una sospechosa similitud. En esa amalgama de vidas que no encuentran la tierra prometida, que suma el refilón de la violencia que siega vidas al azar con los destinos truncados de seres humanos comunes y corrientes, Escobar Giraldo teje una ficción que habla, sobre todo, del lado de acá, de la Colombia de bares y correos, de estaciones de servicio, turismo familiar y restaurantes, y propone una historia triste, de frustración y secretos contenidos; una tragedia en tono menor; una gran novela policial que cumple con los requisitos del género y a la vez los supera, una novela local con alcance universal, como debe ser.

Hotel en Shangri-Lá es aún más atractiva en la línea de mostrar la otra Colombia, porque a la vez engancha con un escenario más universal, lo que acá conocemos como mall y en Colombia se llama megacentro. Sí, en torno al Megacentro Babilonia con sus cines, tiendas y el hipermercado –El-Hip, con el símbolo de un hipopótamo- giran los seis cuentos de este breve libro, con personajes que protagonizan alguno para reaparecer luego como secundarios, historias que se entrelazan de manera sutil y que conviene leer en el orden propuesto por el autor; en ese sentido, uno podría entender que el libro, más que una colección de cuentos, es una extraña forma de novela, puesto que además el último relato, si bien es el más desgajado de las temáticas del resto, aparece también como un cierre perfecto para todas las historias. Allí, en el último, asoman también la violencia y el terrorismo, pero desde una mirada que no explica ni justifica ni racionaliza, sino que enfoca los hechos desde –una vez más- la vida cotidiana de los personajes. La rebeldía ecológica de una hija poco más que adolescente y su relación de amor-odio con su hermana menor, una pareja mal avenida, los premios que entrega El-Hip a la compra número cien mil, un administrador de bares que los cierra y huye cada vez que le va mal en una relación amorosa, un vendedor con una fantástica memoria para la trivia que es confundido con un psiquiatra: allí está parte del universo de estos cuentos que ojalá, ojalá, alguna editorial de distribución regional rescate y ponga en circulación para muchos más lectores. Escobar Giraldo se lo merece.

(Publicado en El Post el 21 de octubre de 2010).

Posdata de febrero de 2011:

La buena noticia es que Periférica editó una nueva novela de Escobar Giraldo, Destinos intermedios; la mala es que la editorial mandó muy pocos ejemplares a Chile y se agotó. Es posible aventurar dos hipótesis: primero, que el boca a boca sigue siendo un mecanismo eficiente para recomendar libros y autores; segundo, que la inmigración colombiana a Chile busca autores de su patria. Sea como sea, habrá que esperar que llegue a Hueders, su distribuidor acá, la siguiente remesa.

Díptico rumano o por qué me gusta Ana Blandiana

Me gusta explorar el catálogo de las editoriales independientes. Creo que ahí, tanto en el rescate de clásicos como en la difusión de autores poco conocidos, está la auténtica riqueza de la literatura contemporánea. Así que, cuando vi que la librería Gonzalo Rojas estaba importando textos de Funambulista, compré unos cuantos. Tengo a medias Goetz y Meyer, del serbio Davide Albahari, novela de la que ya hablé en este blog; comenté para El Sábado Mi testamento, de María Antonieta de Austria (los ágiles del blog de ElMer confundieron autora con título); y tengo también en la lista de pendientes El hijo del hijo pródigo, primera parte de Destellos en el abismo, trilogía de Soma Morgenstern, escritor gallitziano que fue amigo de Joseph Roth desde sus años de estudiantes.

