Kurt Wolff: las historias del editor de Kafka

Artículo publicado en el suplemento «Artes y Letras» del diario El Mercurio, 25 de septiembre de 2011

 Se perdió a James Joyce, pero fue el editor de Franz Kafka. También de Joseph Roth, Robert Walser, Karl Kraus, Heinrich Mann y Georg Trakl. Vendió su negocio y marchó a Estados Unidos cuando en nazismo iniciaba su ascenso. No dejó memorias, pero sí una interesantísima colección de recuerdos, publicada por Acantilado.

Desde 1910 hasta comienzos de los años treinta, Wolff fue un animador enorme de la cultura alemana y de la circulación de libros. Publicó literatura de la mejor, aunque suele encasillársele —lo que lo indignaba— como el editor del expresionismo. Sobrevivió a la deflación, pero, cuando la estrella del nazismo elevaba su fatídica luz sobre Alemania, vendió todas sus empresas y comenzó un largo camino de fuga que culminó casi diez años después en Nueva York. Sólo entonces recuperó el entusiasmo por el trabajo que mejor conocía y fundó la editorial Pantheon, que nuevamente lo convirtió en un actor relevante en la industria editorial, esta vez en Estados Unidos.

A comienzos de los años sesenta le pidieron unas charlas radiofónicas sobre su labor como editor; las bautizó genéricamente como Autores, libros, aventuras. Ese material es el que sirvió de base para la edición de este libro que Acantilado lanzó recientemente, que suma además una somera biografía escrita por su segunda esposa, Helen, y la correspondencia con Franz Kafka.

Wolff, aparte de estas charlas, no dejó memorias; murió en 1963 en una visita a Alemania, atropellado, a los 76 años. A lo largo de su vida perdió miles de cartas (o cientos de miles, si su memoria no lo traicionaba, por más que a uno le suene a total desmesura). Entre las que sobrevivieron estaba, por ejemplo, la de aquel escritor inglés —James Joyce— que le ofrecía, en un alemán muy precario, uno de sus libros. Escribe Wolff: “De plantearme algo al leer estas líneas en 1920, debió de ser algo así: ¿quién es este profesor chiflado que, en mal alemán, me envía desde Trieste un libro inglés para que lo edite en alemán?” Wolff no recordaba de qué libro se trataba, si Dublineses o El artista adolescente; y asegura que, aunque hubiera investigado sobre Joyce, habría descubierto que ni siquiera en Inglaterra era conocido más allá de un estrecho círculo. El Ulises se publicó dos años después, en 1922. No lo lamentaba; con un punto de resignación, afirmó que no se puede ganar en todas las apuestas.

Es que también ganó muchas otras. No en vano Joyce llegó a escribirle a él; no en vano recibió el manuscrito de Antes y después, libro de memorias de Paul Gauguin que incluía dibujos del autor y que Wolff hizo un libro-objeto memorable. En un momento de penurias, Wolff vendió el manuscrito en una cifra irrisoria; décadas después, en 1956, fue testigo por la prensa de su remate en alrededor de 85 mil dólares (precio que el New York Times calificó como “el más espectacular para un manuscrito contemporáneo”). Publicó libros de Franz Werfel, Heinrich Mann, Georg Trakl, Joseph Roth y Robert Walser, además de autores que en su momento tuvieron peso y relevancia en Alemania pero que luego se han empequeñecido en el tiempo, como Carl Sternheim, Walter Hasenclever y otros. Pero sin duda las estrellas de su corona de editor son dos autores que escribían en alemán pero curiosamente no son alemanes, sino checo y austríaco respectivamente: Franz Kafka y Karl Kraus.

Kafka, el tímido

Wolff dedicó sendos capítulos de sus charlas a Kafka y a Kraus. A Kafka lo conoció a través del empresario Max Brod, ambos llegaron juntos a su oficina. “¡Ay, cómo sufría Kafka! Callado, torpe, tierno, vulnerable, intimidado como un colegial examinándose del bachillerato, convencido de la imposibilidad de cumplir jamás con las expectativas que los elogios del empresario despertaban”. Wolff es duro con Brod, aunque no deja de agradecerle que empujara a Kafka a publicar sus obras. Con él aparecieron colecciones de relatos breves más otros que alcanzaron mayor autonomía, como La transformación (traducción más acertada que la tradicional de la “metamorfosis”) o En la colonia penitenciaria.

La correspondencia entre Kafka y Wolff (o con Georg Heinrich Meyer, empleado de la editorial que a veces la llevaba) es reveladora tanto de la gentileza imperturbable del escritor checo como de sus vacilaciones respecto de publicar o no sus obras; muchas veces manda de nuevo párrafos y en ocasiones lamenta haber entregado sus textos, pero, finalmente, acepta que aquellas obras ya navegan con autonomía propia e incluso reconoce que algunas de ellas le gustan.

