Siempre se puede volver a Kafka

Encuentros tempranos

Durante tres años estudié alemán en el Goethe Institut, que coincidieron con mis tres primeros años de educación superior. La biblioteca del Goethe era (y supongo que lo sigue siendo) espectacular. Podría escribir muchas páginas recordando lo que leí gracias a ese espacio y mis regulares conversaciones con las bibliotecarias, unas señoras adorables y estrictas que me permitieron leer a Franz Werfel, a quien consideraban un autor muy menor, indigno de un lector como yo (cof, cof), solo cuando les dije que Thomas Mann hablaba de él en algún artículo. El asunto es que en estos días he recordado especialmente un libro de Martin Walser, Descripción de una forma. Ensayo sobre Franz Kafka, que saqué de aquellas estanterías. Lo editó Sur en Argentina en 1969 y luego la mexicana Coyoacán en 2000; cuando ya estaba embarcado en la escritura de este texto, supe de la existencia de un ejemplar de esta última edición en la librería Palmaria. Como creo que hay que honrar esas coincidencias fui a comprarlo, porque quería citar su punto de partida (lo único que recordaba), pero cuánto mejor era hacerlo a partir del texto y no del recuerdo de una lectura hecha hace décadas, y reescribir lo ya avanzado.

Por supuesto, lo que yo recordaba no se parecía en nada a lo que efectivamente escribió Walser. Pensaba que su tesis era que la obra de Kafka permanecía incólume al lado de la montaña de interpretaciones que no cesaba de crecer (y con la arrogancia de la juventud me preguntaba, en el pasado, que para qué había escrito entonces Walser otro libro más para sumarlo a la montaña). Lo que sostiene es mucho más razonable: que hay que considerar a Kafka en su calidad de poeta, sin someterlo a las determinaciones de la biografía y sacándolo de “la multitud de comentarios teológicos, sociológicos, psicológicos, y tantos otros ajenos a la creación poética” que su obra ha suscitado. Es interesante que Walser sostuviera todo esto en 1951, antes de la emergencia del estructuralismo en los estudios literarios. El libro es su tesis de doctorado, que publicó como libro diez años después, y de algún modo anticipa tesis como las que Tzvetan Todorov sistematizó en su ensayo “Poética”, que apareció en Qué es el estructuralismo (la edición francesa es de 1969; la versión en castellano, de 1971). Dice Todorov que el objeto de estudio de la actividad estructural es la literariedad, esto es, aquello que constituye a la obra en literatura; “la obra se encontrará, entonces, proyectada sobre algo distinto de sí misma, como en el caso de la crítica psicológica o sociológica; sin embargo, ese algo distinto ya no será una estructura heterogénea, sino la estructura del discurso literario mismo. El texto particular solo será un ejemplo que permita describir las propiedades de la literariedad”.

Ecos

Perdón por recordar estas añejeces, que de todos modos me interesan como capítulos de la historia de las ideas. Todo esto puede sonar marciano en nuestros días, porque la discusión teórica y científica ha continuado avanzando a velocidades cada vez más altas. En su novela Sobre la belleza, Zadie Smith lleva a cabo una sátira implacable de la academia estadounidense, que se puede resumir a la perfección en este par de párrafos (Zora es una alumna brillante y Claire, la profesora):

Pero Zora ya había dejado de escuchar. La erudición de Claire la fatigaba. Claire no sabía nada de los teóricos, ni de las ideas, ni del pensamiento de ahora mismo. A veces, Zora dudaba de su condición de intelectual. Para ella, todo estaba «en Platón», «en Baudelaire» o «en Rimbaud», como si todos tuviéramos tiempo para estar leyendo lo que se nos antojara. Zora parpadeó con impaciencia, rastreando visiblemente el discurso de Claire, al acecho de un punto o, cuanto menos, un punto y coma por el que volver a introducirse.
—Pero después de Foucault —dijo aprovechando la primera ocasión—, ¿en qué queda todo eso?

Volvamos a Walser. En el epílogo de 1961 ahondó en su tesis: “en aquellos años se habían publicado un sinfín de ensayos que tomaban algún rasgo de la obra de Kafka, lo aislaban de su contexto, lo introducían en el tiempo y en la realidad y lo aprovechaban para alguna pequeña excursión en el campo de la crítica cultural”. Walser también sostiene que las novelas de Kafka no son tales, sino epopeyas, no en el estilo irrepetible de las griegas, pero sí como parte de un género que hermana El proceso y El castillo con, por ejemplo, El Quijote. Tengo que decir también que su libro es bastante árido, pero también interesantísimo si se busca una lectura sistemática y acuciosa de lo que se conocía de Kafka en alemán a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. Porque aquí entroncamos con otras dos historias. La de Max Brod es una; Walser lo trata con indisimulado desprecio, pero quién podría dejar de agradecerle que no lanzara los manuscritos de Kafka a la chimenea. La otra es la historia de los modos de leer a Kafka. Quizá el lejano eco del libro de Walser me resonó en la cabeza por aquello de los comentarios teológicos y la interpretación fuera de contexto de algún rasgo de su obra para fines de crítica cultural, porque precisamente estaba leyendo un libro muy reciente donde la relación de Kafka con el judaísmo (como religión e ideología) es un asunto clave, de aquellos que Walser habría dicho que no correspondían por estar fuera de la obra. Y es crucial porque se cruza con la herencia material de miles de hojas manuscritas o mecanografiadas que Max Brod tenía en su poder y que llevó desde Praga a Palestina poco después de la ocupación alemana de Praga.

El amigo Max

El libro que desencadenó estas asociaciones es El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario (Ariel, 2019), de Benjamin Balint. La historia que narra es digna de Kafka, el autor cuyo apellido se convirtió en adjetivo, y tiene varios posibles puntos de partida. El primero es el momento de la muerte de Kafka, cuando Max Brod desoyó sus deseos de que quemara toda su obra. Dice Reiner Stach, el autor de la biografía canónica de Kafka (que le tomó más de 10 años de investigación y tiene cerca de 2300 páginas en la edición castellana de Acantilado), que el escritor destruyó un número de obras “que no cabe determinar con precisión, pero considerable en cualquier caso”. Algunas las quemó, delante de sus ojos, Dora Diamant, la actriz alemana que conoció poco menos de un año antes de su muerte y que fue su última compañera. Pero ella también conservó algunos manuscritos de Kafka, entre ellos los de 36 cartas y algunos cuadernos que la Gestapo le arrebató en una redada de 1933. Sin embargo, aun quedaban muchísimos papeles cuando Brod entró a la pieza de Kafka tras el funeral de su amigo y suscribió con Hermann Kafka, el padre, “un contrato que otorgaba a Brod el derecho a publicar póstumamente las obras de Franz”. En los cajones del escritorio de Kafka, repletos de hojas y carpetas, había dos notas dirigidas a él: una, con la orden perentoria de quemar todo; y otra, que Brod creía que era anterior, en donde Kafka detallaba qué parte de su obra podía permanecer. Su amigo, ya se sabe, no obedeció aquellas instrucciones, pero justificó largamente su traición. El capítulo que Balint le dedica al asunto es uno de los más interesantes del libro, porque pone en juego cómo se veía Kafka en cuanto escritor y cómo lo veía Brod (pero también otros, como el editor Kurt Wolf, Karl Kraus y Kurt Tucholsky, entre otros).

Sea como sea, valgan o no los argumentos de Brod, estamos muy agradecidos de sus decisiones. Balint alterna la historia de los sucesivos y prolongados juicios a que dio lugar la herencia de Brod con la de la amistad entre este y Kafka. Es tan frecuente el menosprecio a la particular figura del amigo más cercano que no dan ganas de quebrar alguna lanza por él. Ciertamente, quería triunfar; según Balint, a los 18 años, en su primer año de universidad, dio una charla sobre Schopenhauer “ardiendo en deseos de impresionar”. Entre el público estaba un estudiante de segundo año, impecable en su traje oscuro, que al final se acercó a Brod y se ofreció para acompañarlo hasta su casa. En esa caminata, que hizo varias veces el camino entre sus respectivos domicilios, nació una amistad profunda e indestructible, sobre la base de afectos genuinos y generosos. Es cierto que cuando Brod presentó a Kafka al editor Kurt Wolff, el primero en editar a Kafka, le produjo “una impresión que jamás se me ha borrado: el empresario presenta a la gran estrella que acaba de descubrir”. Pero agrega, un par de páginas después, que aquel primer libro impreso de Kafka en su catálogo “jamás se habría compuesto ni enviado sin la incansable insistencia de Max Brod”. Este último publicó los Escritos Completos de Kafka entre 1935 y 1937, en Berlín y Praga, y coronó la serie con una biografía de su amigo.

En torno a una biografía

Reiner Stach cuenta que el recitador Ludwig Hardt, que conoció bien a Kafka, “escribió que Brod se comportaba en su biografía como un tutor: como si le diera reparo dejar al lector a solas con Kafka”. Mucho más tajante y ácido fue Walter Benjamin. Su extensa recensión de la biografía está en una carta que le envió a Gershom Scholem, el gran estudioso de la cábala del siglo XX y muy amigo de Benjamin, el 12 de junio de 1938, desde París. Ambos coincidían bastante en su apreciación de Kafka, aunque también tenían notorias diferencias; más adelante cito la opinión de Scholem, pertinente por la indagación sobre Kafka y el judaísmo durante el juicio por los papeles de Max. Lo que me interesa ahora es la opinión de Benjamin sobre el libro de Brod:

Brod carece de la noción de rigor pragmático que es de esperar en una primera biografía de Kafka. «Nada sabíamos de hoteles de lujo; sin embargo, estábamos despreocupadamente alegres» (p. 128). A consecuencia de una considerable falta de tacto, de noción de los umbrales y las distancias, se deslizan en el texto, que por su objeto estaría obligado a cierta compostura, rutinas de folletón. Esto es menos el motivo que el testimonio de en qué alto grado le ha sido negada a Brod toda visión verdadera de la vida de Kafka.

No sé si se puede escribir una crítica más demoledora de una biografía escrita supuestamente por quien mejor conocía a Kafka. Cuando se conoció la carta de Benjamin —recién en 1980—, fue también motivo de duras polémicas, pero sin duda que hay, como apunta el filósofo, algún grado de misterio inexplicable en la amistad entre dos personas tan radicalmente distintas. La historia de la correspondencia Benjamin-Scholem, por otra parte, es también larga, intrincada y, finalmente, muy determinada por el azar. Es muy larga para contarla acá, pero, como en tantos otros casos, leemos lo que sobrevivió a los tiempos y esa criba es, a veces, muy injusta.

La edición Brod y la edición crítica

En nuestros días, tenemos que tener en cuenta que todas las intervenciones de Brod en la edición póstuma de las novelas, los diarios y todo tipo de escritos de Kafka, las supresiones, las reescrituras (en materia de puntuación, por ejemplo), las omisiones, las arbitrarias decisiones en el orden de capítulos y párrafos, fueron ampliamente subsanadas mediante un largo trabajo que culminó con la edición crítica de las Obras Completas de Kafka que apareció en Alemania en 1982, base, a su vez, de la estupenda edición que publicó Galaxia Gutenberg entre 1999 y 2003 en tres tomos (Novelas, Diarios, y Narraciones y otros escritos). En 2018 aquel proyecto tuvo una esperadísima continuación con el primer volumen de la correspondencia, de 1.320 páginas, que recoge el periodo 1900-1914, de nuevo conforme a exigencias editoriales que no tienen algunas compilaciones anteriores (a Milena Jesenká, a Felice Bauer, a Max Brod). Los tres primeros volúmenes están también disponibles en ediciones de bolsillo.

Queda ya para la investigación literaria y cultural cuánto de las ediciones Brod influyó en la imagen de Kafka como escritor; un caso ejemplar es el que describe J.M. Coetzee en Tierras extrañas, en el capítulo “Traducir a Kafka”. Allí muestra cómo las presentaciones de Brod influyeron en sus primeros traductores al inglés en los años veinte y treinta, el poeta escocés Edwin Muir y su esposa Willa, aprendices tardíos del alemán: Muir, dice Coetzee, “consideraba que su labor no era solamente traducir a Kafka, sino también la de guiar a los lectores ingleses a través de textos nuevos y difíciles”. De ahí que las traducciones de los Muir vinieran provistas de prólogos en los que Edwin, que confiaba plenamente en el amigo y editor de Kafka, Max Brod, lo explicaba todo acerca de Kafka. Estos prólogos demostraron ser tremendamente influyentes, porque en ellos se presentaba a Kafka como un “«genio religioso… en una época de escepticismo», como un escritor de «alegorías religiosas» preocupado por la dimensión inconmensurable de lo humano y lo divino”. Esta concepción influía, agrega Coetzee, en las palabras escogidas para traducirlo, a lo que se suma que las versiones de los Muir, que han sido monopólicas en Estados Unidos (no en el Reino Unido, en donde hay nuevas traducciones), se basaban en un original propuesto por Brod, “que era inaceptable según los estándares académicos de calidad”. El catálogo de errores en la traducción de los Muir es inagotable, pero esa gran línea de interpretación de Kafka como un escritor religioso no es exclusiva ni de Brod ni de ellos. Gersom Scholem pensaba que hay tres textos canónicos fundamentales para el judaísmo: la biblia hebrea, el Zohar (el principal libro de la cábala) y las obras de Kafka. Con esta afirmación regresamos al libro de Balint y a los argumentos que se esgrimían para que los jueces tomaran decisiones sobre el legado de Brod. El capítulo que Balint le dedica a Max es un excelente relato de su vida, que humaniza mucho una figura que no tuvo más remedio que ser polémica. Tiene especial interés para el lector enterarse de por qué Esther y Eva Hoffe recibieron la herencia de Kafka; ahí hay trabajo conjunto, afecto, amor filial, generosidad y compañía. Nada literario, pero sí determinante de su participación en esta historia.

