Bello como una prisión en llamas

Bello como....jpgJulius van Daal es ensayista, traductor e historiador del anarquismo. En este libro se siente la doble huella de Guy Debord y del marxismo tal como está siendo releído por grupos que acentúan su vertiente más radical y no la que se considera hoy políticamente correcta. De ahí que su lectura de los Gordon Riots -el levantamiento popular en Londres en 1780, mayormente ignorado o tergiversado- no sea estrictamente un libro de historia, sino una especie de crónica-ensayo que busca tanto la reconstrucción de la escena como mostrar la manera en que el capitalismo comenzaba a organizarse y a asegurar sus modos de lograr la domesticación de los pobres.

El ensayo se abre con una breve referencia a los Gin Riots de 1736, para ilustrar una relación muy viva en todos los levantamientos populares ingleses de los siglos XVIII y XIX: la transformación de la protesta en fiesta popular desatada -mediante el saqueo o la extorsión a los dueños de cantinas-, aunque la resaca implicara, en el caso de los Gordon Riots, «metralla, cárcel, horca y moralismo». Ese capítulo es muy interesante porque cuenta cómo la ginebra se convirtió en la bebida nacional inglesa: se debió a una combinación de factores económicos, geográficos y políticos, que pueden sintetizarse en la necesidad de una bebida alcohólica barata y con alto contenido calórico, tanto para hacer más tolerable el extenuante esfuerzo físico exigido a obreros y marineros como para abrir una puerta de escape a una realidad que hacía muy escasas «las ocasiones en las que disfrutar el vértigo de la existencia en gozosa o tierna compañía».

De ahí continúa la estupenda crónica del levantamiento, errático y desbocado, que se originó en una ley que permitía a los católicos enrolarse en el ejército. La ley no estaba motivada por al deseo de inclusión o el fomento de la buena convivencia religiosa, sino en la necesidad de la corona de reclutar más soldados para la guerra que estaba librando contra sus colonias americanas, y permitiría también que sus súbditos canadienses combatieran a los levantiscos de más al sur. La ley no fue bien recibida por algunos sectores. La Asociación protestante, dirigida por un curioso personaje, miembro de la Cámara de los Comunes, lord Gordon, convocó, para la mañana del viernes 2 de junio, a una reunión en St. George’s Fields para suscribir una petición de revisión de la ley «papista».

Era verano. Un verano inusualmente caluroso en Inglaterra. Muchos pasaron antes a refrescarse a las tabernas el camino. A la cita llegaron 50 mil de los 700 mil habitantes de Londres; como si en Santiago se reuniera una multitud de 420 mil personas. Una fuerza difícil de controlar, más aún cuando el motín era la forma habitual de protesta en Inglaterra. Luego del discurso de lord Gordon y de la masiva firma de la petición -recogida en pliegos que se enrollaron y que debían ser transportados por turnos y por varias personas-, se dirigieron al Parlamento. La multitud, ya soliviantada por el calor y el alcohol, sometió a vejaciones a los parlamentarios que llegaban a votar. La Cámara de los Comunes, atenta a los asuntos de Estado y no a la petición suscrita por la multitud, rechazó la propuesta de lord Gordon. Ahí las cosas empezaron a desbocarse. Milagrosamente, tras un diálogo con un destacamento de caballería y gracias a que todos comenzaron a reírse, la multitud se disolvió pacíficamente.

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Pero pocas horas después, bandas de descontentos volvieron a las calles. Comenzaron los saqueos y los incendios. Hubo maniobras distractivas de la autoridad, como mandar esbirros a organizar desórdenes en un barrio irlandés; pero ya corría la oscura percepción de que el enemigo era otro, ni los detestados irlandeses, ni los papistas, y ni siquiera los católicos: el enemigo eran los ricos. Así, el grito de «no más papismo» pasó a ser «no más explotación»; y, al saber que algunos ciudadanos habían sido detenidos, la ira popular se dirigió a las cárceles. Primero cayó, incendiada, la más importante de la ciudad, Newgate. En los días siguientes, cinco de las seis restantes. Cientos de incendios -iglesias, mansiones, edificios públicos que simbolizaban el poder- se desataban cada noche en la ciudad, donde corría la ginebra y se animaba la exaltación de la multitud dueña de su fuerza y consciente de su poder.

Hasta que vino la resaca. Llegaron tropas del Ejército. En cada punto en donde atacaban los insurrectos, la ordenada respuesta militar los hacía retroceder. Por tres veces se lanzaron contra el Banco de Inglaterra; por tres veces fueron diezmados y rechazados. Lord Gordon, incapaz de dirigir la onda expansiva del levantamiento, se había retirado de la escena días atrás. La furia popular no tenía dirección ni aliados y debió ceder ante la fuerza de las armas. Por eso el resultado no fue el mismo del levantamiento que ocurrió en Francia nueve años después. Pero, como señala van Daal, «la masa creciente de esclavos asalariables ya no podía ignorar que para aterrorizar a sus amos hasta provocar su desbandada, sus acciones tenían que apuntar al derrocamiento completo del orden existente».

Julius van Daal. [pepitas de calabaza ed.], Logroño, 2012. 118 páginas.

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