La novela luminosa

Reseña publicada en la revista El Sábado del diario El Mercurio, 28 de febrero de 2009

novela luminosaAlfaguara Uruguay publicó en 2005 la primera edición de esta obra. Su autor, Mario Levrero, había muerto el año anterior, a los 64 años. Y ocurrió entonces que, de blog en blog y de columna en columna, la novela del casi totalmente desconocido escritor uruguayo se alzó como una referencia obligatoria, pero difícilmente accesible. En 2008, Random House Mondadori se hizo con los derechos y sacó una edición que se distribuye en todo el ámbito de la lengua española. Excelente noticia, desde luego, que permite a muchos más lectores acceder a una obra curiosa, sumamente original y de cadencia casi hipnótica, si el lector acepta las premisas del juego.

Es que hay que estar alerta: el libro es un ejercicio de escritura que vuelve una y otra vez sobre sí mismo, en un río de palabras que arrastra sin pausa y circula por meandros sospechosamente parecidos donde la variación es mínima, cotidiana y hasta banal, si se quiere. Lo que importa es el flujo y aquí sí que influye la voluntad del lector, si se deja arrastrar o no por la corriente. La premisa es simple y está explicada por Levrero en el prólogo. Recibió una beca Guggenheim para concluir una novela largamente postergada, pero, para poder terminarla, para juntar energías, decidió llevar un diario, el «Diario de la beca», que ocupa la mayor parte del libro. Ese diario es el río que fluye, moroso, lento, con noticias sobre sus hábitos de comida y sueño, con disquisiciones sobre su relación con el computador, con el registro minucioso de las mañas y manías de un escritor ya maduro. Un escritor que vive solo, que duerme a destiempo, que cada quince días dedica unas horas a talleres presenciales y virtuales, que juega interminables solitarios, que escribe programas en su computador con cuestiones como el horario de administración de sus medicamentos (que toma muchos y por distintos males). Levrero teje así un personaje entrañable que logra hacerse querer a pesar de sus manías y que, en su solitaria redacción del diario, va tejiendo también un vasto acercamiento al tema de la escritura. Si concluye o no la «novela luminosa», motivo de la beca y del diario, es un asunto totalmente secundario (el texto, breve y fragmentario, está incluido en el libro, y profundamente ligado al diario en estilo y preocupaciones). Lo que de verdad importa, lo que atrapa, lo que seduce, es que Levrero escribe por la necesidad de escribir, y a lo que conduce ese ejercicio infatigable. Como bien dijo Luis Chitarroni en el lanzamiento de la novela en Buenos Aires, «El que elige a solas es, legítimamente y sin atenuantes, quien quiere escribir para contar la experiencia intransmitible de seguir vivo».

Mario Levrero. Mondadori, Barcelona, 2008. 567 páginas.

La banda del Ciempiés

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 25 de septiembre de 2010

Continúa el redescubrimiento del escritor uruguayo Mario Levrero, quien murió en 2004 y dejó una obra póstuma, La novela luminosa, que cautivó a los lectores, pasó a los catálogos de las multinacionales y lo instaló, junto a Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández, como uno de los grandes de la narrativa de su país. Redescubrimiento que continúa con obras que pocos vacilarían en calificar de menores, aunque ello sea ampliamente discutible (en esta columna hablamos de una similar, Nick Carter). Levrero cultivó una amplia diversidad de géneros, entre ellos el humorístico, que brilla en esta salvaje parodia del relato clásico policial.En la superficie, es una novela totalmente disparatada, donde la trama se pierde en recovecos y giros que dejan enormes lagunas y asuntos sin resolver (es decir, exactamente lo contrario de lo que pide el género). Levrero además se ríe del recurso de las tramas paralelas y abusa festivamente del «mientras tanto, en otro lugar…», para hacer calzar algunas de las historias, en tanto que otras acaban en puntos donde perfectamente podría comenzar otra novela. Pero el hilo es firme y, desde el descuartizamiento del embajador chino por un error policiaco al cuasi apocalipsis esbozado poco antes del final, hay una progresión lógica a pesar de todos los giros y vueltas y revueltas de la historia. Más aún, en esos hilos que no llevan a ninguna parte o concluyen en un puente levantado en una playa que apunta inexplicablemente hacia el horizonte es donde la historia luce mejor y muestra el talento del autor para dinamitar el género policial y hacer cómplice al lector en la parodia y el absurdo. La violencia inaudita de algunos pasajes y la consistente locura de la banda criminal que da título a la novela (que agrede al azar a transeúntes, propiedades, vitrinas y automóviles, sólo por el placer de sembrar el pánico y el desconcierto); la hipocresía, doblez y miope espíritu vengativo de las autoridades; y el firme manto de corrupción que revela la investigación del detective privado Carmody Trailler y sus numerosos subalternos, recuerdan, por cierto, a la Ciudad Gótica de Batman, pero también una novela como Cosecha roja, de Dashiell Hammett, donde la presencia criminal es tan extendida que sólo una limpieza radical puede solucionar el problema. Ese cóctel feroz de violencia, una buena dosis de sexo, cuestionamientos metafísicos, agentes dobles, mujeres virginalmente fatales y osos amaestrados es el escenario en donde Levrero, el autor tras las bambalinas, juega con el lector y lo conduce donde él quiere que esté.

