Élites: quiénes son, de dónde vienen

Artículo publicado en la Revista UDP. Pensamiento y Cultura Nº 9, 2012.

Despejemos, en primer lugar, la cuestión etimológica. Élite viene del francés élite, el sustantivo correspondiente al verbo elire, escoger, que a su vez tienen su raíz en el latino eligere. Hasta el siglo XVI mantuvo sólo la acepción  dechoix, elección, acto de escoger; en el siglo siguiente, adquirió nuevos matices en el ámbito del comercio, para señalar aquellos bienes de calidad especial[1]; y ya en el XVIII, bajo las alas del pensamiento ilustrado, se empezó a utilizar la palabra para designar a determinados grupos sociales hasta evolucionar rápidamente al sentido en que lo define, con singular parquedad, el diccionario de la Real Academia Española: «Minoría selecta o rectora».

La secuencia temporal tiene una explicación transparente. Hasta el siglo XVIII, lo que hoy llamamos élites, esas minorías selectas o rectoras, se concentraban en la nobleza surgida en la Edad Media, que a su vez proveía de cuadros dirigentes al clero y a la milicia. El desarrollo de otros estamentos, al amparo de las universidades (nacidas en el siglo XII) y del creciente comercio, fue lento, pero precisamente su ascenso fue el motor del proceso histórico que condujo a la doble revolución de fines del XVIII, la francesa –eminentemente política- y la industrial, que se desencadenó primero en Inglaterra. Entonces fue necesaria otra manera de designar a las minorías poderosas que no tenían el estatus de la nobleza. Aunque la Revolución Francesa proclamó los derechos del hombre y el siglo XIX reclamaba la herencia de su “obra civil”, expresada bajo la fórmula «ha hecho iguales ante la ley a los hombres que el cristianismo había hecho iguales ante Dios», es bien sabido que aquel principio estaba muy lejos de ser aplicado[2]. Al contrario, la jerarquía social se planteaba como una necesidad y se daba por hecho que existían «diferencias de grado» entre los ciudadanos, hasta el punto de asimilar a la mayoría de la población «a menores parcialmente discapacitados», sobre la base de la convicción de que «sólo las clases ilustradas, las que en la práctica o en principio tienen suficiente tiempo libre como para reflexionar, son capaces de ejercer responsabilidades»[3]. En el Estado, claro, pero también, obviamente, en otras áreas. Elías Canetti, no sin sorna, escribió este aforismo en sus Apuntes: «Tiene simpatía por una minoría y va declamando siempre por la gran mayoría»[4]. Aunque los burgueses del siglo XIX reclamaban la supresión del sufragio universal (aun entonces bajo una fórmula harto más restringida que la actual, es decir, bien poco universal) y argumentaban por su derecho a ejercer la tutoría de la sociedad entera, las élites contemporáneas suelen actuar como describe Canetti: hablan de las mayorías, pero favorecen a las minorías.

Desde que se asentó esta nueva acepción de élites, el concepto ha ingresado tanto a la discusión y a la elaboración de las ciencias sociales como al uso en el lenguaje común, con muy distintas tonalidades. En el primer caso, y sobre todo en el siglo XX, el término va aparejado con otro que adquiere, incluso, mayor protagonismo: la masa. Según el citado artículo de Rocío Valdivieso, la doble reflexión sobre élites y masa tiene su origen «en la constatación, fácilmente observable, de que en toda sociedad hay unos que mandan, gobiernan y dirigen (la minoría) y otros (los más) que obedecen y son gobernados». La teoría de las élites ha sido elaborada, sobre todo, por Vilfredo Pareto y Gaetano Mosca, pero exponer y analizar sus ideas excede los límites de este artículo, que sólo aspira a fijar la génesis del concepto y sus usos más habituales. Basta señalar que la idea de “clase política” y sus mecanismos de perpetuación en el poder por alianzas estratégicas y por herencias familiares que crean dinastías políticas (fenómeno tan habitual en Chile) está en el corazón de la teoría, al menos tal como la elaboró Mosca. Pareto, en cambio, cree en que quienes llegan a la cumbre del poder son los mejores. En la práctica, siempre hay una mezcla de ambos factores, pero es totalmente ingenuo pensar que, en muchas sociedades contemporáneas, y especialmente en aquellas que muestran singulares tasas de desigualdad, la meritocracia es la norma.