La larga batalla por la herencia

Las discusiones legales en torno a la herencia del escritor checo comenzaron cinco años después de su muerte en 1968, en Tel Aviv, a los 84 años. La Biblioteca Nacional Israelí solicitó a los tribunales de su país que aquel legado pasara a s sus manos. Brod había manifestado, en distintas ocasiones, que quería que los archivos pasaran a alguna institución alemana o israelí, pero en los hechos se los legó a Esther Hoffe, su secretaria por muchos años. Aunque ella tenía algunos de los papeles en su casa, la mayor parte había sido depositada por Brod en cajas fuertes suizas; y había cedido un gran número de manuscritos a la Biblioteca Bodleiana de Oxford (ahí están, por ejemplo, los manuscritos de los diarios y los de América y El castillo). Los tribunales fallaron a favor de Esther, que podía hacer lo que quisiera con los papeles. Puso a la venta algunos, como el manuscrito de El proceso, en 1988, un suceso que tuvo repercusiones mundiales, acusaciones cruzadas, amenazas telefónicas y el muy fundado temor de que algún dueño de una gran fortuna se lo adjudicara y lo guardara en una caja fuerte, lejos para siempre de los ojos de los estudiosos. Tras una hábil estrategia de participación, El Museo de Literatura Moderna de Marbach, Alemania, compró el manuscrito por un millón de libras esterlinas (dos millones de dólares de la época), el precio más alto jamás pagado por un manuscrito, pero la mitad del que esperaban Esther Hoffe y Sotheby’s. El segundo puesto también corresponde a Kafka: las 500 cartas que le escribió a Felice Bauer se subastaron en 605 000 dólares en año anterior en Nueva York. No deja de ser paradójico que se trate de un escritor que apenas publicó en vida y que en su momento recibió escasísima atención de la crítica y de sus pares.

A la muerte de Esther a los 101 años, en 2007, sus hijas emprendieron un trámite que presumían simple, pero que se convirtió en una pesadilla: legalizar la herencia de Esther. Apareció un nuevo testamento de Brod, que especificaba con claridad que quería que su archivo pasara a manos de la Biblioteca Nacional de Israel. Por otra parte, Eva Hoffe estaba en negociaciones con el Fondo Marbach, que quería comprar tanto los manuscritos de Kafka como los de Brod. En su testamento, Esther autorizaba ese traspaso, pero sujeto a varias condiciones. Todos ellos fueron parte del juicio, que se resolvió recién en 2016.

Hubo argumentos legales, nacionales y culturales. Hasta qué punto Kafka puede ser considerado un escritor judío. Hasta dónde Israel, donde no hay una edición local de las Obras completas de Kafka, puede reclamar como parte de su herencia cultural el trabajo de un escritor que murió mucho antes de la fundación de aquel Estado. Qué puede ser considerado patrimonio nacional y qué no. ¿Por qué Eva no podía disponer de su herencia? ¿Cómo han sido las relaciones entre Alemania e Israel? Durante décadas, hablar alemán en Israel era considerado una grave ofensa, pero, a medida que las nuevas generaciones reemplazaron a las que sufrieron directamente el Holocausto, comenzó a trazarse un diálogo siempre difícil y complejo que afloró con claridad durante el juicio por la herencia, con mucha prudencia por la parte alemana. ¿Es Kafka más alemán que judío? Y acá la cuestión se torna todavía más compleja. Balint cita a Aharon Appelfeld, quien comenzó a leer a Kafka en los años cincuenta. “Me sentí cercano a él desde el primer momento”, le contó a Philip Roth. “Me hablaba en mi lengua materna, el alemán, no el de los alemanes, sino el del Imperio Habsburgo, el de Viena, Praga y Chernivtsí [la “pequeña Viena”, ciudad ucraniana], con su entonación especial, que, por cierto, los judíos trabajaron duro para crear”. ¿Cómo vivió Kafka el judaísmo? A su padre le reprochaba su práctica superficial de la religión y nunca se sintió, como Brod, parte del movimiento sionista. Pero luego conoció a una compañía de teatro de Lemberg, de actores yidis (así castellanizó la RAE el yiddish) y se fascinó tanto con ellos como con aquella lengua que comenzó a aprender de inmediato. De nuevo, y Balint lo expone muy bien, se cruzaron aquí las interpretaciones ajenas a la obra, como reclamaba Walser, y lecturas que se articulan desde otros sustratos, religiosos o filosóficos, que, aunque iluminan, también recortan al escritor sobre una sola escena.

¿Y qué se puede sacar en limpio?

Más allá de la maraña legal, que es siempre árida, el libro de Balint es una investigación acuciosa y un relato muy ameno que sirve para aproximarse, desde algunas líneas particulares, a la vida y a la obra de Kafka, un escritor que parece tener tantas vidas como biografías se han escrito sobre él. En general, por lo que he visto, hay una tendencia a alivianar la imagen de escritor atormentado y depresivo que se cultivó durante muchos años. No tuvo —en el relato de los hechos— una vida tan distinta a la de sus contemporáneos. No fue capaz de casarse y ahí hay una gran pregunta, pero convivió con Felice Bauer y tuvo amantes y novias. Su incapacidad de comprometerse formalmente calza con una pauta más general en su caso —la extrema conciencia de sí mismo y de las dificultades para encontrar el sentido de las cosas, dicho de manera muy gruesa—, pero no significa, en modo alguno, que no fuera capaz de mantener relaciones estrechas y profundas con mujeres. No fue una especie de monje místico, no. Y eso también aflora, en alguna medida, en los episodios biográficos que Balint recoge para mejor ilustrar lo que estaba en juego en la disputa por los papeles de Brod.

Fue una disputa larguísima, que se prolongó por décadas, en torno a bienes patrimoniales. Yo creo que la obra de Kafka está fuera de los papeles en que la escribió. En un museo de Filadelfia vi el manuscrito del Ulises de Joyce, los de varias obras de Joseph Conrad y una carta de Lewis Carroll. No me emociona particularmente el asunto: sin duda que tienen un enorme valor para estudiosos y editores para fijar los textos con los originales a la vista, pero —creo yo, puedo estar muy equivocado— no tienen el aura de una pintura, por ejemplo. La obra literaria es idéntica más allá del soporte que la contiene (el tupper del libro, como lo expresó de manera brillante un ilustre académico criollo). Me gustó el libro de Balint no por lo que estaba en juego, sino por la puesta en escena. Es difícil tomar partido. Esther, sobre todo, quiso enriquecerse con una herencia que le llegó de rebote; y Eva argumentaba que, si a alguien le regalan un Picasso, ¿por qué no podría venderlo? Donde algunos ven solo avaricia, yo creo que también está el intento de aferrarse a una historia de afectos y regalos en donde no había tantas buenas razones para inmiscuirse, sobre todo si, finalmente, todos esos papeles iban a terminar en fondos académicos de libre acceso para los especialistas, restaurados y cuidados para su permanencia en el tiempo. Por otro lado, como varios se preocuparon de dejarlo claro, las Hoffe, durante medio siglo, “no han tenido ni idea de cómo cumplir con su responsabilidad cultural”.

Hubo guerra sucia en el asunto. Acusaron a Eva de mantener oculta una cantidad considerable de manuscritos inéditos de Kafka, pero, tal como se comprobó cuando se pudo revisar íntegramente los papeles heredados, no había ninguna obra inédita. Reiner Stach indicó que aunque en 1990 “disponía de un catálogo exacto de todo el legado, hasta hoy [2016, cuando escribió el Prefacio a la edición española] ha habido pocos (aunque importantes) documentos a los que haya podido tener acceso”. Balint también detalla que algunas cartas del legado fueron publicadas a lo largo de las disputas legales. Stach agrega después que, aunque tuvo que escribir su biografía sin poder ver todo el legado de Brod, en realidad no eran tan importantes las fuentes primarias por la abundancia de fuentes secundarias; probablemente ahora pueda aquilatar hasta qué punto su percepción era correcta. Porque, claro está, hay un desenlace. Eva Hoffe perdió la prolongada batalla legal y, con ello, también la perdió el Fondo Marbach. Todos los papeles objeto de la disputa legal están ahora en la Biblioteca Nacional Israelí y se pueden consultar en línea. Lo más novedoso son algunos dibujos de Kafka y unas pocas páginas más. Eva, que ya tenía 82 años, quedó devastada. “Me he sentido desde el inicio del proceso como un animal al que llevan al matadero”, le dijo a Balint.

Eva Hoffe visita la tumba de Max Brod

Eva murió dos años después, de cáncer. Cuando por fin abogados y bibliotecarios entraron al departamento de las Hoffe, encontraron un panorama terrible. Cucarachas, un refrigerador en desuso repleto de papeles, cajas y cajas en pésimo estado de conservación. De Kafka quedaba poquísimo (un breve relato autobiográfico de sus años de estudiante, un par de postales, la crítica a la obra de un amigo escrita en la parte trasera de un folleto). Casi todo era de Brod, sus cartas, decenas de cuadernos de diarios, borradores de libros. En Alemania aparecieron cajas de papeles robados del departamento de las Hoffe, que fueron entregadas a la Biblioteca Nacional de Israel, igual que el contenido de cuatro cajas fuertes en Suiza, tras otro intrincado episodio de disputas legales que culminó en 2019.

En las páginas finales del libro, Balint vuelve al carácter irreductible de la obra de Kafka y a su ausencia de domicilio. Toda la disputa judicial en torno a los restos materiales de su obra, no exenta de ironías, suponía “adoptar una actitud propietaria hacia un escritor absolutamente comprometido con el rechazo a un domicilio fijo” y más todavía cuando el concepto de obra le fue tan ajeno, a tal punto que siempre prefirió el fragmento, la reescritura, el doblez, a la perfección de la obra cerrada. En el prólogo a Obras Completas III. Narraciones y otros escritos, Jordi Llovet redondeó esta idea: “No hay diferencias muy ostensibles, salvadas las excepciones, entre los textos que Kafka llegó a publicar, sean del género que sean, y los miles de páginas que dejó esbozadas y sin publicar: todo atenta contra el carácter clausurado de la «obra», ya en la medida en que todo es escritura esbozada, ya en la medida en que toda narración, por aparentemente «completa» que sea, se abre a una dimensión exegética interminable”. O, como dijo Shimon Sandbank, uno de los mejores traductores de Kafka al hebreo según Balint, es un autor “lo suficientemente grande como para que nunca tengamos razón sobre él”. Para esa exégesis inacabable, bien puede ser importante conservar hasta la postal donde saluda a su familia o hasta el último dibujo que trazó en papeles sueltos; o puede que no, puesto que en ese continuo reenvío de sentidos lo que hay, que ya es mucho —gracias, Max, de nuevo—, nunca dejará de ser insuficiente. En buenas cuentas, siempre se puede volver a Kafka.

Fuentes

El último proceso de Kafka. El juicio de un legado literario

Benjamin Balint

Ariel, Barcelona, 2019. Traducción de Joan Andreano

Descripción de una forma. Ensayo sobre Franz Kafka

Martin Walser

Coyoacán, México D.F., 2000. Traducción de H.A. Murena y David Vogelmann

Autores, libros, aventuras. Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka

Kurt Wolff

Acantilado, Barcelona, 2010. Traducción de Isabel García Adánez

Kafka. Los primeros años. Los años de las decisiones. Los años del conocimiento

Reiner Stach

Acantilado, Barcelona, 2016. Dos volúmenes. Traducción de Carlos Fortea

Obras Completas III. Narraciones y otros escritos

Franz Kafka

Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003. Traducciones de Adam Kovacsis, Joan Parra Contreras y Juan José del Solar. Edición dirigida por Jordi Llovet y al cuidado de Ignacio Echevarría

Correspondencia 1933-1940

Walter Benjamin, Gershom Scholem

Trotta, Madrid, 2011. Edición y notas de Gersom Scholem. Traducción de Rafael Lupiani

Costas extrañas. Ensayos, 1986-1999

J.M. Coetzee

Debate, Barcelona, 2004. Traducción de Pedro Tena

¿Qué es el estructuralismo?