Hasta aquí, todo bien. A Funambulista le gusta el juego de las apuestas con el Nobel de Literatura. Dicen, en la solapa, que Albahari será probablemente el primer escritor serbio en recibirlo y repiten la fórmula con Mircea Cartarescu: «se le suele comparar con Borges y Kafka, y será probablemente el primer Premio Nobel de lengua rumana». Y bueno. Quizá su obra de ficción amerite tales comparaciones, pero el libro que incluyó la editorial en su catálogo, Por qué nos gustan las mujeres, va de regular a malo. Se trata de una recopilación de columnas, en su mayoría escritas para la edición rumana de la revista Elle, y tratan, como es obvio, sobre mujeres. Hay retratos muy bien logrados, hay historias contadas con habilidad y buen pulso, pero también hay una ristra de reflexiones y frases de contornos broncíneos que más me valdría no haber leído, a caballo entre la auto ayuda y esa poetización de lo cotidiano que puede llegar a ser tan, pero tan irritante. Y esta experiencia me confirmó la necesidad de seguir una regla de oro en la compra de libros: hojearlos antes de decidir y, si tienen envoltura de plástico, pedir que se la saquen. Así habría advertido una señal gigante de peligro: ¡puntos suspensivos a granel!

Blandiana es mi candidata

Muy distinto en calidad y fuerza es Proyectos de pasado, de Ana Blandiana, publicado por otra editorial independiente, Periférica, cuyo catálogo denota un pulso firme y bien afinado a la hora de escoger títulos. Tiene además la gracia de difundir narrativa latinoamericana, rompiendo así con la absurda insularidad que impone la gran industria del libro. Ya hablé aquí de Iniciaciones, del venezolano Israel Centeno, y acabo de terminar Trabajos del reino, del mexicano Yuri Herrera, novela magnífica a la que pronto le dedicaré una entrada.

El libro de Blandiana podría gustarme sólo por quien me lo trajo de regalo desde España hará poco más de un año y medio, pero hay razones más universales (aunque no necesariamente mejores, jojojo). Son 11 cuentos que se distribuyen en casi 400 páginas. El libro fue publicado originalmente en 1982 y sólo porque en ese mismo año la escritora recibió uno de los premios literarios más prestigiosos de Europa, el Herder, otorgado por la Universidad de Viena. Fue publicado, pues, en plena época de Ceaucescu, cuando Rumania sufría aún el rigor de la dictadura; pero más importante aún es que fue escrito durante esa época y cuando aún estaba fresco el recuerdo de los peores excesos del estalinismo. Y aunque hay muchas y muy transparentes alusiones a la situación política, la mayoría de los cuentos sobrevuela esa realidad y se adentra en el ambivalente territorio de la literatura fantástica, pero con ese retorcimiento barroco que implica decir lo mismo pero de manera más complicada y oblicua. No sigo que los cuentos sean malos, no, todo lo contrario: es que el efecto de la censura suele ser ese, el oscurecimiento del mensaje, la sugerencia entre líneas, el relato oculto en otro relato. Uno de los cuentos, «Aves voladoras para el consumo», es un caso ejemplar, que funde en un solo plano narrativo la ruinosa economía, la cerrazón ideológica y la deriva fantástica, con un humor tan contenido que estremece más que divierte, pero ahí está el embrión de la risa. La señora L., catedrática de materialismo, decide autoabastecerse de alimentos y se agencia una gallina clueca que instala en su balcón. Un misterioso viejo le vende huevos de aves voladoras para el consumo para que la gallina los empolle; pero, cuando rompen el cascarón, los seres que asoman tienen piernas, manos, brazos, cabezas y alas blancas que les nacen en los omóplatos. Blandiana resuelve el relato de manera magistral. Por otra parte, el mejor de la colección es el que le da el título. Es también el menos fantástico y el más político. La narradora relata hechos que involucran a tíos suyos y los reconstruye tanto a partir de sus testimonios como de reporteo en terreno muchos años después de ocurridos los hechos. Hay un matrimonio. Va gente de los alrededores. Algunos dicen que es una locura; otros, que nadie puede oponerse a que la gente se case. Pero llegan los camiones de la Securitate y los invitados (y los novios), de manera aleatoria, son detenidos y transportados a un valle fértil y solitario, una prisión sin rejas, donde deben repetir la experiencia de Robinson Crusoe, pero en grupo. Lo más interesante de «Proyectos de pasado» es que el corazón del cuento no está en la denuncia ni en la muestra de la impredecible arbitrariedad del poder sin contención, sino  en otra parte, en cómo se elabora el pasado, en cómo se trabaja una experiencia tan traumática y prolongada, en cómo la memoria puede ser la gran protagonista de una vida.