Pero el gran protagonista de la reflexión filosófica, social y política del siglo XX no son las élites, sino las masas. En el siglo de la explosión demográfica, de la democratización progresiva, de la ampliación de los horizontes de consumo, de multitudes urbanas convocadas a las calles, de organizaciones que aspiran a incluir a todos los ciudadanos, de nacionalismos fundados en la pertenencia a una raza o territorio, las masas han sido objeto de una mirada tan atenta como –a veces- desesperanzada. En particular, el ascenso del nazismo motivó, por ejemplo, la reflexión monumental y clásica que Canetti entregó en Masa y poder, un libro enorme cuya elaboración le tomó décadas y que calificaba como la obra de su vida.  «He conseguido agarrar a este siglo por el cuello»[5], escribió Canetti a propósito de su obra, que el filósofo Peter Sloterdijk califica como «el libro más acerado e ideológicamente fecundo de este siglo»[6] (se refiere al siglo XX). Es que la percepción de la masa, de sentirse parte de la masa, está en el exacto opuesto de sentirse parte de la élite: en ésta priman sobre todo las jerarquías -«diferencias de rango, posición social y propiedad. En tanto que individuos, los hombres son siempre conscientes de estas diferencias, que gravitan pesadamente sobre ellos y ejercen una gran presión para mantenerlos separados»[7]; en aquélla, la igualdad: «Únicamente en forma conjunta pueden liberarse los hombres del lastre de sus distancias. Y eso es justamente lo que ocurre en la masa. En la descarga se despojan de las separaciones y todos se sienten iguales. En medio de esa densidad en la que apenas queda espacio libre entre los cuerpos, que se estrechan entre sí, cada cual se encuentra tan próximo al otro como a sí mismo, lo cual produce un inmenso alivio. Y es por mor de este instante de felicidad en que ninguno es más ni mejor que el otro que los hombres se convierten en masa»[8] (las cursivas son de Canetti).

Pero ese camino –el de las masas- puede ser engañoso. Podría llegar a pensarse que las élites también se han democratizado y se han fundido en el abrazo de las masas; pero hay una hipótesis más sibilina y quizá más realista, expuesta por Eco, Colombo, Alberoni y Sacco en La nueva Edad Media[9]. Lejos del llano y de los ojos del pueblo están los castillos de la tecnología, las altas finanzas, las burocracias internacionales, los consorcios de tráfico de armas y drogas, donde realmente radica el poder. Abajo, en la llanura, están las masas que, como no ven los castillos ni cómo viven allí los reales gobernantes, mantienen las ilusiones de la libertad, de la capacidad de elegir autoridades, de la autonomía. Algo así como una matrix sin la parafernalia de los efectos especiales. Tal vez exageran las tintas, pero, sin duda, en estas últimas décadas las élites (algunas, por lo menos), tienden a desaparecer, a ocultarse detrás del funcionamiento institucional de los Estados, a perderse tras la cortina de la «mano invisible» del mercado; y también es cierto que campea una suerte de ilusión igualitaria (en el discurso, al menos), sobre la base de características propias de los sistemas democráticos. El sufragio universal, por ejemplo. El reclamo por la reducción de las desigualdades casi siempre toca la tecla de lo excesivo; no niega de plano que existen las élites, aunque tiende a afirmar que la meritocracia –la élite de la inteligencia, la capacidad de trabajo, el don de gentes, la capacidad de interpretar los anhelos del colectivo- es la única aceptable, en oposición a las élites cuyos privilegios –riqueza, ante todo, pero también poder, estilo, prestancia- son heredados. Lo que se reclama es la distancia. Si la medición de la desigualdad es aceptable, si no hay tanta diferencia entre los extremos, las élites, por muy ricas y poderosas que sean, son aceptadas.

