Treinta años de novela y burbujas

Artículo publicado en el suplemento «Babelia» del diario El País, 23 de octubre de 2004

 

1. En busca del tiempo perdido. El golpe de 1973 significó una drástica ruptura en todos los planos de la vida nacional, incluida, por cierto, la producción artística y literaria. Muchos escritores, entre ellos los más significativos de la generación del 50 y de la siguiente (José Donoso, Antonio Skármeta, Ariel Dorfman) partieron al exilio. La clausura cultural de la dictadura, que ejercía censura previa a la edición de libros, dio pie para hablar de un «apagón cultural» y, consecuentemente, a la virtual desaparición de narradores y poetas de la escena pública. Hubo, por cierto, excepciones. El poeta Raúl Zurita recibió el impensado espaldarazo de la crítica oficial. Donoso publicó en España y circuló sin trabas en Chile. Otros -Diamela Eltit, Gonzalo Contreras, Carlos Franz- publicaron a mediados de los ochenta, pero con poquísima repercusión.

En 1989, en vísperas de la entrega del poder, la dictadura levantó las restricciones a la circulación de libros. En 1990, ya en democracia, la editorial Planeta dio un golpe a la cátedra con su colección de literatura chilena. El público y la crítica recibieron con entusiasmo la avalancha de títulos; mal que mal, una de las funciones de la novela es trazar el imaginario del país, devolverle sus pesadillas y sus sueños, ayudar a entender, desde la ficción, quiénes y qué somos, y eso es lo que esperaban, en buena medida, los lectores chilenos.

Aquella colección de tomos de lomo blanco era un cajón de sastre, con autores de las más variadas edades y estilos narrativos, desde José Miguel Varas, que había publicado sus primeros cuentos en la década de los cuarenta, hasta Alberto Fuguet, que lanzó aquí su primera colección de cuentos a los 26 años. Entre ellos, dramaturgos convertidos a la narrativa, como Marco Antonio de la Parra; escritores que siguieron fuera de nuestras fronteras, como Fernando Alegría, José Leandro Urbina y Roberto Castillo; los que ya habían comenzado, pero ahora con crítica y ventas, como Diamela Eltit, Gonzalo Contreras y Carlos Franz, más la nueva hornada -también de edades variadas- entre los que están Arturo Fontaine, Ana María del Río, Jaime Collyer, Sergio Gómez y tantos más.

Esta diversidad generacional y temática hizo que la polémica subsiguiente -muy destacada por los medios- acerca de la existencia o inexistencia de una «nueva narrativa chilena» pronto se revelara como artificiosa y más hija del marketing que de una sensibilidad común o una propuesta coherente. Así y todo, los escritores chilenos gozaron, por algunos años, del favor del público y de la aquiescencia de la crítica: por lo menos había algo que leer, era el sentimiento no expresado, y, entre tanto título, bien podía saltar la liebre. A Planeta se sumaron editoriales como Mondadori, Los Andes y Alfaguara. Los lanzamientos de libros se sucedían uno tras otro. La tradicional Feria del Libro que se mal instalaba en los polvorientos senderos de un parque se trasladó a una vetusta y remozada estación de ferrocarriles. Chile parecía recuperar, gracias a la narrativa, su carácter de país lector.

2. El estallido de la burbuja. Pero la verdad es que, entre tanto título y tanto reclamo publicitario, a mediados de los noventa había poco que rescatar. Tres novelas sobre el exilio (Urbina, Varas y Cerda). Una novela distanciada que ponía en escena el Chile profundo, la primera y mejor de Gonzalo Contreras. Algunos cuentos de Jaime Collyer. La voz de Ana María del Río. Algunas páginas de Diamela Eltit. Las novelas y cuentos desgarradores de José Miguel Varas. Díaz Eterovic es un escritor menor, pero muy seguro en el género que maneja, la novela negra. Jorge Guzmán rompió un silencio de más de 25 años al publicar Ay mama Inés, una de las buenas novelas históricas que se han escrito en Chile. En la misma línea escribe Antonio Gil, más tributario de la poesía que de la narrativa.

