Reseña publicada en la revista El Sábado» del diario El Mercurio, 12 de diciembre de 2015
Si hay un adjetivo que puede describir esta novela del costarricense Carlos Fonseca, es elegancia. Su manera de construir el personaje del coronel, mediante rodeos, acercamientos y la figura de un narrador que se pone límites para asegurar que siempre se mantenga una cierta distancia, un relativo secreto, un espacio de privacidad -«sin embargo hay algo que no vemos, algo que se esconde detrás de las historias y de la multitud de rostros, algo punzante y latente como el presentimiento del peor malestar»-, es un ejercicio bien ejecutado y sorprendente. Capa tras capa, surge la historia del protagonista, hijo de anarquistas rusos que se exiliaron en México que queda huérfano de padre en la Guerra Civil española y escoge Francia como su nueva patria. Son las primeras coordenadas de una vida que se va revelando, ya está dicho, de una forma indirecta; el coronel vive solo en una casa en Los Pirineos, escribe aforismos en postales e historias biográficas imaginarias -en la escuela de Beckford, Schwob y Borges, entre otros-, que pasan al cuerpo de la novela también de modo fragmentado, por retazos.
Así, Carlos Fonseca urde un tapiz que tiene partes provenientes de Rusia, de México, de España, de Francia, de Vietnam, de Alemania y de muchos otros lugares; de la matemática y de la guerra; de la religión y del amor; del doble delirio de querer borrar las huellas y de continuar, a la vez, con un proyecto quimérico llamado Los Vértigos del Siglo, que tiene capítulos como Diatriba contra los Esfuerzos Útiles: Tesis contra el Trabajo en la Era Práctica. El autor, más que construir una ficción, interroga al material con el que trabaja y desde esa elaboración textual hace emerger algo nuevo y distinto; tal como dice el narrador, «la vida del coronel requiere un nuevo género, una especie de farsa trágica que anula las distinciones entre lo cómico y lo trágico». Y hay que agregar que nunca afloja la conciencia del narrador, su estilo distanciado que a la vez busca, incesantemente, la complicidad del lector, a través de un nosotros que funde su voz, su inconfundible voz, con la de quien sigue la lectura; y nosotros, sí, nosotros, no podemos entender al coronel, «pero sí podemos cuestionar la tragedia de su farsa y acorralarlo hasta verlo pronunciar su última risa». Lo que está detrás de estas líneas es que el coronel, este esquivo personaje, se funde también con la historia de un siglo, y esa es la costura que le da profundidad y vértigo a esta novela.
Carlos Fonseca. Anagrama, Barcelona, 2015. 172 páginas.