Oswald Ducrot, Tzvetan Todorov, Dan Sperber, Moustafa Safuan, François Wahl

Losada, Buenos Aires, 1971. Traducción de Ricardo Pochtar y Andrés Pirk

En obra

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 12 de enero de 2019

Cynthia Rimsky completa, con este libro, siete obras publicadas entre 2001 y 2018. En una entrevista reciente señaló que trabaja “con materiales documentales que luego voy borroneando, pegándoles elementos y al final quedan irreconocibles”, y agrega que “por eso me demoro cuatro o cinco años en terminar una novela, pues me interesa esa idea de una lectura permanente sobre los mismos materiales”. Su anterior obra, El futuro es un lugar extraño, obtuvo dos premios en 2017: el Municipal de Literatura y el Mejores Obras Literarias, categoría novela publicada. Este doble reconocimiento —sumamente merecido— debería extenderse a toda su trayectoria. Rimsky es una escritora singular, con la experiencia y la idea del viaje como catalizadora de varias de sus obras; pero encasillarla ahí sería un error. En sus obras no interesa tanto lo que se ve, sino el modo en que es mirado; ni tampoco es tan relevante la anécdota (salvo excepciones), sino cómo el desplazamiento se constituye en experiencia. Rimsky, en algunos textos, diluye también los géneros, incorporando el ensayo, la crónica y la biografía en la arquitectura de sus obras, con un estilo que ha alcanzado una admirable madurez.

En obra es un díptico con muchos lazos —algunos explícitos, otros no— entre ambas partes. La primera parte se sitúa en el conurbano argentino; la narradora y su pareja quieren irse a vivir al campo, compran un terreno y arriendan mientras tanto una pieza para estar cerca de los maestros que llevan a cabo la remodelación de la antigua casa (dicho con generosidad) levantada en el terreno. Los personajes son los que entran y salen de la obra, los maestros, los vecinos, los turistas que asoman la nariz por las calles arboladas del pequeño pueblo. La segunda es una experiencia de viaje donde un pájaro endémico de Cuba, el negrito, adquiere un claro protagonismo, pero todo el relato se juega en lo que quien narra —que borra los marcadores lingüísticos de género— es capaz de ver y lo que se le escapa. Los dos epígrafes son guías de lectura: “lo irreal intacto en lo real devastado”, de René Char, está presente en la ruina de adobes cuya nueva forma no deja de acusar problemas y en el degradado paisaje isleño que parece ya inmutable en su deterioro, y también en la radical extrañeza que muestran los personajes de ambos relatos, interrogados desde un ángulo que desacomoda la perspectiva. Y el segundo, de Juan Luis Martínez, alude al lenguaje de los pájaros, “esa otra cara del silencio”, aparente paradoja que Rimsky explota en ambos relatos, en jaulas, en cantos, en identidades locales.

Cynthia Rimsky. Mundana, Viña del Mar, 2018. 74 páginas.

Los perplejos

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, agosto de 2009

La periodista Cynthia Rimsky, nacida en 1962, es autora de dos novelas previas, Poste restante (2001) y La novela del otro (2004). Aún así, no forma parte de la escena literaria local: quitada de bulla y con un proyecto muy personal, ni siquiera entra en las listas de autores que de tanto en tanto circulan para establecer algún tipo de canon. Y es una lástima, porque vale la pena leerla. Sus libros suelen unir la anécdota cotidiana al modo de diario de vida con ficciones ligadas a la búsqueda, al conocimiento, al desarrollo personal. Los perplejos es una excelente muestra de esta manera de aproximarse al género narrativo. La autora reconstruye la biografía de Maimónides, el filósofo cordobés cuyo nombre completo es Moshé ben Maimón, cuya obra marcó un decisivo momento en el desarrollo del pensamiento judío, a través de dos relatos que se imbrican y mezclan a lo largo de la novela (de hecho, el título del libro abrevia el nombre de la principal obra del filósofo judío, La guía de perplejos). Por una parte, está la historia de Maimónides; por otra, la pesquisa y la trayectoria vital de la autora, desde Santiago y Valdivia hasta Córdoba (y, desde ahí, una peregrinación por un extraño recorrido, hecho tanto del deseo como de la posibilidad, por “los cuartos donde se miran el ser y la perplejidad”), pesquisa que aspira a revelar a Maimónides, pero que también es la historia de pistas falsas, de espejismos, de superposiciones entre la imaginación y el dato erudito, de una escritura que no vacila en traicionar sus fuentes.

Aunque en más de algún momento parece pesarle el casi inevitable deber de ejercer la pedagogía (especialmente cuando, según indican notas a pie de página, abiertamente parafrasea textos del mismo Maimónides o de otros autores), el libro no se constituye, de ninguna manera, en una suerte de manual explicativo, en buena medida gracias al especial estilo de Rimsky, quien escribe con transparencia y una sencillez sólo aparente. Es decir, el texto tiene una gran fluidez y simpleza, pero no es plano y, sobre todo, denota una manera de mirar que no sólo huye de las modas, sino que también es capaz de asumir un tema complejo y desarrollarlo a lo largo de casi 400 páginas sin grandes baches. Quizá lo más llamativo es que una propuesta tan audaz y arriesgada se lleve a cabo como en sordina, sin grandes aspavientos, con toda la naturalidad que admite una indagación sobre Dios y sus maneras de proceder en el mundo; y su manera de situarse fuera de la escena le da otro grado de frescura y valor a su propuesta.

Sangría Editora, Santiago, 2009. 385 páginas.

El Premio Nobel de Literatura

Desde fuera

El escritor inglés Tim Parks publicó en 2014 una interesante colección de ensayos, Desde aquí leo. Miradas al cambiante mundo del libro. Uno los textos, escrito probablemente en 2011, habla del Premio Nobel de Literatura a propósito de quien lo ganó ese año, el poeta sueco Tomas Tranströmer. Lo voy a citar extensamente, porque es muy clarificador sobre cómo funciona el proceso y cómo se llega a los ganadores de cada año.

Dice Parks que los académicos suecos son 18. Que la mayoría ocupa puestos de profesor de tiempo completo en diversas universidades del país. En ese año, 2011, había solo cinco mujeres y la presidencia del jurado siempre había sido masculina. Un solo miembro había nacido después de 1960. Ha cambiado un poco la situación, pero el gran problema es que los nombramientos son vitalicios. Alguien puede dejar de participar en la institución, pero su sillón permanece bloqueado hasta que muera. En 2017 se inició una aguda crisis, debido a acusaciones de abuso sexual a Jean Claude Arnault, marido de la académica Katarina Frostenson; a su vez, se reveló que ella filtraba a Arnault el nombre de los  ganadores y él se los entregaba a las grandes casas de apuestas. Ella y la presidenta, Sara Danius, renunciaron, además de otros académicos, pero siguen formando parte oficial del grupo. Aunque estuvo en riesgo el quórum mínimo —doce personas— para otorgar el premio, el asunto finalmente se resolvió tras un año de fortísimas tensiones, hasta el punto de que la Fundación Nobel estuvo a punto de recurrir a la Cámara Colegiada, la autoridad más antigua de Suecia fundada en 1539 y que se encarga de velar por el buen funcionamiento de la administración del Estado, para cambiar sus estatutos y encargar la concesión del premio Nobel de literatura a una institución que no fuera la Academia Sueca. Hay quienes dicen que ha habido cambios en la composición del jurado del Nobel de Literatura, pero la información oficial mantiene los sillones de Frostenson, Danius y de otros renunciados.

Más allá de los problemas de composición del jurado, el hecho es que dirimir el premio implica una carga de lectura enorme, que se suma a las obligaciones laborales de los académicos que permanecen activos. Aquí Parks ingresa al terreno de las especulaciones, pero suena muy razonable. Los académicos cuentan con asesores y con una estupenda biblioteca, pero suya es la responsabilidad del premio. Parks parte del supuesto de que alrededor de cien escritores son nominados anualmente, pero, según la página web de la Academia Sueca, cada año hay alrededor de 350 escritores nominados; podemos suponer que los expertos, especializados por área, realizan una propuesta que acota los márgenes. Pero la responsabilidad es de los académicos. Cada miembro del jurado, entonces, para afinar la criba, debería leer un libro de cada uno de ellos. A medida que el número de aspirantes va descendiendo, el jurado leerá más libros de los escritores restantes, porque este premio se concede al conjunto de la obra. Serán, como mínimo, unos 200 libros, que se agregan a su trabajo habitual de docencia e investigación. “De estos libros muy pocos estarán escritos en sueco y solo algunos estarán disponibles en traducción a esa lengua; muchos están en inglés o serán traducciones al inglés. Pero dado que los ingleses y los estadounidenses se distinguen por no traducir mucho, algunas lecturas tendrán que hacerse en francés, alemán, o tal vez traducciones en español a partir de materiales más exóticos”.



Más allá todavía de las ingentes dificultades para abordar en plenitud la obra de muchos autores, Parks recuerda que se trata tanto de poesía como de novela (y teatro, y crónica, e incluso canciones, como se ha visto en años recientes) “y que estas obras proceden de todo el mundo, muchas intensamente entretejidas con las culturas y tradiciones literarias de las cuales los miembros de la Academia Sueca natural y excusablemente saben poco”. El autor indica que cuando se criticó a la Academia por haber entregado, en los diez años recién pasados, siete premios a escritores europeos, el presidente del jurado en ese entonces dijo que sus miembros están preparados para obras en inglés, pero les preocupa su solidez en idiomas tales como el indonesio. “Muy justo”, agrega Parks.

Cuando se le notificó a los miembros de la Academia Sueca, a fines del siglo XIX, que iban a tener a cargo la concesión del premio literario, dos de sus miembros se resistieron. Les preocupaba que la Academia, cuya función era “promover la pureza, fuerza y sublimidad de la lengua sueca”, se convirtiera en “un tribunal cosmopolita de la literatura, algo que instintivamente consideraban problemático”. No estaban equivocados, dice Parks, y de ahí vienen, dice, algunos de los vicios del premio. “Imaginemos que hemos sido condenados de por vida a tomar, año tras año, una decisión onerosa y casi imposible a la que el mundo inexplicablemente le atribuye cada vez más una loca importancia. ¿Cómo lo hacemos? Buscamos algunos criterios sencillos, rápidos y aceptables en términos generales que nos ayuden a quitarnos de encima esa carga”. Y como la estética es difícil, las afiliaciones políticas son claras y los lugares del mundo asediados por conflictos son muchos, se puede buscar a escritores situados en el lado correcto y que ya hayan sido reconocidos en sus comunidades. Hay que dejar claro que no siempre es así y que, además, la receta a veces no funciona. Parks recuerda el caso de Dario Fo, el dramaturgo opositor a Berlusconi, cuya elección sorprendió sobre todo a los circuitos culturales italianos. Tras otro chasco —según Parks—, el de Elfriede Jelinek en 2004, “cuya obra es a menudo indigerible”, no extrañó que la Academia volviera a opciones obvias como Harold Pinter, ya bastante olvidado, eso sí, y Mario Vargas Llosa, que lo podría haber ganado varias décadas antes.

En este punto, Parks vuelve sobre Tomas Tranströmer, el octogenario escritor muy reconocido en su país y al que todos los jurados podían leer en sueco. Un alivio. “Tal vez necesitaran un año sabático”, apunta con sorna, y luego agrega: “Pero lo más saludable de todo, una decisión como esta, que todos comprendemos que nunca habría sido tomada, por ejemplo, por un jurado estadounidense, o un jurado de Nigeria, o tal vez, sobre todo, un jurado noruego, nos recuerda la estupidez esencial del premio y nuestra propia necedad al tomarlo en serio”. Parks no niega que Tranströmer sea un gran poeta —los Dieciocho (así se los conoce) están altamente capacitados para evaluar la obra de un poeta sueco y el contexto en que la escribió—, pero formula dos preguntas muy pertinentes: “Qué grupo realmente lograría comprender la infinitamente variada obra de decenas de tradiciones distintas? Y ¿por qué deberíamos pedírselo?”

Y así ocurre, pues, con el Premio Nobel de Literatura. Le asignamos una loca importancia. Lo tomamos en serio. Despotricamos contra sus vacíos, reclamamos por los premios que nos parecen mal otorgados y nos sentimos compelidos a leer a perfectos desconocidos como el ganador anunciado en este año, el tanzanio Abdulrazak Gurnah (quien, sin embargo, escribe en inglés, lo que le tiene que haber facilitado la vida a los académicos suecos; ya volveremos sobre ese tema, el de la lengua hegemónica, que Parks aborda en otro artículo).

Hay editoriales que le han dado con el palo al gato. Nórdica, por ejemplo, publicó el segundo libro de Tranströmer pocas semanas antes de que le otorgaran el premio. Negocio redondo. Pre-Textos, que llevaba años publicando libros de Louise Glück, la ganadora de 2020, recibió un balde de agua fría, porque la poeta estadounidense —al parecer, con buenas razones para hacerlo— prefirió renegociar sus derechos de autor. Hay otros casos: Anagrama comenzó a publicar a Kenzaburo Oé en 1989 y publicó su segunda novela prácticamente junto con la noticia del Premio Nobel que le dieron en 1994. La misma editorial es la casa de Kazuo Ishiguro desde que en 1988 le publicaron Pálida luz en las colinas. Toda su obra ha aparecido en castellano en la editorial catalana. Que recibiera el premio mayor de las letras mundiales en 2017 tiene que haber sido muy halagador para Jorge Herralde. Con otros autores, como Patrick Modiano, ganador en 2014, el honor es más compartido. Hay que decir que es un escritor muy prolífico; Anagrama lo tomó en 2007 y desde entonces, entre nuevas obras y la reedición de otras que habían aparecido en otras editoriales (como Debate, que antes de que la comprara el grupo Random, ahora Penguin, editaba ficción, y muy buena; la antigua Alfaguara, esa de portadas azules y grises, sin foto; y Pre-Textos, Cabaret Voltaire y Cuenco de Plata) ya tiene 21 libros de Modiano en su catálogo. Para Kailas, una editorial muy ecléctica en su catálogo y que me parece que apunta más a la industria del entretenimiento, Mo Yan fue un regalo seguramente inesperado. En su catálogo también está un persistente candidato, el keniata Ngũgĩ wa Thiong’o (a quien no he leído).