Por eso que Blandiana, mucho más que Cartarescu, es mi candidata rumana al Nobel de Literatura.

Iniciaciones, de Israel Centeno

Nunca he podido encontrar libros de Ricardo Azuaje, el escritor venezolano que Bolaño recomendaba. Pero sí apareció iniciacionesen Periférica Israel Centeno (1958), otro escritor de esa nacionalidad y contemporáneo (Azuaje es de 1959), que, de no ser por la editorial extremeña, permanecería igualmente inaccesible para lectores de otras latitudes (en Chile es distribuida por Hueders).

Iniciaciones es su primer libro editado por Periférica, en 2006, pero apareció originalmente a comienzos de la década anterior. Es una novela breve, de menos de cien páginas, pero de rara complejidad. Tiene cuatro partes, cada una dedicada a un personaje; en la más extensa, la primera, León, un adolescente, narra en primera persona el fuego que lo consume en una adolescencia calurosa y acalorada que no encuentra el modo de dar curso a sus deseos; luego, un narrador en tercera persona toma el relevo e introduce a otros personajes en el retablo de una familia del campo venezolano, de la hacienda, del «hato», como le llaman ellos, un espacio clausurado a la modernidad y habitado por la fiebre, el deseo, el incesto y una violencia soterrada que late en el polvo y la amenaza de que se repita una mítica inundación que arrasó con las vacas y los hombres.

La siguiente parte, «Amelia», narrada en tercera persona, sitúa el relato en el tiempo y presenta mejor a los personajes; pero también pone a la novela en el marco de su tradición, una tradición de la que por acá conocemos sólo los grandes hitos. Quizá por ello Centeno suena, al menos en esta novela, tan original y novedoso: porque no sabemos de dónde viene ni con quién está hablando, hasta que, en la página 54, leemos:

Por aquellos tiempos leyó Doña Bárbara por primera vez. Siempre había destestado al autor, pero un amigo mexicano le insistió en que lo leyera. Al principio creyó que se enfrentaría con un escritor que buscaba hacer una especie de Rojo y Negro con criollismos, pero sorprendida, fue más allá de la ciudad y participó de una épica, de un mundo telúrico. «Una Venezuela tosca y primitiva contra una Venezuela que nacía», como leyera en el prólogo. El bien y el mal, una Venezuela tosca y primitiva contra una Venezuela que nacía. ¡Qué pintoresco y cursi resultaba el tema en una primera lectura! Pero Amelia logró encontrar un punto que la identificaba con la historia. En ella se dio el efecto contrario que esperaba el autor en sus lectores: rechazó a la Venezuela que nacía, llegó a odiar a Santos Luzardo, el hombre de las luces, el hombre de las ciudades que lanzaban huevos a sus concertistas, el hombre de la alfabetización y los libros bajo el brazo. Nunca toleraría las propuestas subyacentes de Gallegos. Regresaría para ir al centro de la tormenta, a las borrascas entre la noche y el día.

De ahí en adelante, la novela se lee de otro modo: si antes León copaba el paisaje y la hacienda recordaba tantos paisajes similares en todo el continente americano, de ahí en más crecen la complejidad, los juegos temporales y la ruptura de los territorios familiares. Y si en todo momento Centeno traía un aire fresco, un estilo nuevo, una sofocante manera de narrar esas iniciaciones que suelen ser terribles y con el aire terminante de las cosas decisivas, gana densidad, interés y misterio, con una obra que se bifurca y amplía su horizonte hasta hacerse universal.

Ahora me preparo para seguir con Hilo de cometa y Calletania.