Mario Levrero. Mondadori, Buenos Aires, 2010. 190 páginas.

Carlos Ríos y Mario Levrero, en los márgenes del Plata

Manigua, del argentino Carlos Ríos, es uno de los tantos libros que me traje de Buenos Aires en mi último viaje, en mayo del año pasado. Lo leí hace pocos días, en un bus que se dirigía hacia la costa. Breves 61 páginas y toda una curiosidad: la novela está ambientada en algún país africano (que puede ser cualquiera de los habitados por los bantúes, desde Camerún a Somalia, cosa que puede deducirse si se investiga las denominaciones tribales usadas en el libro), en un paisaje que alterna la exhuberancia de la naturaleza con la sequedad del desierto. Es la primera novela del autor, nacido en 1967; antes había publicado un par de libros de poesía (aquí hay una selección de su poesía). Como a veces ocurre en estos casos, lo principal aquí es el tratamiento del lenguaje.

Nada es lineal aquí y el hilo de la leyenda que se narra -el hijo que tiene que partir lejos a buscar una vaca, para celebrar el nacimiento de su hermano- se apoya en un narrador que cambia de personas y de lugares; a veces al lado del camastro donde agoniza su hermano, ese hermano que requería la vaca, muchos años después, a veces desde un presente que de todos modos se difumina en versiones alternativas y relecturas de los mismos hechos. Tiene, todo ello, un extraño atractivo, y el carácter experimental de la novela no impide mantener viva la curiosidad y el interés. Y reafirma mi percepción de que siempre hay que prestar atención a los catálogos de las editoriales independientes, como Entropía. No tenía la menor idea previa sobre Ríos, pero ya sé que conviene seguirle la pista.

Y un Levrero más para la colección. El año pasado, en El Sábado, comenté Nick Carter (se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo); en el blog que ahora dejé para artículos publicados en medios, escribí sobre La ciudad; y en El Sábado, nuevamente, muy a comienzos de ese año, sobre La novela luminosa. Ahora leí, en un ventoso día de sol costero, otro antiguo souvenir platense, Dejen todo en mis manos, en la bonita edición de Caballo de Troya (luego apareció una más accesible -en Argentina- por Mondadori).

Confieso que es la que más me ha gustado de Levrero. No se compara, desde luego, con la poderosa arquitectura de La novela luminosa, pero es también el texto más amable y accesible que le he leído. Un escritor asediado por las deudas acepta una misión que tiene que ver muy lateralmente con la escritura, pero sí con las literatura: ubicar, en el interior del país (en una ciudad que el narrador llama Penurias) al misterioso autor de una novela que será, según su editor, el mayor éxito de la narrativa uruguaya en mucho tiempo, y que llegó en un sobre que sólo indicaba su nombre, Juan Pérez. Y Penurias la hace honor a su nombre: aunque conoce a Juana Pérez, una prostituta que es una maestra consumada en su oficio, la mayor parte de los personajes sólo son pistas falsas y espejismos que lo arrastran por conversaciones y encuentros más bien humillantes o simplemente soporíferos. El libro tiene una comicidad cáustica y el retrato del interior uruguayo es demoledor. Quizá las ciudades pequeñas de la provincia se parecen en todas partes, pero Levrero logra sacar lo más estremecedor -y a la vez divertido- de esos lugares en donde todo parece repetirse hasta el infinito. El aire de pesquisa policial, la liviandad del relato y la simpatía autocompasiva del protagonista son una delicia.

Y así es como avanzo en adelgazar la lista de pendientes.