El hecho de que lo tomemos en serio y discutamos, a veces con pasión, sobre los incluidos y los excluidos no tiene, si consideramos con atención los argumentos de Parks, ninguna justificación. Deberíamos esperar solamente arbitrariedad y algunos aciertos frente a memorables desaciertos. Estoy de acuerdo en que no hay razones tampoco para que le exijamos a ningún grupo de personas que se constituyan en un tribunal sumamente bien informado y criterioso sobre toda la literatura que se escribe en el mundo. Por supuesto, la Academia Sueca —o al menos uno de sus miembros— no piensa lo mismo y sostiene que la historia institucional explica tanto los nombramientos como las omisiones.

Desde dentro

Kjell Espmark tiene 91 años. Se incorporó a la Academia Sueca en 1982 y presidió el Comité Nobel de 1988 a 2005. Entre otros premiados durante su periodo, están Camilo José Cela (1989), Nadine Gordiner (1991), Toni Morrison (1993), Wislawa Szymborska (1996), Günter Grass (1999) y los ya mencionados Oé, Fo, Jelinek y Pinter. Hay grandes aciertos, pero también otros nombres que más vale la pena dejar pasar. El tiempo, ese actor implacable, dirá lo que tiene que decir. Aunque ninguno de los dos recibió el Nobel de Literatura, bien vale traer a colación un párrafo implacable de Cynthia Ozick en un breve ensayo sobre la visibilidad e invisibilidad de los escritores: “En cuanto al místico pobre y aturdido Jack Kerouac y al místico declamatorio y rasgueador de violines Allen Ginsberg, ambos se han reducido a Documentos de una Época: el rancio elemento de los historiadores sociales y los excitables profesores de estudios culturales”.

Según la información oficial de la Academia Sueca, Espmark (nacido en 1930) sigue ocupando el sillón número 16 de la nómina. En el número tres está Sture Allén, nacido en 1928. Y en el número cinco, Göran Malqvist, nacido en 1924. Hay otros dos académicos nacidos en 1933. Es admirable que mantengan la lucidez y la energía para afrontar las tareas del Nobel, pero también es una muestra de la carga que puede representar un nombramiento irrenunciable. Como sea, Espmark, en 2001, publicó El Premio Nobel de Literatura. Cien años con la misión, versión actualizada y más completa de otro estudio que publicó en 1986, El premio Nobel literario. principios y valoraciones que hay detrás de las decisiones. En el prólogo, el académico explica que las actas, las discusiones y todos los documentos elaborados en torno a la concesión del premio deben guardarse en secreto por 50 años. Así, su libro cita directamente materiales hasta 1950; de ahí en adelante, aunque Espmark puede leerlo todo, tiene prohibido citarlo, pero disponer de la información le ha permitido pesquisar otras fuentes para corroborarla, como memorias, cartas y opiniones públicas de los académicos que no están sometidas a la misma regla de secreto. Así, aspira a dar cuenta de la actividad de la Academia a lo largo de un siglo. Desde luego, explicar es una cosa y juzgar, otra. Espmark lo sabe bien y por eso, en uno de los capítulos finales, incluye periódicos estudios de evaluación de las decisiones de la Academia. Hay muchos casos en que no sale bien parada.

Como recordaba antes, dos de los titulares de la Academia se resistieron a la tarea que se les quería confiar, pero pudo más el liderazgo y el tesón de Carl David af Wirsén, el secretario perpetuo de la institución y punto de referencia constante en el libro. Alegaba razones económicas, oportunidades de prestigio  y capacidad: “una Academia capaz de juzgar la literatura de su propio país no puede en modo alguno carecer de un verdadero conocimiento «de lo mejor de la literatura extranjera»”. Detrás del asunto había también una disputa ideológica. El testamento de Alfred Nobel tenía tachaduras y errores que dieron pie a distintas interpretaciones del objetivo del premio, resaltar “una literatura orientada a un ideal”. Wirsén se adueñó del término y le otorgó un contenido moral. De acuerdo a Espmark, en la primera época del premio no se premiaba, ni por asomo, la calidad literaria; asimismo, el muy conservador Wirsén, que revitalizó una Academia en decadencia con el nombramiento de personas cercanas a sus ideas sobre idealismo y estética, no le abrió ningún espacio a escritores tan significativos e influyentes en el siglo XX como Henryk Ibsen y August Strindberg, porque no mostraban, en sus obras, «un ideal elevado y puro». Espmark lo sintetiza en el título del capítulo: “El trono, el altar y la familia: 1901-1912”.

Es muy interesante. Por ejemplo, en 1905 uno de los candidatos más fuertes era Tolstói y, aunque le reconocen sus sobrados méritos literarios, lo rechazan con argumentos religioso-filosóficos. Les molesta que le confíe un papel tan importante “al ciego azar” y que niegue “no solo la iglesia, sino el Estado, hasta el derecho de propiedad” y otros en la misma vena. Ibsen fue descalificado por su “negativismo y misterio”. Strindberg ni siquiera fue propuesto. El galardonado en 1903, Bjørnstjerne Bjørson, lo fue porque su obra “se ha puesto al servicio de ideas puras y elevadas” y “reúne salud ética y poética”. En cambio, Émile Zola fue calificado de inmoral. Wirsén murió a los 70 años y se abrió una nueva etapa para la Academia.

Ausencias y presencias

Los capítulos, muy exhaustivos, un tanto secos en la exposición de las ideas y con un nivel de información que a veces se siente como excesivo, continúan en la misma vena. Se trata de explicar las decisiones que adoptó la Academia. Sería árido y largo seguir cada una de las etapas; me parece más productivo revisar algunos sonados casos de ausencias y resaltar algunas presencias.

Comencemos por Joseph Conrad, que murió en 1924. Dice el académico sueco que nunca fue nominado, porque era considerado un escritor de novelas de aventuras, y que solo después se aquilató su real importancia para la literatura. Henry James, en cambio, sí fue considerado en su mérito, pero obviamente a un puritano rígido como Wirsén no le iba a gustar el escritor norteamericano. La objeción (el informe se refiere en este punto a la novela Retrato de una dama) merece la cita: “Porque nunca se entiende cómo es posible que la heroína del libro, Isabel Archer, dotada de todas las perfecciones, pueda ser tan poco perspicaz que rechace al excelente lord Warburton y conceda su mano a un diletante tan egoísta como el Sr. Osmond”.

El caso de Joyce es paradigmático. Como se ve en el índice, Espmark situó en 1948 el periodo de los “innovadores literarios”, y así entiende —aunque parezca sorprendente para lectores contemporáneos— los premios otorgados a André Gide y Herman Hesse; aunque, también desde esta época, es indudable que T.S. Eliot y William Faulkner sí lo eran. Y la entrega del premio a estos dos últimos enlaza con Joyce. Espmark señala que nunca fue nominado. El error en parte puede achacarse a los expertos que revisan el área anglosajona, pero también a la composición y los criterios de la Academia entre 1923, año de la aparición del Ulises, y 1943, año de la muerte del escritor irlandés. En términos generales, dice el académico sueco, la evaluación del periodo 1930-1939 es una de las peores del Nobel de literatura, y eso hay que verlo “a la luz de una manera de proceder que apunta a la accesibilidad general. Con una finalidad así no se podía hacer justicia a la creación literaria de la época”. La deuda con el irlandés ya era irreparable en 1948. Anders Österling, el académico sueco que más tiempo permaneció en la institución, nada menos que 62 años, asumió como secretario de la Academia en 1941 y, desde 1947, estuvo a cargo de levantar las actas en el comité Nobel. Por su empuje y su énfasis en abrir el Nobel de literatura a corrientes intensamente renovadoras, T.S. Elliot recibió el premio en 1948. Österling, por primera vez, reconoció en un discurso la deuda con Joyce. Dice que La tierra baldía salió “el mismo año que otro trabajo pionero de efectos aún más sensacionales en la literatura moderna, el muy famoso Ulises del irlandés James Joyce”. Al año siguiente, otro académico, Gustav Hellström, el promotor de quien ganó ese año, Willian Faulkner, dijo que era “—junto a Joyce, y tal vez en más alto grado que él— el gran experimentador del arte narrativo de nuestro siglo”.



Se le suele reprochar a la Academia sueca la ausencia en la lista de premiados de autores como Proust, Kafka, Rilke, Musil, Cavafis, D.H. Lawrence, Mandelstam, García Lorca y Pessoa, entre otros. Espmark dice que en casi todos estos casos el problema fue el tiempo y no la institución sueca. Kafka había publicado poquísimos y muy breves textos antes de su muerte. La mayor parte de En busca del tiempo perdido apareció póstumamente. García Lorca fue asesinado cuando tenía 38 años y se esperaba de él una larga y prolífica carrera. Musil había publicado parte de El hombre sin atributos a comienzos de los años treinta, pero su fama se debe a la publicación de sus obras completas entre 1952 y 1957. El escritor austriaco había muerto en 1942. En la posguerra, sin duda, la Academia afinó la puntería y subió el estándar de los premiados, con las debidas excepciones (Churchill, por ejemplo, y Shólojov).

En cuanto a las inclusiones, distintos evaluadores, según indica Espmark, han señalado que escritores como José Echegaray, Rudolf Eucken, Paul von Heise, Anatole France, Jacinto Benavente, Grazia Deledda y Pearl S. Buck, en las primeras décadas del premio, no están a la altura del honor. Hay quienes opinan que Gabriel García Márquez lo recibió de manera muy prematura; podría haber esperado algunos años, para que Borges, por ejemplo, lo recibiera. ¡Y también hay notables aciertos! Es muy difícil que Czeslaw Milosz y Elias Canetti tuvieran hoy el reconocimiento universal si no hubiera sido por el Nobel. Y quizá podríamos decir lo mismo de Gabriela Mistral.

Las listas

Las amamos, ¿no? Y lo que hace el premio Nobel de literatura es hacer listas, la de los premiados y las de los excluidos. El capítulo “El premio a la luz de la crítica” contiene muchísimas listas: cada época, y esto es lo más interesante, tiene su propio canon de ausentes. Tanto la evolución de la Academia, sus discusiones y decisiones, como las distintas miradas sobre el asunto, representan una panorámica extraordinaria de la literatura del siglo XX, que seguramente —si el nonagenario Espmark tuviera la energía para hacerlo— variaría muchísimo tras estas primeras décadas del siglo XXI. Por ejemplo, Marianne Moore y Katherine Anne Porter aparecen una vez en todo el texto; Virginia Woolf, dos veces, una para citar a quien opina que debió haber sido premiada en lugar de Pearl S. Buck; Edith Wharton, Simone de Beauvoir, Jean Rhys, Eudora Welty, Natalia Ginzburg, escritoras que hoy consideramos como fundamentales, no aparecen ni siquiera en las listas de omisiones. Se trata, pues, de una tarea que se desarrolla bajo condiciones históricas y culturales que van cambiando, con un permanente recambio generacional (aunque ahora esté estancado) y que cada generación evalúa de distinta manera. Espmark hace lo suyo, poner en contexto y dar cuenta de las ideas que giraban en torno al premio, y valoro mucho su intento, aunque no me convenza de la necesidad del Nobel.  

La cuestión de la lengua hegemónica

Aunque Tim Parks muestra, en el artículo “Un juego sin reglas”, que no conoce bien la literatura latinoamericana (nadie, en estas latitudes, diría que Cortázar y Vargas Llosa son parte de la corriente del realismo mágico, y también se toma en serio a McOndo), acierta en muchas otras cosas. Al inicio compara el fútbol, una práctica deportiva con reglas estándar que permiten a un árbitro sueco dirigir un partido entre las selecciones nacionales de México y Corea del Norte sin que haya mayores conflictos, con el grupo de árbitros suecos que deben dirimir un ganador literario anual. “¿Podemos estar seguros de que cuando el árbitro sueco evalúe poemas de esos dos países escogerá el ganador correcto? ¿O incluso que hay un ganador “correcto”? ¿O siquiera una competencia?” Y remata, en línea con lo que cité al inicio: “lo fascinante de los premios literarios internacionales es que los obstáculos para elegir entre escritores procedentes de culturas diferentes y que escriben en lenguas distintas son tan evidentes y abrumadores que vuelven la tarea casi irrelevante; aun así, el apetito de premios internacionales y de ganadores es tal que la gente hace todo lo posible por ignorar esto”. De ahí se pregunta, con razón, cuál puede ser el objetivo de estos premios y si lo que se demanda es que contribuyan “a la construcción de una cultura global vasta y por el momento en gran medida imaginaria. ¿De qué manera cambia esto el tipo de literatura que se escribe y la forma en que se escribe y se habla de ella?”