Hay que señalar, como contexto, la insularidad de las letras chilenas. Por políticas de distribución y el criterio de la apuesta segura, las editoriales que controlan el mercado suramericano habían decidido que cada país leía a sus propios autores, y nada más. Sólo lograban traspasar las fronteras quienes tenían asegurado el éxito de ventas, y ello nunca ha sido sinónimo de buena literatura. Chile exportaba a Marcela Serrano, una escritora rosa, y escritores radicados fuera, como Luis Sepúlveda e Isabel Allende, tenían también tribuna, aplauso y circulación. Hasta acá llegaba uno que otro escritor argentino, más los clásicos de siempre. Nada más. Y, mientras tanto, críticos y lectores comenzaban a cansarse. Demasiado libro, demasiado «talento desconocido que renovará la literatura criolla», y muy pocas nueces. La operación Mc’Ondo, a cargo de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, fue apenas un volador de luces que no alcanzó a constituirse en manifiesto.

3. Otras miradas. Pasada la mitad de la década, ocurrieron dos acontecimientos en el ámbito del libro. El primero fue la aparición de un penetrante ensayo del sociólogo Tomás Moulian sobre el Chile de los noventa. Fue tal su éxito que llegó a venderse en almacenes y panaderías de barrio. Y es que la radiografía del país se veía con mucha mayor nitidez en este libro que en la suma de la narrativa publicada hasta la fecha. Ahí se inició un cambio de rumbo, tanto en las decisiones editoriales como en las preferencias de los lectores.

El segundo fue, primero, un rumor boca a boca y, luego, una suerte de instalación de la crítica: la irrupción local, morosa y medida, de Roberto Bolaño en las letras chilenas. Es bueno registrar aquí la incredulidad, la desconfianza e incluso la negación explícita que corrió pareja con la circulación de sus libros. No es chileno, dijeron algunos, cuando se le proclamó como el mejor escritor del país en la década. Es que la narrativa de Bolaño, sin duda la más lúcida y más reveladora sobre el imaginario criollo en ese par de décadas de oscuridad que nos tocó en desgracia, rompía demasiados esquemas. Esa telaraña inasible, ese mecanismo de relojería que desmontaba el edificio de los eufemismos, de los silencios cómplices, de los subentendidos, puso en perspectiva global una narrativa local, y el resultado fue vergonzoso. No sólo por Bolaño, sino también por la irrupción de otras voces, venidas de todo el ámbito del español o del castellano hablado, escrito, rugido o balbuceado en estas latitudes. ¿Quién eres? Mírate al espejo. ¿Qué ves? No te engañes.

La historia verdadera en verso y prosa

Ocho títulos clave para entender el Chile de los últimos veinte años

Artículo publicado en «Babelia», suplemento del diario El País, 16 de noviembre de 2013

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Mala onda

No es el mejor libro de Alberto Fuguet. Quizá ni siquiera sea una buena novela. El crítico literario más importante de la época -1991- escribió una reseña furibunda en donde comenzó por decir que la había soportado hasta la mitad. Pero nadie puede dudar acerca del impacto que tuvo en el medio literario nacional, especialmente entre los lectores jóvenes. Para narrar la vida del adolescente Matías Vicuña, alejada de la áspera confrontación política y centrada en los dilemas clásicos de aquella etapa de la vida, Fuguet apeló a un lenguaje vivo, plagado de los chilenismos en boga y ágilmente coloquial. Fue la primera gran bocanada de aire fresco en un panorama narrativo que, recién liberado de la censura, podía expresarse a gusto, por más que a los críticos de la vieja escuela les pareciera estilísticamente aberrante y sin más contenido que el reflejo del espejo sobre el ombligo del autor. 1991, Planeta.

El palacio de la risa

Pareciera una de las obras menores de Germán Marín, publicada tras su monumental trilogía Historia de una absolución familiar. Pero es también, en la brevedad de sus 200 páginas, quizá la obra más mordiente y provocadora sobre el devenir histórico de Chile en las últimas décadas. La historia tiene como trasfondo la historia de cómo un palacete situado en la precordillera santiaguina pasó de ser una mansión familiar a una discoteca para jóvenes y, luego, el centro de torturas más importante de la época de la dictadura, la Villa Grimaldi. Pero Marín, con su estilo sinuoso que hace de la coma una señal inequívoca de estilo y su modo de enfrentar la tarea de narrar como si lo hiciera de soslayo, desde la personal circunstancia del narrador, logra ser tanto más efectivo en revelar la historia que si fuera de frente y a toda marcha. 1995, Planeta.