Y el caso Kafka-Wolff es indicativo también del papel del editor como un eficiente intermediario entre el autor y los lectores; nadie más supo ver, hasta poco antes de su muerte, quién era Kafka y en qué medida su obra llegaría a impactar la literatura universal (aunque, justo es reconocerlo, se conocían sólo algunos retazos de ella). Wolff, con toda razón, se enorgullecía de su gusto, más atinado incluso que el de Robert Musil, quien dijo, sobre las obras breves de Kafka, que eran “pompas de jabón”, “bagatelas vacías”. Thomas Mann, Herman Hesse y Rainer Maria Rilke fueron, según Wolff, “los primeros en reconocer el genio único y extraordinario que fue Kafka”.

Y a pesar de todas sus dudas respecto de la legitimidad de las acciones de Max Brod, Wolff publicó, tras la muerte del checo, América y El castillo. Lo que abre espacio para una pregunta que queda flotando en el aire: ¿hay aún editores como él, capaces de detectar tendencias y de adelantarse a los tiempos, tan exigentes con su catálogo como Wolff con el suyo? Hay otra anécdota reveladora: rechazó el manuscrito de El libro de San Michele, de Axel Munthe, porque “le pareció banal y penoso hasta un extremo incomprensible”, libro que sólo en su edición alemana vendió más de un millón de ejemplares y que seguía vendiéndose cuando Wolff dio sus conferencias radiales. Entonces señaló: “Pero estoy orgulloso de que la editorial Kurt Wolff no publicara este libro, y no ha habido cifras de ventas que cambiaran mínimamente esta opinión”.

Kraus, el avasallador

Cuando Wolff se inició en las aventuras editoriales, Kraus ya era una suerte de papa de los intelectuales vieneses, aunque su obra había trascendido muy poco fuera de esos límites. Un amigo común los presentó, uno que quería que Wolff editara a Kraus; con ese objeto el primero viajó a Viena, donde constató que el ambiente intelectual de la capital de Austria se dividía entre “fervientes krausófilos o fervientes krausófobos”. Y agrega el editor que “a mí me daba la sensación de que ambos extremos se parecían mucho en el fondo: todos ellos eran adictos a Kraus”.

Y ya con la distancia del tiempo, con Kraus muerto desde 1936 y su obra recién recuperada a comienzos de los años cincuenta, Wolff constata que, aunque muchos intelectuales han definido “la posición histórica e intelectual que corresponde al poeta y autor de tantas sátiras dentro de la literatura alemana”, muy pocos han hablado del personaje detrás de la escritura, de ese hombre cuyo magnetismo atrapaba sin vuelta. Ante ese silencio sobre la persona detrás del escritor tonante y burlesco que incendiaba la escena a través de su revista, Die Fackel (la antorcha), Wolff, sin haber sido parte de su círculo íntimo, quiso al menos registrar su testimonio.

Y, de hecho, es el capítulo más largo del libro. Relata en detalle sus primeros encuentros en Viena, primero en la mesa de Kraus en el café Pucher, donde se reunía con sus amigos (y los únicos pares, por así decirlo, que reconocía): el pintor Oskar Kokoschka, el arquitecto Adolf Loos, el poeta Peter Altenberg y algunos otros ocasionales. Es un relato interesante, porque muestra de qué manera Wolff se ganó el respeto de Kraus —sus amistades y su respeto por las ideas— y cómo también el editor pudo aquilatar el peso de su personalidad, la de un solitario que no transigía sus principios, un perfeccionista que se exigía primero a sí mismo y luego a los demás y que, por lo mismo, era incapaz de transar nada.

A tal punto llegaba su empeño que, aunque simpatizaba mucho con Wolff, no quería que este lo publicara en su editorial, donde ya estaban escritores que Kraus despreciaba. Su amistad se mantuvo por años sin que mediaran libros en ella, hasta que a Wolff se le ocurrió una broma que terminó siendo realidad: le dijo a Kraus que iba a crear una nueva empresa, la “Editorial de las obras de Karl Kraus (Kurt Wolff)”, con un solo escritor en su catálogo. Kraus aceptó la fórmula y, en el curso de pocos años, Wolff se convirtió en el principal difusor de los poemas, los aforismos y los ensayos de uno de los grandes intelectuales de la Viena de las primeras décadas del siglo XX. Y aunque nunca se enemistaron, la relación editorial se rompió por culpa de un krausófilo que se convirtió en krausófobo, transición frecuente, según Wolff, que además nunca se verificaba en el sentido inverso.

El legado de un editor

Wolff, en pocas páginas, entrega notas sobre la escena intelectual y el mundo editorial en alemán en dos décadas de impresionante vitalidad. Fue muy discreto en su protagonismo, respetuoso con sus autores y un bibliófilo notable, que acumuló colecciones valiosísimas y contribuyó también a desatar el hambre de los coleccionistas.

Ya entonces separaba aguas entre los editores como él, que escogían su catálogo según exigentes criterios, y los otros que apostaban a los grandes números. Es interesante constatar que, a pesar de los vertiginosos cambios en la industria del libro, aún hay editoriales ligadas a nombres y otras que apuestan a la masividad. En el panorama actual, sin duda Wolff habría tenido un espacio, ese donde medran, a pesar de los pronósticos agoreros sobre el fin del libro, tantas y tan vivas editoriales independientes.

Kurt Wolff. Autores, libros, aventuras. Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka. Acantilado, Barcelona, 2010. 203 páginas. Traducción de Isabel García Adánez.

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