Para intentar responder a estas interrogantes, Parks, que vive en Italia, organizó una conferencia sobre literatura global en Milán, en 2012. La discusión, como dice varias veces, es fascinante. A partir de algunas intervenciones que apuntaban a que “el genuino exotismo del texto verdaderamente extranjero”, contenido en obras escritas en hindi o en árabe, desalentaba a los lectores, el colega de Parks en la organización, el poeta milanés Edoardo Zucatto, hizo un encendido alegato en contra de la literatura poscolonial. Sugería “que los escritores de la posguerra de África e India que habían elegido escribir en inglés y francés para la comunidad internacional no solo nos ofrecían un exotismo superficial y de fácil consumo, sino que al hacerlo también volvían menos probable que un público occidental hiciera el esfuerzo de leer a los autores que se estaban expresando en los idiomas locales y nos ofrecían algo verdaderamente nimbado de «otredad», ajeno al paquete de la novela occidental al que estamos acostumbrados”. Para Parks, lo más fascinante de todo es que no veía la necesidad imperiosa de sumarse a ese espacio global de comunicación y que el mundo literario a escalas locales corría el riesgo de ser secuestrado por este proyecto más grande.

Me gustaría hablar acá de Francesco Varanini y el modo en que, según él, la mayor parte de los europeos ve la literatura de América Latina, con una reducción similar a la de Parks (por acá todo es desmesurado y mágico), o de los textos de Dubravka Ugrešić sobre qué es la literatura europea, pero ya no hay espacio. Se me ocurre también una pregunta: ¿existe realmente ese “nimbo de otredad” en alguna parte? Se puede reformular de otro modo: ¿Cuando leemos a Bruno Schulz, traducido del polaco, sobre su pueblo ucraniano, tenemos esa experiencia de otredad? O quizá podemos encontrarla todavía más cerca, en una novela como Yawar fiesta, de José María Arguedas.

El caso es que el inglés es la lingua franca de la globalización. En qué medida afecta aquello a las literaturas nacionales es un gran tema de discusión, que Parks lleva al campo de estudio de la literatura mundial, otro tema enorme. Pocos días después de la entrega del premio 2021, el escritor argentino Matías Serra Bradford escribió una columna sobre Abdulrazak Gurnah y afirmó que “puede decirse sin sospecha de error que el Nobel ha sido adjudicado, apenas cuatro años después de Kazuo Ishiguro, a otro ciudadano británico”. En la columna hace confluir varios de los temas que acá hemos tocado: el “escueto radio de lenguas” de la Academia y la frecuente superposición entre posiciones políticas —en este caso, el anticolonialismo— y la atribución de valor literario, que Serra, un traductor experimentado, le niega a Gurnah, bien que sobre la base de una lectura muy apresurada y en diagonal. Pero creo que la cuestión es más profunda. El uso del inglés como segunda lengua puede ser una elección política para ofrecer un producto más digerible, ¿pero diríamos que es así en los casos de Conrad, de Nabokov (otro señalado como gran ausente del Nobel de literatura) o de Aleksandar Hemon? No hay que lapidar ya a Gurnah. Ni a la Academia, enfrentada a una misión imposible que ni Ethan Hunt lograría resolver.

Fuentes

Desde aquí leo. Miradas al cambiante mundo del libro
Tim Parks
Fondo de Cultura Económica, CDMX, 2017

El premio Nobel de literatura. Cien años con la misión
Kjell Espmark
Nórdica, Madrid, 2008

Cátedras paralelas

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 27 de abril de 2019

Andrés Gallardo es la prueba de que el canon de la literatura chilena está —o debe estar— siempre en movimiento. Murió en 2016, a los 75 años, y su obra literaria es reducida, dedicado como estaba a la docencia en la Universidad de Concepción. Y, sin embargo, como dice Adriana Valdés en el prólogo de Tríptico de Cobquecura (Liberalia, 2007), “ninguna de sus obras ha tenido en Chile una difusión adecuada”. La editorial Overol publicó en 2015 una edición aumentada de Obituario (1989). La misma editorial rescata Cátedras paralelas, publicada originalmente en 1985. En todos estos libros, vuelvo a citar a Adriana Valdés, Gallardo logra “visibilizar los códigos que los chilenos tenemos en común y que él rastrea como nadie”. El autor, santiaguino de nacimiento y profunda y rotundamente provinciano por adopción, tiene un oído infalible para esos desplazamientos de sentido, esos gestos apenas insinuados, esas inflexiones de la voz que transforman lo que se dice en lo que no se dice, y viceversa. A falta de conceptos teóricos que permitan describirlo, se ha dicho que revivió el criollismo, pero Valdés lo desmiente alegremente: lo que hay es juego, parodia, humor.

Cátedras paralelas agrega a lo anterior una parodia sangrienta al mundo académico y una mirada oblicua —como no podía ser de otra manera en el año en que el libro apareció— a la vida cotidiana bajo la dictadura (una de las cartas que recibe el protagonista recuerda a la película Diálogos de exiliados, de Raúl Ruiz, por el tono, la distancia crítica, la acidez de la mirada). Juan Pablo Rojas, Rojitas, es exonerado de una universidad y recurre a diversos emprendimientos para sobrevivir. Desde la academia paralela con la cátedra “La Semiótica. Taller de Integración de Medios” hasta el retorno a las fuentes, a la chacra familiar. Ahí el autor registra unos diálogos antológicos entre Rojitas y el cuidador, que muestran con toda la fuerza posible el modo de contestar sin contestar, de escabullir el bulto, pero a la vez golpear con dureza al preguntón, la socarronería del campesino que viene de vuelta cuando el patrón no se ha levantado de la cama, hasta que Rojitas pierde la compostura: “Don Venancio, ¿por qué siempre que abre la boca me tiene que cagar?”. La academia y la provincia envueltas en la semiótica de la picaresca criolla le dan forma a un libro ácido y tierno, divertido y cruel, que se goza de principio a fin, con ese escalofrío que da reconocernos en donde menos lo esperábamos.

Andrés Gallardo. Overol, Santiago, 2018. 128 páginas.

Migración, identidades y la Ley de Telémaco

Dubravka Ugrešić y escribir desde el desgarro

Ayer, 17 de marzo, murió Dubravka Ugrešić, una escritora que leo desde sus primeras traducciones en Anagrama y que incluyo en la clase sobre literatura de los Balcanes que hago en el diplomado Literaturas del Mundo que se dicta en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Reproduzco acá un artículo que publiqué en la Vitrina de Libros a mediados de 2021.

En sucesivos libros de ensayos y relatos, la escritora croata Dubravka Ugrešić (Zagreb, 1949) ha construido una mirada certera y desgarradora sobre la memoria, la migración, la condición de la mujer, la identidad europea (qué es eso, qué es eso) y, en términos más generales, sobre la opacidad y la movilidad de las identidades. El feliz hecho de que Impedimenta está publicando sus libros en sus clásicas ediciones elegantes y bien cuidadas puede motivar a que nuevamente se pueda acceder a sus libros anteriores, de los que la colección de ensayos No hay nadie en casa (2009, Anagrama) está todavía disponible en Chile; en cambio, es ya muy difícil encontrar novelas como El museo de la Rendición Incondicional (Alfaguara, 2003) o El Ministerio del Dolor (Anagrama, 2006). Más fantasmal todavía es Gracias por no leer (La Fábrica, 2004). Hay también, desde luego, muchas obras que han sido traducidas al inglés, entre otras lenguas, pero no al castellano, como Steffi Speck in The Jaws of Life (1981), que fue tan popular que en 1984 fue llevada al cine; Have a Nice Day: From the Balkan War to the American Dream (1995); o Europe in Sepia (2013).

Especialmente interesante para mí sería leer otras dos obras no traducidas al castellano: The culture of lies (1996), en donde Ugrešić describió en detalle cómo se puede vivir una histeria nacionalista colectiva; y Karaoke Culture (2011) libro en el que desarrolla con más detalle por qué tuvo que dejar su país en 1993, cuando aún ardía la guerra entre los diversos países balcánicos. Me interesa mucho su lectura personal, aunque —a pesar del paso del tiempo— es posible reconstruir el episodio en sus grandes líneas.

Las brujas de Río

En 1992 se celebró el Río de Janeiro la reunión del PEN Club Internacional, fundado en 1921 para “promover la amistad y cooperación intelectual en todo el mundo”. La sigla significaba originalmente “Poetas, ensayistas y novelistas”, pero, desde entonces, el club ha ampliado mucho sus fronteras (periodistas, traductores y blogueros, entre otros: todos los oficios vinculados a la palabra) y se ha convertido, cómo no, en un espacio de disputa de influencias, aunque destaca —todavía— por su defensa de la libertad de expresión y sus actuaciones en nombre de escritores que han sufrido persecución o muerte a causa de su actividad. A mediados del año anterior a la reunión en Río se había desatado la guerra entre Croacia y Serbia y en el mismo año el conflicto estalló en Bosnia-Herzegovina, teatro de terribles disputas territoriales, étnicas y religiosas, y el discurso nacionalista se había elevado a cotas impresionantes. Varias escritoras —entre ellas, Ugrešić— habían alzado la voz respecto de esos excesos, más aún cuando iban acompañados por muestras de rampante racismo en contra de los serbios en Croacia y de los croatas en Serbia. En la antigua república unitaria que se estaba cayendo a pedazos, el matrimonio entre yugoslavos, fueran de la etnia que fueran, era parte de la normalidad, así como natural era tomar un tren en Belgrado para viajar a la costa dálmata de vacaciones. En los primeros noventa, los que podemos llamar “matrimonios mixtos” solo para simplificar el relato se habían convertido en sospechosos de traición y quintacolumnismo; Ya en este siglo se podía nuevamente llegar en tren desde Belgrado a Split (un viaje de unos 350 kilómetros), pero había que cruzar dos fronteras, la de Serbia con Bosnia-Herzegovina y la de este último país con Croacia. Lo primero es infinitamente más grave, por cierto, pero lo segundo da una buena idea de la fragmentación de Los Balcanes; para nosotros, es como si necesitáramos pasaporte para cruzar dos fronteras en un viaje a Chillán. Pero la cosa no termina ahí. Como lo afirma un personaje en El Ministerio del Dolor, “Lo que unía a Yugoslavia no era tanto la consigna «fraternidad & unidad» como las vías y estaciones de ferrocarril austrohúngaras. La disolución de Yugoslavia y la guerra empezó con los ferrocarriles y sucedió el día, un día histórico, por lo demás, en que los serbios de Krajina en Croacia pusieron barricadas en la vía Zagreb-Split y detuvieron los trenes durante unos cuantos años”.

La referencia a los ferrocarriles austrohúngaros podría llevarnos muy lejos; de momento, podemos anotar que, hasta antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, el ferrocarril europeo era una vasta y densa red de conexiones que facilitaba muchísimo los desplazamientos desde la costa del Atlántico hasta las profundidades de Rusia. Mínimos controles y vastos territorios controlados por imperios hacían que viajar en tren hacia cualquier destino fuera tan natural como viajar en avión en el mundo prepandémico. Esa soldadura mediante los rieles —con los interludios de las guerras y la posterior reparación de incalculables daños— perduró por décadas y aun hoy es posible, a distintas velocidades y con muy diferentes comodidades, ir desde Lisboa a los Urales (e incluso internarse en Asia, en el Transiberiano, aunque sus servicios estén suspendidos de momento por la pandemia). Karl Schlögel, en su interesantísimo ensayo En el espacio leemos el tiempo. Sobre Historia de la civilización y Geopolítica (Siruela, 2007), desarrolla ampliamente el efecto de esa telaraña de líneas de ferrocarril en la modernidad europea y cómo, en los años previos a la Primera Guerra Mundial, esa facilidad de movimiento fue decisiva para la emergencia de las vanguardias europeas.

Así, pues, las invitadas croatas al congreso del PEN Club en Río cabildearon —venerable verbo castellano para lo que ahora conocemos como “hacer lobby”— para que el congreso del año siguiente cambiara su sede desde Dubrovnik, en el sur de Croacia, a cualquier otro lugar en donde no se persiguiera a escritores por sus ideas (finalmente se hizo allí, pero numerosas e importantes delegaciones declinaron asistir). De ahí que el semanario Globus, creado en 1990 y dedicado a atacar de la forma más ácida y miserable a los opositores al gobierno de Franco Tudjman, especialmente a quienes criticaran el nacionalismo y el “ser” croata, las bautizara como “Las brujas de Río”. Para quienes se sentían parte de Yugoslavia, una patria mayor, que habían formado familias con serbios y que por tanto reclamaban al menos respeto por la multiculturalidad que de hecho se vivía en la península, se acuñó el término peyorativo de “yugonostálgicos”, y, de acuerdo al hábito tan conocido de mezclar peras con manzanas para envilecer al adversario, las brujas de Río no solo eran traidoras a la patria, sino también comunistas, feministas y abortistas; en una palabra, personas demoníacas que merecían ser lanzadas a la basura. Tras una serie de virulentos ataques en Globus, el mismo medio publicó, en diciembre de 1992, un artículo de título espantoso: “Las feministas croatas violan a Croacia”, firmado por el “equipo de investigación de Globus”.