Lo que no se suele señalar es el componente más incorrecto de la relación entre élites y masas: el desprecio. Y el desprecio es, según Peter Sloterdijk, el rasgo que define esa relación, al menos tal como ha ido constituyéndose en la modernidad (y también del que menos se habla, por su potencial de subvertir los discursos políticamente correctos). Un desprecio que va de arriba abajo y de abajo arriba hasta constituir «un campo contaminado en el que predominan el narcisismo inseguro de las masas y las ambiciones heridas de las élites, cuando no sus mutuos entrelazamientos»[10]. La cuestión es especialmente delicada precisamente porque pone en evidencia «una embarazosa diferencia vertical entre los hombres que resulta a la vez indispensable, inevitable e insoportable»[11]; y esa combinación está en la raíz de las relaciones neuróticas y rencorosas entre ambos términos de la ecuación. El desprecio de arriba abajo tiene una larga tradición filosófica y social; Voltaire, el defensor de las libertades, pudo decir, por ejemplo, que «cuando la canaille [canalla] se mezcla en los asuntos de la razón, todo está perdido». Y Freud, el gran explorador de las profundidades del inconsciente, compara el alma con el Estado moderno, «en el que una chusma ansiosa de placer y de destrucción tiene que ser sojuzgada por una clase superior y más juiciosa»[12]. El desprecio de abajo arriba, en cambio, es más reciente y tiene su origen en el ascenso de las masas y su creciente protagonismo. Y cuando parecía que el «todo está lleno de hombres» de Canetti se había desplazado hacia el hacinamiento en el transporte público o la lluvia de comentarios en las redes sociales, en 2011 las masas volvieron por sus fueros, demostraron su poder y volvieron a descolocar a las élites, esta vez hasta un punto cuyos límites siguen muy difusos. Ni siquiera Sloterdijk, un filósofo tan perspicaz, fue capaz de adelantar ese movimiento, que de nuevo instala una oscura incógnita en el interior de esa relación conflictiva y neurótica, incógnita que puede ser de las más interesantes e impredecibles de este tiempo.


[1] Élites (Teorías de las), en el Diccionario crítico de las ciencias sociales. Entrada a cargo de Rocío Valdivieso del Real (http:/www.ucm.es).

[2] «Los fundamentos de la sociedad burguesa en Francia en el siglo  XIX”, por A. Daumard. En Órdenes, estamentos y clases. Coloquio de historia social, AAVV. Siglo XXI de España Editores, Madrid, 1978. Página 272.

[3] Ibid.

[4] Apuntes (1942-1993). Elias Canetti. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2006. Pág. 312.

[5] Ibid. Pág. 263.

[6] El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna. Peter Sloterdijk. Pre-Textos, Valencia, 2002. Pág. 10.

[7] Masa y poder. Elias Canetti. DeBolsillo, Barcelona, 2010. Pág. 73.

[8] Ibid. Pág. 74.

[9] La nueva Edad Media. Umberto Eco, Furio Colombo, Francesco Alberoni, Giuseppe Sacco. Alianza Editorial, Madrid, 2004.

[10] Sloterdijk, op. cit. pág.64.

[11] Ibid. pág. 65.

[12] Citados en Sloterdijk, op. cit. pág. 66.

Los secretos del imperio de Karadima

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 4 de febrero de 2012

Si se tratara de una novela, sería difícil definir el subgénero: ¿terror, drama, retrato social? Hay mucho de aquellos tres elementos. Pero, por desgracia, la historia que se cuenta aquí no es el fruto de la imaginación creadora. No, es crudamente real, y a ratos asfixiante por la muestra incomparable de cómo se constituye un sistema perverso de dominación y degradación en el seno de una comunidad que, al contrario, debería ser un lugar de encuentro liberador y enaltecedor. No hay que ser católico para captar esa radical diferencia y advertir hasta dónde y con qué malas artes un personaje mediocre, un Rasputín mapochino, como lo denomina Carlos Peña en el prólogo, usó una institución para sus propios fines, tan distintos a los que proclama la Iglesia Católica y su sistema doctrinario y tan reñidos, en fin, con el principio universal del respeto a la dignidad e integridad de las personas.

