Columna publicada originalmente en El Post, 5 de abril de 2011
No, no es uno de esos títulos tan atractivos de la serie de Tumbona Ediciones: Contra la poesía, Contra las buenas intenciones, Contra la homofobia, Contra la televisión, Contra los no fumadores, etc. Pero claro que hace falta uno que increpe con dureza a los entusiastas, esos seres de ojos brillosos, gestos exaltados y voz estentórea cuya misión en la vida es embarcar a otros en lo que ellos consideran importante, relevante, bueno para la salud, bueno para la sociedad toda. Los detesto cordialmente. Cuando siento que anda cerca un entusiasta, me escabullo lo más rápido que puedo. El palmoteo en la espalda, el firme apretón de manos, la pregunta de siempre pero formulada como si se tratara de lo más importante del universo y sus alrededores: «¿Cómo estai?». La sola idea de someterme a esa ceremonia puede lanzarme al consumo desenfrenado de alcohol o a barajar, cuerda en mano, la posibilidad del suicidio.
Y parece que al novelista ruso Iván Goncharov le ocurría algo más o menos similar. Hace muchos años, cuando todavía era un escolar aplicado, leí Oblomov, novela de la que, francamente, recuerdo muy poco, pero sí tengo grabado en la memoria que el protagonista era un filósofo de la pereza, un artista de la inacción, un declarado cultivador de la contemplación vana, aquella que se solaza en una caca de mosca descubierta en un rincón del cielo raso. Y el domingo pasado leí El mal del ímpetu, uno de cuyos personajes, Nikon Ustínovich Tiazhelenko, es presentado de tal manera que inevitablemente recuerda a Oblomov: «Había sido célebre desde su juventud por una incomparable y metódica pereza y una heroica indiferencia hacia el mundano ajetreo». Y es Tiazhelenko quien, tras un opíparo desayuno, advierte al protagonista sobre el mal que afecta a sus amigos comunes, los Zúrov: el terrible «Mal del ímpetu». En invierno, que es cuando Filip Klímovich los frecuenta, son una apacible y acogedora familia que incluye entre sus filas a una dama que le gusta a Filip; pero, en cuando se aproxima el tiempo cálido y se anuncian los brotes de la primavera, los Zúrov, según denuncia Tiazhelenko con espanto, «se lanzan a vadear los ríos, se sumergen en los pantanos, se abren paso por entre tupidos matorrales cubiertos de espinas, trepan a los árboles más altos; ¡cuántas veces se han caído, se han precipitado en abismos, se han hundido en el lodo, han tiritado de frío e incluso, qué horror, han padecido hambre y sed!».
Filip pronto advierte que lo que dice su amigo es rigurosamente cierto y fracasa sin vuelta de hoja en su empeño por detener esta pasión por el movimiento, que encuentra justificaciones de este estilo: en el campo «la circulación sanguínea es mejor, el pensamiento más libre, el alma más luminosa, el corazón más puro». Contra su voluntad, es arrastrado a una vorágine de paseos diurnos y nocturnos, aunque llueva torrencialmente o aunque un denso manto de niebla no deje ver más allá de las narices, hasta que el azar viene a salvarlo. Y no diré más por si alguien se interesa en esta breve lectura. Lo que quiero destacar es que, con mucho humor y hasta sarcasmo desatado, Goncharov arremete contra el entusiasmo por la vida campestre y. en términos más amplios, contra la pérdida de la mesura, el extravío de los límites y la invasión de la esfera privada. Precisamente lo que hacen los entusiastas que no saben cuándo detenerse y no logran incorporar en su cabeza que otros pueden, legítimamente, pensar distinto y resistirse a su aluvión de frases exclamativas: ¡Es que tienes que escuchar esto! ¡Es que, si no has visto esta película, nunca has ido al cine! ¡No vayas a la ciudad X, anda a Z, es muchísimo más bonita! ¡En este restaurant tienes que pedir este plato! ¡Vámonos al campo!
El mal del ímpetu. Iván Goncharov. Editorial Minúscula, Barcelona, 2010. 110 páginas.
vamonos de picnic!
lo lei interesado, pero sin entusiasmo.