Ocurría que dos de las acusadas, Slavenka Drakulic (Anagrama ha publicado algunas de sus novelas) y y Vesna Kesic, fueron las primeras en escribir sobre las violaciones en la guerra y se involucraron muy activamente en proyectos de ayuda a las mujeres supervivientes de la violencia bélica; y, junto con las otras tres, se manifestaban en contra de esa violencia y en particular de las violaciones a mujeres. El problema radicaba justamente ahí. El artículo las acusaba de “haber ocultado las violaciones llevadas a cabo por los serbios a musulmanas y croatas en Bosnia-Herzegovina, al insistir en que las víctimas de las violaciones son mujeres”. Parece tan obvia la respuesta de las acusadas: “¿Somos realmente incapaces de ver que las mujeres de otras nacionalidades también están siendo violadas y que eso también lo están haciendo los soldados del ejército croata?”. En resumen, la violación a Croacia por parte de feministas croatas radicaba en denunciar las violaciones a mujeres y no solo a las que sufrían aquella violencia de parte de los serbios. Al poner a todas las mujeres en el mismo grupo, ocultaban a las croatas. La violación como estrategia bélica ha sido bastante estudiada en años recientes ***

Hay que ser muy retorcido para pensar que es más relevante el origen étnico que el hecho de ser mujer, o que, dicho de otro modo, que los croatas violen a serbias o bosnias está bien, pero si los serbios violan a croatas está mal; pero Globus, con una tirada de 150 mil ejemplares, lo que es mucho para un país de menos de cuatro millones de habitantes, insistió en sus acusaciones y además publicó datos personales de ellas (que afortunadamente en su mayoría eran falsos) con el propósito de exponerlas a la violencia nacionalista. A mediados del año siguiente, otro columnista de Globus escribió: “La sociedad croata con el tiempo debería desarrollar algo llamado higiene política. No se debe permitir que ni la clase dominante ni los escritores manchen la sociedad. Incluso las grandes democracias no permiten que los extremistas intelectuales sean parte de una sociedad decente”.

Nostalgia del Este

Ugrešić optó por abandonar Croacia, aunque siempre vuelve. No es persona grata y no la publican en su patria (o en su antigua patria, o en aquel país que ya no existe), pero vuelve, y mira, y escribe. El exilio pasó a ser su forma de vida, aunque la distancia entre Ámsterdam, la ciudad que escogió para radicarse, y Zagreb, la capital de Croacia, sea 1.326 kilómetros, algo menos de los 1.409 que hay entre Buenos Aires y Santiago. Es decir, está todavía en el mismo vecindario, a distancias que es posible recorrer en poco más de una hora en avión. Pero son mundos distintos. Uno es el de ellos; otro es el nuestro, pronombre que recorre con insistencia la obra de Ugrešić: los nuestros, lo nuestro, así, en cursivas, que destacan ese gesto de reconocimiento inmediato ante un acento familiar, o un nombre que podría haber sido el propio, o unas galletas con una etiqueta que solo puede haber sido puesta en un determinado lugar, el nuestro. Hay textos —algunos graciosos, otros de un doloroso patetismo— sobre esa relación con los productos de consumo habitual en la tierra nuestra; el café, los dulces, los encurtidos, los fiambres, ese paisaje de almacén o despensa que retrotrae a la infancia o simplemente a cierta familiaridad, el aire de estar en lo propio.

En “Ostalgia” (juego de palabras de Ugrešić, nostalgia de la Europa del Este), de No hay nadie en casa, habla de esa memoria secreta que no es ni la oficial ni la personal, sino aquella que se esconde “en un bollito, en una madeleleine, lo que el maestro Proust sabía bien”. La autora ha sido testigo de la lenta disolución de la cotidianidad en los países del Este, invadidos por poderosas cadenas comerciales occidentales, y revela la paradoja de la existencia de los “productos nacionales que con su diseño comunista divirtieron durante años a los turistas y visitantes occidentales mientras que para los consumidores domésticos eran fuente de frustración”; y luego, más adelante, habla de un valioso souvenir en su estantería, “un ejemplar prehistórico, Sguschiónnoye molokó, una lata soviética de leche condensada, denominada cariñosamente Sguschionka, algo así como «condensadica»”. Luego cuenta que mientras escribía las líneas finales del texto, paladeaba “uno de los últimos caramelos de fabricación soviética, los Krásnaya Shápochka”, con lo que satisfacía la nostalgia, “aunque en realidad no tengo claro de qué”. Ese ensayo-crónica fue escrito en 1998. 16 años después, sí lo sabe.

El almacén de Zelenko

Digamos, de entrada, que si No hay nadie en casa es un libro inolvidable, lleno de agudeza y de reflexiones que surgen como relámpagos nocturnos sin el trueno que los anuncie, La edad de la piel es deslumbrante porque mantiene y profundiza esas virtudes, a las que agrega un tono, una mirada, una suerte de ir ya de vuelta, un-paso-más-allá que ilumina hacia atrás todo lo que Ugrešić ha escrito con un sello de radicalidad que no puede dejar indiferente a ningún lector. Vamos de a poco.

El ensayo “¡Más despacio!”, una colección de momentos que intentan atrapar ya no la fugacidad del tiempo ni su velocidad en nuestra época, sino una inquietante semejanza entre el frenazo estalinista a los ímpetus revolucionarios y la inmovilidad que acecha en algunos de los más conspicuos productos de la nueva modernidad. Uno de esos momentos ocurre en Nueva York en 1982, en la primera visita de Ugrešić a esa ciudad. Un escritor ruso inmigrante insistió en llevarla a Brighton Beach (la escritora croata vivió durante algún tiempo en Moscú, en la era soviética). Allí viven mayoritariamente judíos soviéticos y viven la “vida cotidiana soviética”: hacen largas colas delante de pequeñas tiendas con cosas suyas, colas que servían “de almohada blanda, de sofá, de diván”, de medio de socialización, “una oportunidad para paliar la soledad”, y para comprar “productos soviéticos, tarros de pepinillos y tomates en salmuera, caviar, pescado seco, arenques, pan de centeno, libros, discos, periódicos rusos…”. Puede que Ugrešić esté hablando de bucles temporales, pero en esa “sovietalgia” late algo más.

La visita al almacén de Zelenko en Ámsterdam está narrada con lujo de detalles. Él y su mujer son de los nuestros y en su almacén hay de todo para alimentar la yugonostalgia o, ya que estamos, la yugostalgia. Hay de todo de lo nuestro, aunque muchas cosas sean apropiaciones de los vecinos (el café es turco, por ejemplo, pero en un envase nuestro), pero, desde la desabrida recepción de la mujer de Zelenko, todo va mal; Ugrešić y la amiga que la acompaña se esfuerzan por ser amables, pero el almacenero es irreductible en su agresividad. ¡Es que preguntan los precios! ¡Nosotros no trabajamos así! Finalmente, dejan las bolsas de compra llenas delante de la caja y se van a una tienda turca, donde encuentran casi lo mismo, aunque no sea de lo nuestro, y se ríen de su yugostalgia. Pero la cuidadosa narración tiene un sentido mucho más profundo: la relación de Zelenko con las autoridades y con su clientela borda lo ilegal, en el primer caso, y el autoritarismo, en el segundo. Ugrešić ve en ello la representación perfecta de las posdemocracias balcánicas, pantallas para negocios ilegales de los que los ciudadanos no saben nada, pero igual han elegido a Zelenko y a su mujer, malhumorados y displicentes, como sus representantes, que esperan que ellos hagan su compra rápido, sin preguntar los precios, y que desaparezcan cuanto antes, porque son ellos quienes los alimentan y los dotan de un sentido de pertenencia, son los dueños y administradores de lo nuestro. ¿En qué consiste, entonces, la nostalgia, de Yugoslavia, del Este, de la Unión Soviética? En esa entelequia que es lo nuestro, ese epítome del nacionalismo, ese nudo gordiano que solo se puede romper por la espada.

El pan y la muerte

Lo que lleva a preguntarse por cuántos nuestros deambulan por el mapa de Europa. En No hay nadie en casa, Ugrešić daba cuenta de la doble dirección migratoria: si el Este se vuelca al Oeste, también el movimiento (y no solo comercial, como lo vimos con las cadenas de productos occidentales) se produce en la dirección inversa, europeos occidentales que se instalan en regiones más cálidas, más permisivas y más respetuosas del poder del dinero, donde la vida es además mucho más barata. Trabajó su experiencia como migrante a través de la profesora Tanja Lusić, protagonista de El Ministerio del Dolor. “Todo es ficción”, dice en la nota previa al texto, “la narradora, la historia, las situaciones y los personajes. Tampoco el lugar en donde ocurren los hechos, Ámsterdam, es demasiado real”. Ese leve desplazamiento final —demasiado— abre la puerta para pensar que todo el resto no es demasiado irreal, pero, como siempre, que sea ficción o no ficción es lo menos relevante para enfrentar un texto literario. En un reciente, bellísimo y lúcido ensayo, la escritora mexicana Cristina Rivera Garza reflexiona sobre el tema:

La imaginación, quiero argumentar, no es un atributo de la ficción sino el rasgo intrínseco a toda práctica de escritura, es más: a toda práctica de lectura. Ni los relatos orales ni los documentos escritos saltan por sí solos de su soporte material, ingresando, incólumes, en el sistema de percepción humano, donde serían consumidos. Muy por el contrario, la imaginación juega un papel fundamental tanto en el contexto en el que ese contacto (escritura: lectura) se produce como en la memoria colectiva y personal que su presencia activa. En ese sentido toda escritura es escritura de la imaginación. Se trata, por supuesto, de una imaginación acuerpada que nace, se complica o desfallece gracias a, o en contra de, los mismos vectores de poder que estructuran nuestras vidas.

El poderoso vector que cambió el rumbo de una escritora consagrada y popular en su antigua patria fue le necesidad de exiliarse. La profesora Lusić encuentra trabajo en Ámsterdam, haciendo clases de servo-kroaticsh, la denominación oficial holandesa para su materia; pero “Tenía que dar clases de una materia que oficialmente no existía. La filología yugoslava —que antaño abarcaba la literatura eslovena, croata, bosniaca, serbia, montenegrina y macedonia—había desaparecido como carrera junto con Yugoslavia”. Y no solo la filología, también la lengua:

“Los croatas, pugnando por “croatizar” de la manera más concienzuda posible el croata, pusieron en circulación unas construcciones torpes, copiadas del ruso, y otras palabras, más disparatadas aún, que estaban en uso durante la Segunda Guerra Mundial. Era una época de divorcio lingüístico llena de ruido y rabia. La lengua era un arma. La lengua delataba, marcaba, separaba y unía. Los croatas decidieron comer su kruh, como se dice en croata pan, los serbios su hleb, los bosniacos su hljeb. La palabra smrt, muerte, era la misma en las tres lenguas”.

El dato es sumamente revelador. Que el pan, algo tan cotidiano, sea un vehículo de diferenciación lingüística y que la muerte, en cambio, pertenezca al patrimonio común, no es solo una cuestión metafísica —al fin y al cabo, nos espera a todos— sino un ámbito de reconocimiento político y social. Pero El Ministerio del Dolor es, sobre todo, una novela de integración, de cómo la profesora Lusić y sus alumnos, expatriados como ella, lidian tanto con la herencia trunca de un país desaparecido como con la experiencia de asimilarse en otro pueblo que vive en un “desierto verde empapado de agua” donde “No hay relieves, curvas, redondez. La tierra es llana, lo que conduce a la visibilidad extrema de las personas, y esto, a su vez, vuelve a hacerse visible en el comportamiento. Los neerlandeses no tienen trato entre sí, se encuentran. Perforan con sus ojos luminosos los ojos del otro y sopesan su alma. No hay escondrijos, ni siquiera sus casas. Dejan las cortinas abiertas y lo consideran una virtud” (Aquí Ugrešić está citando al escritor neerlandés Cees Noteboom).

Migración y futuro

Volvamos a La edad de la piel. Uno de los ensayos más interesantes y certeros se llama “La Europa invisible”, y en él Ugrešić muestra cuánto y cómo ha cambiado su mirada sobre la migración. Es que el estado de la cuestión también ha variado radicalmente desde que ella, y cientos de miles de europeos del Este, se volcaron hacia occidente. Revisa la crisis migratoria no desde los datos ni las causas, sino de sus efectos en Europa: la indiferencia, el preferir no ver, el que países de donde fluían refugiados ahora cierren sus fronteras con alambre de espino, la animosidad de migrantes como ella hacia los recién llegados, las hazañas milagrosas que debe realizar para llegar a su destino (por ejemplo, cruzar la frontera entre Rusia y Noruega en bicicletas de niño por sobre la superficie helada, porque la ley rusa prohíbe hacerlo a pie) y todo ello para caminar sobre la cuerda floja, porque “nada garantiza que allí, en la otra orilla iluminada, no esté agazapado un terrorista suicida”. Y agrega: “Nadie puede decir si el andar por la cuerda floja es un nuevo estilo de vida, un nuevo código, una nueva moral, una nueva política. El terrorismo es amoral, constató Jan Baudrillard después del 11 de septiembre. ¿Acaso nosotros, los ciudadanos del mundo, inoculados por el miedo, no nos hemos convertido entretanto en amorales?” (Si uno piensa este párrafo a la luz de la pandemia, de la desigual repartición de las vacunas, de los comportamientos que desafían las normas y que ponen en riesgo a muchas personas, de la tentación de saltarse las normas en beneficio propio, bueno. Ugrešić escribía antes de que estallara la pandemia, pero su texto sigue vigente en nuevas condiciones). Pero su razonamiento la lleva más allá. Es tal la profundidad de la crisis migratoria y tan hondo y potente el ímpetu que lleva a los migrantes a superar obstáculos indecibles, que, para ella,

“Los refugiados, los migrantes, son nuestro espejo, un examen, un reto, una llamada a la confrontación con nuestros valores. Los acontecimientos, unos más visibles, otros menos, que acaecieron después de que se identificara la «crisis migratoria» encajan en el crucigrama. Los refugiados son el principio y el fin, la causa y el efecto, son ese mazo de cartas con las que se podrá leer el futuro inminente del mundo. Y el conocimiento será de quien sepa leer”.

