Epílogo: pasé el fin de semana dedicado a la lectura de Marcelo Mellado y a escribir el artículo sobre El informe Tapia. Fue interesante poner en línea sus tres últimos libros y rebasar, por primera vez en mucho tiempo, el límite de 2600 caracteres para un artículo destinado a algún medio (escribir largo en el blog, en éste o en Lecturas y libros, no vale). Cuando se publique el artículo, lo subiré.
Y tengo que seguir con las reseñas. Comencé las novelas de Ripley, de Patricia Highmith, pero vi que no iba a llegar a tiempo, en modo alguno, a lafecha de cierre de la columna, así que quedará para la próxima. Entonces tomé Blancas bicicletas, un ensayo -o crónica, más bien- sobre la década prodigiosa escrito por Joe Boyd, un gran productor de discos, pero vi que también me iba a tomar más tiempo, así que opté por la última novela de Toni Morrison, Una bendición. En eso estoy.
Y agrego algo más para graficar mi incurable dispersión en la lectura. En la librería Andrés Bello de Huérfanos encontré La tristeza del chileno, de Franklin Quevedo, y no pude resistir dedicarle buen par de horas a bucear en las casi 900 páginas de los dos tomos. Es un ejercicio admirable de nostalgia que vuelve a reivindicar las banderas de toda una vida, banderas que hoy apenas flamean en algún rincón del país. Tiene, en sus páginas finales, una síntesis perfecta del ideario comunista y un anuncio utópico que habla bien de la fe de Quevedo, pero no de su capacidad para interpretar la historia. Hay mucho más que decir de este libro, y espero hacerlo en esta vecindad.