Siempre habrá cabos sueltos y hubo numerosas personas –sobre todo del círculo íntimo de Karadima- que no quisieron hablar con los autores; pero sin duda este libro es un paso gigante al lado del anterior sobre el caso, de María Olivia Monckeberg –más asentado en las entrevistas-, y del ya contundente dossier de prensa acumulado. La acuciosa investigación se remonta décadas en el tiempo y se interna profundamente en la vida interna que carcomía las paredes de la iglesia de El Bosque. Como toda buena investigación, ofrece datos e historias muy bien ordenadas al tiempo que plantea muchísimas preguntas. Cuando el mapa de silencios, omisiones y complicidades queda tan bien expuesto, es inevitable pensar que las consecuencias de la investigación deberían ir mucho más allá de la condena a Karadima. Cuando una denuncia tiene tan fuerte respaldo en los hechos y en los testimonios, hay que preguntarse por qué no hay una reacción institucional más severa y radical. Pero el valor del libro va aún más allá. Hay un retrato de un sector de la sociedad chilena que revela todas sus debilidades y voluntarismos. La historia de Karadima, estremecedora por la maldad y fatuidad de su principal protagonista y por los incontables abusos que cometió, es también el retrato implacable de un grupo de élite que prefirió el silencio, el disimulo, el enterrar la cabeza en la arena -en tiempos en que tal actitud era, también una opción política-, a enfrentar la realidad tal como es.

Varios autores. Ciper/Catalonia/UDP, Santiago, 2011. 478 páginas.

La nariz de Cleopatra

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 2 de julio de 2011

Comencemos por la buena noticia de que la editorial Duomo tiene como distribuidor en Chile a Océano, lo que significa que los libros llegan a un precio bastante similar al del mercado español, cosa rara y buena; aunque esta distribuidora rara vez trae los catálogos completos y además lo hace con retraso. De hecho, la primera partida de libros Duomo es de 2009. Pero no importa, ante el hecho de que en cualquier librería se pueda encontrar La nariz de Cleopatra, de Judith Thurman, a quien la contraportada define como «crítica cultural». La etiqueta es ambivalente y tiene diversas lecturas, pero desde luego en su caso no tiene nada que ver con el academicismo que campea en algunas publicaciones criollas. Thurman ofrece acá 26 textos publicados en The New Yorker; algunos son derechamente perfiles periodísticos, como el que abre el libro, sobre la artista plástica Vanessa Beecroft, que ha hecho de la bulimia –de su propia bulimia- el objeto de sus creaciones. Diez meses de conversaciones ofrecen la materia prima para un retrato que, sobre todo, despierta la curiosidad. Muchos otros textos podrían ser denominados reseñas; por ejemplo, en «Donde hay voluntad», Thurman analiza la biografía de Leni Riefenstahl escrita por Steven Bach, pero ese libro es apenas un punto de partida para una aguda reflexión sobre las pulsiones del poder y la ambición a partir de una mujer que «carecía de escrúpulos y, al no disponer de inteligencia ni educación ni contactos sociales, no le quedaba más que utilizar su físico como tarjeta de presentación». No en vano el subtítulo del libro es «26 variedades del deseo»; toda la cartografía y las variedades del mismo se presentan acá tras personajes como Jackie Kennedy, Catherine Millet (un comentario tan ácido que el lector sufre por ella), Yves Saint-Laurent, la reina María Antonieta y muchos otros más. Thurman no le teme a la primera persona; al contrario, se involucra personalmente en todos los textos –incluida la introducción, en donde justifica el título y el cariz de la selección- y ello le da una libertad enorme para relacionar lecturas e imbricarlas tanto con su vida como con las de los personajes que, a su vez, son el pie forzado para el despliegue de una inteligencia envidiable, aguda y provocativa como pocas.

Judith Thurman. Duomo, Barcelona, 2009. 402 páginas.