 Luego abunda en distintas historias de migrantes, entre los que solo circulan de un lado a otro en busca de beneficios económicos (y que construyen la clásica isla de bienestar material en su lugar de origen, sin pretender quedarse para siempre ni acá ni allá); los que no encuentran jamás su espacio, que añoran allá, pero trabajan acá; y los que vuelven ocasionalmente pero a la nada, porque en el pueblo de origen ya no existe su casa y no queda nadie de la familia. Ugrešić toma experiencias al azar y las transforma en una cifra de interpretación de la atracción imparable e invencible “por las ideas de una vida mejor, más humana, más creativa y más digna (…). Quizá sean invisibles, quizá no tengan derecho a votar, pero serán los que mantengan la vida y los valores humanos, los valores de la humanidad. La política de tolerancia cero antes o después acaba volviéndose contra los que la practican; les amarga la vida a los que han vivido aquí generación tras generación”.

La mordaza de la chismosa

La edad de la piel, así como otros libros de Ugrešić, cubre un variado arco de temas. El ensayo que da nombre al libro es sencillamente brillante; está incluido en el Pushcart Prize XL 2016, “una prestigiosa colección que reúne los mejores ensayos aparecidos el año anterior en revistas y editoriales independientes estadounidenses”. Embalsamamiento, tatuajes, estigmatización de los gordos, trabajos artísticos con la piel humana, iluminadoras diferencias lingüísticas (por ejemplo, las lenguas eslavas no distinguen entre piel y cuero, lo que torna muy extraños ciertos giros y frases hechas), el modo en que la cultura popular hace digeribles los excesos, son algunas de los temas que en breves apartados dan forma a una mirada de escalofriante lucidez sobre nuestro tiempo. Como hemos visto, los temas migratorios y la reflexión en torno a la identidad reciben bastante espacio. Pero es en torno a la cultura patriarcal y a la situación de las mujeres antes y ahora en donde están las páginas más removedoras e inquietantes para los lectores (masculinos, quiero decir; muchas mujeres, en cambio, solo confirmarán lo que han vivido). No hay nada típico ni gastado ni manido en las reflexiones de Ugrešić. Sí pareciera ser que con los años ha dejado atrás la compulsión por la prudencia. No se calla nada. Y por eso es tan potente leerla.

Hace poco vi, en una mala serie policial de la que ni siquiera recuerdo el nombre (no pasé del primer episodio) que los mafiosos rusos trataban de terneritas a mujeres víctimas de trata de blancas. Por el ensayo de Ugrešić “La mordaza de la chismosa” me entero de que en el argot ruso el uso es (levemente) distinto: las terneritas son las mantenidas, “una versión moderna de la callada Io, que Júpiter convirtió en vaca”.

El ya muy familiar anglicismo mansplaining, que la autora  describe como “la práctica histórica de cerrarle la boca a una mujer, interrumpirla mientras habla, obstaculizarla verbalmente, adueñarse del discurso femenino y sabotearlo”, tuvo una manifestación física, la scold’s briddle, una mordaza con una pieza de hierro dentro de la boca que impedía hablar y que “servía para castigar a mujeres deslenguadas, chismosas, cotillas, de lengua viperina, bocas de escorpión, calumniadoras, malhabladas, respondonas, insolentes, arrabaleras, rabaneras, verduleras, ordinarias, blasfemas, vulgares, mujeres que tienen «la lengua larga como la cola de una vaca»”.

Ugrešić toma de un artículo de Mary Beard, “La voz pública de las mujeres”, una cita para enunciar lo que llama “La Ley de Telémaco”: “Madre mía, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de quien es el poder en este palacio”, vigente hasta hoy, según Ugrešić, y dominada por las tres P, el Político, el Pope y el Poeta, que se ha colado ahí “porque ambos son sus colegas zalameros, expertos en esperanza, en el futuro radiante”.

En otro ensayo del libro, “L’ecriture masculine”, Ugrešić aborda el tema de la vejez y la decadencia del cuerpo, a partir del espanto universal suscitado por fotografías de la actriz Renée Zellweger, que después de sucesivas operaciones “no se parecía a sí misma, sino a un clon hollywoodense”. Lo sorpresivo para ella no es que, gracias a la tecnología, todo el mundo pueda discutir sobre el cuerpo de la actriz, sino que todo el mundo esté dispuesto a hacerlo. El interés surge, según Ugrešić, “de una secreta y dulce inclinación hacia un vandalismo particular dirigido contra las mujeres”, que va desde sus manifestaciones más inocuas (pintarle bigotes al afiche de una cantante) hasta el catálogo de horrores como la clitoridectomía, las violaciones grupales, el sadismo y muchísimas otras que la autora enumera extensamente, y que tienen por objeto, todas ellas, desde la burla hasta la mutilación, “la humillación e intimidación de las mujeres, es decir, someterlas a la estandarización, al gusto estético, moral y sexual de los varones, por lo tanto, a la dominación masculina”. Hay muchísimas reflexiones, todas muy oportunas, agudas y dolorosas, sobre el asunto, en los dos ensayos nombrados y en otros que no necesariamente están centrados en las mujeres. Porque escribir acerca de por qué nos gustan las películas de simios conduce, entre otras cosas, a un par de páginas en donde Ugrešić deja aflorar otro catálogo de horrores, esta vez vinculados a por qué una mujer agradece haber sido asesinada y enviada al cielo. Es una escena del documental The Art of Killing, sobre los asesinos indonesios que por años se dedicaron a limpiar su país de comunistas; se estima que asesinaron a tres millones y medio de personas. Lo que la mujer dice en esa escena le parece a Ugrešić “la única frase normal de la película” y la amplía extensamente, como si se tratara de un diluvio de imprecaciones, hasta su demoledora conclusión: “Gracias, de veras, por haberme asesinado y enviado al cielo porque, si no, tendría que enfrentarme todos los días no solo con la banalidad de vuestra maldad (¡eso se soluciona fácilmente!), sino con vuestra vitalidad aterradora”.

Fuentes

Dubravka Ugrešić

La edad de la piel. Impedimenta, Madrid, 2021. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

El Ministerio del Dolor. Anagrama, Barcelona, 2006. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

No hay nadie en casa. Anagrama, Barcelona, 2009. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek.

Un episodio en la vida del pintor viajero

Reseña publicada en la revista Caras, 11 de octubre de 2002

César Aira es conocido —relativamente, hay que decirlo— por su labor como novelista infatigable, que publica por lo menos una obra por año en las más diversas editoriales. Se trata, sin duda, de una de las voces más originales y destacadas de su generación, no solo en Argentina, sino también en el ámbito mayor de la narrativa en lengua española.

Menos conocida es la faceta de ensayista de Cesar Aira. Ha escrito sobre Copi y Alejandra Pizarnik, entre otros autores, y es el responsable de un magnífico Diccionario de autores latinoamericanos, comentado alguna vez en esta sección.

Ahora, gracias a una alianza de editores independientes en la que participan Beatriz Viterbo, de Argentina; Era, de Mexico; Trilce, de Uruguay; Txalaparta, del País Vasco; y Lom, de Chile, se distribuye en nuestro país Un episodio en la vida del pintor viajero, dedicado al pintor Johan Moritz Rugendas y, más concretamente, a lo que señala el título, a un episodio que marc6 la vida del pintor cuando recorría Argentina.

En rigor, no se trata de un ensayo, sino de una crónica o de un relato biográfico. Rugendas era un maniático de la correspondencia: escribía cartas a muchas personas en diferentes partes del mundo, plenas de detalles. Material extraordinario para los biógrafos, que Aira usa y nombra, pero sin citarlos directamente. El pintor es, aquí, un personaje clásico de novela, con un narrador también clásico, que lo sabe todo y que da cuenta hasta de los pensamientos más íntimos del personaje.

Ese personaje, pues, acompañado de otro pintor, Robert Krause, emprenden la travesía desde Santiago a Buenos Aires, sin prisa alguna: dedican días y días a registrar en bocetos los paisajes impresionantes de la cordillera y luego de Mendoza y sus alrededores.

Cuando finalmente se adentran en la pampa, hacia San Luis, llegan a un sector arrasado por la langosta. “Un día y medio se desplazaron en ese vacío espantoso. No había pájaros en el aire, ni cuises ni Ñandúes ni liebres ni hormigas en la tierra. La costra pelada del planeta parecía estar hecha de ámbar seco”.

En ese paraje desolado, con los caballos inquietos y sin haber comido, los sorprende la amenaza de una tormenta. Se quedan paralizados en el medio de la pampa. Rugendas parte solo a investigar que puede haber más allá de unas colinas; entonces, se desata un infierno de rayos y truenos, el caballo y él son tocados por dos rayos —y las descripciones de Aira son simplemente magníficas, un ejercicio de estilo que vale la pena apreciar—. En la caída, el pintor queda con un pie enganchado en el estribo. El caballo huye, y Io arrastra tras de sí.

Rugendas sobrevivió, pero quedó con el rostro deformado. No solo eso: perdió también el dominio sobre los músculos de la cara. “Había una escalada: un temblor, un vaivén, se difundía de golpe, y en segundos todo el rostro estaba en un baile de San Vito incontrolable”.

Este es, en esencia, el episodio que Aira explota de manera magistral. La deformación de Rugendas pasa a ser el objeto de una reflexión diferente, donde la cuestión del otro adquiere nuevos matices y otorga un nuevo contenido al encuentro que soñaba el pintor: asistir a un ataque de los indios, a un malón.

Y es, también, el origen de un cambio decisivo en la técnica del pintor y en su concepción estética, retratado con mano magistral por un escritor que muestra cómo la realidad puede ser, a veces, tan delirante como las fantasías que crean novela tras novela.

César Aira. Editorial Lom, Santiago, 2002. 91 páginas.

El juego de los mundos

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de marzo de 2019

César Aira no le teme a la contradicción. Parte esencial de lo que se ha dado en llamar su método es que no revisa ni vuelve atrás; cuando su escritura se empantana, o desecha el proyecto o apresura el cierre. Con su habitual pachorra, reconoce que “mis finales no son tan buenos, y muchas veces me los han criticado, con razón, porque son un poco abruptos. Y yo he notado que a veces me canso o quiero empezar otra, y termino de cualquier manera”. Y ocurre que con esta obra Aira hace lo que se supone que no está en su decálogo: El juego de los mundos apareció originalmente en 1999, en una edición limitada y esta es una nueva versión, editada y corregida (y probablemente aumentada) por el autor. Un Aira de clase única en ese universo que ya se empina sobre las cien novelas, que cumple de manera perfecta con otra afirmación del autor sobre su obra: “todo lo que hago podría definirse como literatura de género con fallas calculadas”. El género de turno es la ciencia ficción. En un remoto futuro, los hijos del narrador juegan en el modo RT (realidad total) a destruir mundos alienígenas. La particularidad del juego es que se trata de mundos reales, planetas habitados esparcidos por todo el universo, cuyo único destino parece ser convertirse en motivo de entretenimiento para adolescentes muy hábiles en el manejo de lo que el narrador llama “sistemas inteligentes”.

¿Dónde están las fallas calculadas? Casi en cada párrafo, pero hay algunas especialmente llamativas. Por ejemplo, cuando el narrador dice que “como esto ocurría en un futuro muy remoto, debo dar explicaciones para algún eventual lector del pasado”, hace saltar por los aires una de las bases del género, tratar de lograr verosimilitud interna. Lo mismo hace, en tono más humorístico, cuando sostiene que ese remoto futuro es herencia de la raza de los Escritures de Ciencia Ficción, cuyas proyecciones estaban tan erradas que “la humanidad, descendiente de estos farsantes, quedó embebida de un indeleble sentimiento de culpa”. Pero hay más que humor y contradicción en estas páginas, acorde con la tesis de que la literatura de Aira es de ideas. Aunque la deriva de sus novelas tiende a lo delirante, por debajo siempre es posible rastrear fuertes amarres con el lado de acá. Cuando escribe que “quizá la intolerancia no es más que falta de imaginación”, no es solo una frase ingeniosa: hay ahí una manera de leer el presente que se construye como una huella de migajas en el bosque.

César Aira. Emecé, Buenos Aires, 2019. 126 páginas.

Trucha panza arriba

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 23 de septiembre de 2019

Cinco de los siete cuentos comienzan con la letra e. Un personaje, Henryk, aparece en seis, y el último se titula con su nombre. Su hermano, Mati, protagoniza dos, y su hijastro, Andrés, es testigo de un relato en uno y el narrador de otro. En tres hay animales que desempeñan un papel protagónico: muchas truchas, una vaca y un perro. Henryk, de origen noruego y afincado en Guatemala, es un emprendedor y también un gran fracasado, que en varios relatos se enfrenta con lo que acá llamaríamos “los poderes fácticos”. El libro tiene una sólida estructura; no es una novela, pero, cuento tras cuento, se articula una línea que ahonda progresivamente en la biografía de los principales personajes. Es el primero de Rodrigo Fuentes, cuyo talento surge desde las primeras líneas en su límpido estilo y la fluidez de su manera de narrar, amable, rápida y expresiva, inscrita en la ancha tradición de Augusto Monterroso y Rodrigo Rey Rosa. El tercer cuento, “De repente, Perla”, es digno de cualquier antología, con dos personajes –animales- entrañables, Perla, “la vaca que quería ser perro”, y su compañero de aventuras, Derrepente, el quiltro que súbitamente apareció en la finca de melones de Henryk, vecina de un extenso cultivo de caña de azúcar. La vaca, que baila sobre dos patas, y el perro, que se revuelca con ella en el suelo, se unen a la Antorcha Justiciera, la banda de campesinos que enfrentan los agravios cometidos por los dueños del cañaveral.

Y es que Fuentes no esquiva, ni mucho menos, los conflictos que se viven en su patria. En varios de sus negocios, Henryk es asediado por bancos, abogados y, sobre todo, por gente poderosa que quiere lucrar con su desgracia. Su hermano se hunde de a poco en los meandros de la adicción al alcohol y a las drogas, hasta sentir que “vería arder, como desde una gran distancia, los muelles del mar muerto que llevaba adentro”. En “La isla de Ubaldo”, los campesinos resisten con armas la arremetida de los matones que quieren quedarse con la finca de Henryk. Pero, sobre esa trama de violencia, pobreza y abuso, Fuentes desarrolla historias y crea personajes que apuntan mucho más allá del color local y que seducen por el humor y la humanidad que muestran. Dice Andrés sobre Henryk, en el cuento final, que “su risa franca, y el rostro complacido tras los almuerzos de domingo, presagiaban un descenso calmo y prolongado hacia la vejez”, pero, como se intuye rápidamente, el destino puede torcerlo todo.

Rodrigo Fuentes. Laurel Editores, Santiago, 2019. 150 páginas.

Élites: quiénes son, de dónde vienen

Artículo publicado en la Revista UDP. Pensamiento y Cultura Nº 9, 2012.

Despejemos, en primer lugar, la cuestión etimológica. Élite viene del francés élite, el sustantivo correspondiente al verbo elire, escoger, que a su vez tienen su raíz en el latino eligere. Hasta el siglo XVI mantuvo sólo la acepción  dechoix, elección, acto de escoger; en el siglo siguiente, adquirió nuevos matices en el ámbito del comercio, para señalar aquellos bienes de calidad especial[1]; y ya en el XVIII, bajo las alas del pensamiento ilustrado, se empezó a utilizar la palabra para designar a determinados grupos sociales hasta evolucionar rápidamente al sentido en que lo define, con singular parquedad, el diccionario de la Real Academia Española: «Minoría selecta o rectora».

La secuencia temporal tiene una explicación transparente. Hasta el siglo XVIII, lo que hoy llamamos élites, esas minorías selectas o rectoras, se concentraban en la nobleza surgida en la Edad Media, que a su vez proveía de cuadros dirigentes al clero y a la milicia. El desarrollo de otros estamentos, al amparo de las universidades (nacidas en el siglo XII) y del creciente comercio, fue lento, pero precisamente su ascenso fue el motor del proceso histórico que condujo a la doble revolución de fines del XVIII, la francesa –eminentemente política- y la industrial, que se desencadenó primero en Inglaterra. Entonces fue necesaria otra manera de designar a las minorías poderosas que no tenían el estatus de la nobleza. Aunque la Revolución Francesa proclamó los derechos del hombre y el siglo XIX reclamaba la herencia de su “obra civil”, expresada bajo la fórmula «ha hecho iguales ante la ley a los hombres que el cristianismo había hecho iguales ante Dios», es bien sabido que aquel principio estaba muy lejos de ser aplicado[2]. Al contrario, la jerarquía social se planteaba como una necesidad y se daba por hecho que existían «diferencias de grado» entre los ciudadanos, hasta el punto de asimilar a la mayoría de la población «a menores parcialmente discapacitados», sobre la base de la convicción de que «sólo las clases ilustradas, las que en la práctica o en principio tienen suficiente tiempo libre como para reflexionar, son capaces de ejercer responsabilidades»[3]. En el Estado, claro, pero también, obviamente, en otras áreas. Elías Canetti, no sin sorna, escribió este aforismo en sus Apuntes: «Tiene simpatía por una minoría y va declamando siempre por la gran mayoría»[4]. Aunque los burgueses del siglo XIX reclamaban la supresión del sufragio universal (aun entonces bajo una fórmula harto más restringida que la actual, es decir, bien poco universal) y argumentaban por su derecho a ejercer la tutoría de la sociedad entera, las élites contemporáneas suelen actuar como describe Canetti: hablan de las mayorías, pero favorecen a las minorías.

Desde que se asentó esta nueva acepción de élites, el concepto ha ingresado tanto a la discusión y a la elaboración de las ciencias sociales como al uso en el lenguaje común, con muy distintas tonalidades. En el primer caso, y sobre todo en el siglo XX, el término va aparejado con otro que adquiere, incluso, mayor protagonismo: la masa. Según el citado artículo de Rocío Valdivieso, la doble reflexión sobre élites y masa tiene su origen «en la constatación, fácilmente observable, de que en toda sociedad hay unos que mandan, gobiernan y dirigen (la minoría) y otros (los más) que obedecen y son gobernados». La teoría de las élites ha sido elaborada, sobre todo, por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, pero exponer y analizar sus ideas excede los límites de este artículo, que sólo aspira a fijar la génesis del concepto y sus usos más habituales. Basta señalar que la idea de “clase política” y sus mecanismos de perpetuación en el poder por alianzas estratégicas y por herencias familiares que crean dinastías políticas (fenómeno tan habitual en Chile) está en el corazón de la teoría, al menos tal como la elaboró Mosca. Pareto, en cambio, cree en que quienes llegan a la cumbre del poder son los mejores. En la práctica, siempre hay una mezcla de ambos factores, pero es totalmente ingenuo pensar que, en muchas sociedades contemporáneas, y especialmente en aquellas que muestran singulares tasas de desigualdad, la meritocracia es la norma.

Pero el gran protagonista de la reflexión filosófica, social y política del siglo XX no son las élites, sino las masas. En el siglo de la explosión demográfica, de la democratización progresiva, de la ampliación de los horizontes de consumo, de multitudes urbanas convocadas a las calles, de organizaciones que aspiran a incluir a todos los ciudadanos, de nacionalismos fundados en la pertenencia a una raza o territorio, las masas han sido objeto de una mirada tan atenta como –a veces- desesperanzada. En particular, el ascenso del nazismo motivó, por ejemplo, la reflexión monumental y clásica que Canetti entregó en Masa y poder, un libro enorme cuya elaboración le tomó décadas y que calificaba como la obra de su vida.  «He conseguido agarrar a este siglo por el cuello»[5], escribió Canetti a propósito de su obra, que el filósofo Peter Sloterdijk califica como «el libro más acerado e ideológicamente fecundo de este siglo»[6] (se refiere al siglo XX). Es que la percepción de la masa, de sentirse parte de la masa, está en el exacto opuesto de sentirse parte de la élite: en ésta priman sobre todo las jerarquías -«diferencias de rango, posición social y propiedad. En tanto que individuos, los hombres son siempre conscientes de estas diferencias, que gravitan pesadamente sobre ellos y ejercen una gran presión para mantenerlos separados»[7]; en aquélla, la igualdad: «Únicamente en forma conjunta pueden liberarse los hombres del lastre de sus distancias. Y eso es justamente lo que ocurre en la masa. En la descarga se despojan de las separaciones y todos se sienten iguales. En medio de esa densidad en la que apenas queda espacio libre entre los cuerpos, que se estrechan entre sí, cada cual se encuentra tan próximo al otro como a sí mismo, lo cual produce un inmenso alivio. Y es por mor de este instante de felicidad en que ninguno es más ni mejor que el otro que los hombres se convierten en masa»[8] (las cursivas son de Canetti).

Pero ese camino –el de las masas- puede ser engañoso. Podría llegar a pensarse que las élites también se han democratizado y se han fundido en el abrazo de las masas; pero hay una hipótesis más sibilina y quizá más realista, expuesta por Eco, Colombo, Alberoni y Sacco en La nueva Edad Media[9]. Lejos del llano y de los ojos del pueblo están los castillos de la tecnología, las altas finanzas, las burocracias internacionales, los consorcios de tráfico de armas y drogas, donde realmente radica el poder. Abajo, en la llanura, están las masas que, como no ven los castillos ni cómo viven allí los reales gobernantes, mantienen las ilusiones de la libertad, de la capacidad de elegir autoridades, de la autonomía. Algo así como una matrix sin la parafernalia de los efectos especiales. Tal vez exageran las tintas, pero, sin duda, en estas últimas décadas las élites (algunas, por lo menos), tienden a desaparecer, a ocultarse detrás del funcionamiento institucional de los Estados, a perderse tras la cortina de la «mano invisible» del mercado; y también es cierto que campea una suerte de ilusión igualitaria (en el discurso, al menos), sobre la base de características propias de los sistemas democráticos. El sufragio universal, por ejemplo. El reclamo por la reducción de las desigualdades casi siempre toca la tecla de lo excesivo; no niega de plano que existen las élites, aunque tiende a afirmar que la meritocracia –la élite de la inteligencia, la capacidad de trabajo, el don de gentes, la capacidad de interpretar los anhelos del colectivo- es la única aceptable, en oposición a las élites cuyos privilegios –riqueza, ante todo, pero también poder, estilo, prestancia- son heredados. Lo que se reclama es la distancia. Si la medición de la desigualdad es aceptable, si no hay tanta diferencia entre los extremos, las élites, por muy ricas y poderosas que sean, son aceptadas.

Lo que no se suele señalar es el componente más incorrecto de la relación entre élites y masas: el desprecio. Y el desprecio es, según Peter Sloterdijk, el rasgo que define esa relación, al menos tal como ha ido constituyéndose en la modernidad (y también del que menos se habla, por su potencial de subvertir los discursos políticamente correctos). Un desprecio que va de arriba abajo y de abajo arriba hasta constituir «un campo contaminado en el que predominan el narcisismo inseguro de las masas y las ambiciones heridas de las élites, cuando no sus mutuos entrelazamientos»[10]. La cuestión es especialmente delicada precisamente porque pone en evidencia «una embarazosa diferencia vertical entre los hombres que resulta a la vez indispensable, inevitable e insoportable»[11]; y esa combinación está en la raíz de las relaciones neuróticas y rencorosas entre ambos términos de la ecuación. El desprecio de arriba abajo tiene una larga tradición filosófica y social; Voltaire, el defensor de las libertades, pudo decir, por ejemplo, que «cuando la canaille [canalla] se mezcla en los asuntos de la razón, todo está perdido». Y Freud, el gran explorador de las profundidades del inconsciente, compara el alma con el Estado moderno, «en el que una chusma ansiosa de placer y de destrucción tiene que ser sojuzgada por una clase superior y más juiciosa»[12]. El desprecio de abajo arriba, en cambio, es más reciente y tiene su origen en el ascenso de las masas y su creciente protagonismo. Y cuando parecía que el «todo está lleno de hombres» de Canetti se había desplazado hacia el hacinamiento en el transporte público o la lluvia de comentarios en las redes sociales, en 2011 las masas volvieron por sus fueros, demostraron su poder y volvieron a descolocar a las élites, esta vez hasta un punto cuyos límites siguen muy difusos. Ni siquiera Sloterdijk, un filósofo tan perspicaz, fue capaz de adelantar ese movimiento, que de nuevo instala una oscura incógnita en el interior de esa relación conflictiva y neurótica, incógnita que puede ser de las más interesantes e impredecibles de este tiempo.


[1] Élites (Teorías de las), en el Diccionario crítico de las ciencias sociales. Entrada a cargo de Rocío Valdivieso del Real (http:/www.ucm.es).

[2] «Los fundamentos de la sociedad burguesa en Francia en el siglo  XIX”, por A. Daumard. En Órdenes, estamentos y clases. Coloquio de historia social, AAVV. Siglo XXI de España Editores, Madrid, 1978. Página 272.

[3] Ibid.

[4] Apuntes (1942-1993). Elias Canetti. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006. Pág. 312.

[5] Ibid. Pág. 263.

[6] El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna. Peter Sloterdijk. Pre-Textos, Valencia, 2002. Pág. 10.

[7] Masa y poder. Elias Canetti. DeBolsillo, Barcelona, 2010. Pág. 73.

[8] Ibid. Pág. 74.

[9] La nueva Edad Media. Umberto Eco, Furio Colombo, Francesco Alberoni, Giuseppe Sacco. Alianza Editorial, Madrid, 2004.

[10] Sloterdijk, op. cit. pág.64.

[11] Ibid. pág. 65.

[12] Citados en Sloterdijk, op. cit. pág. 66.