La esquina es mi corazón

Desde mediados de los ochenta, otra sensibilidad se daba a conocer lentamente en Chile. Pedro Lemebel y Francisco Casas, miembros del colectivo «Las Yeguas del Apocalipsis», ponían en la escena pública la homosexualidad y el travestismo. Lemebel optó crecientemente por la escritura, que desperdigó por años en diarios y revistas, hasta que en 1995 publicó La esquina es mi corazón, un conjunto de crónicas que no sólo revelaban un mundo hasta entonces menospreciado, sino que también ponían en circulación a un magnífico escritor cuya agudeza, soltura e irreverencia corrían a la par de un estilo único y musical que bordea siempre la cursilería, pero con el suficiente talento para hincar desde allí el diente en borde repelente de la hipocresía. Pocos escritores como Lemebel para mirar por debajo de las faldas de la sociedad y decir lo que se ve desde ahí, sin tapujos, con humor y genuina indignación. 1995, Cuarto Propio.

Chile actual. Anatomía de un mito

Cuando la democracia chilena parecía haberse afirmado y se vivía el mejor momento de un ciclo de alto crecimiento económico, el sociólogo Tomás Moulian publicó un ensayo que en pocas semanas se convirtió en uno de los libros más vendidos (dicen que hasta estaba en los almacenes de barrio) y más comentados en Chile. Su ensayo -directo, al hueso y sin eufemismos, aunque con el ropaje académico de rigor- significó rasgar todos los velos del optimismo y las miradas complacientes sobre una transición habituada a esconder las incomodidades bajo de la alfombra de la retórica optimista y bien pensante. Y si hoy se cuestiona el modelo desde todos los frentes, Moulian -y así lo entendieron los lectores de su tiempo- fue el primero en denunciar el gatopardismo de la transición chilena. El título del primer capítulo -«El Chile actual, páramo del ciudadano, paraíso del consumidor»- tiene una desasosegante vigencia. LOM, 1997.

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Nocturno de Chile

Tras su primera visita de regreso a Chile en 1998, Roberto Bolaño publicó en la revista española Ajo blanco un artículo revulsivo que lo situó ya no como el importante escritor latinoamericano que era, sino también como un escritor incómodo que no tenía escrúpulos en criticar a sus pares. La historia de la casa en donde arriba se celebraban talleres literarios y abajo se torturaba -recogida en Nocturno de Chile– se convirtió tanto en una dura denuncia de la hipocresía local como en parte de una interpretación histórica y literaria más amplia. Que la protagonice un crítico literario y que zumben en el oído del lector dos personajes tan siniestros como los señores Oido y Odeim no es un efecto casual, sino el corazón de una de las lecturas más penetrantes y desoladas de lo vivido (y de lo escrito) por los chilenos desde los años sesenta en adelante. Anagrama, 1999.

Mano de obra

Desde Lumpérica, 1983, Diamela Eltit ha construido un mundo narrativo en donde campean los excluidos, los derrotados, los perdedores. Se inició escribiendo bajo la dictadura, pero su denuncia va mucho más allá -aunque la época dejó, sin duda, una huella en el estilo quebrado y contenido a la vez que caracteriza su escritura- y apunta a los efectos perversos y duraderos de una manera de convivir que trasciende fronteras. Tal vez la forma más desnuda de esa línea de denuncia está en Mano de obra, novela ambientada en un supermercado (y una casa donde viven algunos empleados) que además recorre irónicamente nombres de publicaciones obreras del siglo XX. La novela desnuda los efectos de la explotación laboral y el espejismo terrible del consumo como factor de ilusoria felicidad hasta conducir el relato a la degradación y la violencia que sólo parecen una consecuencia lógica del estado de las cosas.  Seix Barral, 2002.

Discursos de sobremesa

Si hay todavía una figura dominante y señera entre los poetas chilenos vivos, es la de Nicanor Parra. Si parecía que no había nada más que agregar a un proyecto literario que recurría cada vez más a la visualidad, Parra reinventó el género del discurso y lo dio vuelta por completo desde que en 1991 recibió el Juan Rulfo. Un discurso de Parra es una clase magistral de cómo escribir poesía con humor, con filo, con actualidad y con pleno dominio de las herramientas que brinda el lenguaje. Sólo en 2006 accedió a reunirlos en un grueso tomo que, tras su traducción de Lear Rey & Mendigo (2004), son los hitos mayores de lo que ha escrito en las últimas dos décadas el casi centenario e impredecible poeta que, a pesar de tener publicadas en dos volúmenes sus Obras Completas, puede guardar aún un tomo de sorpresas bajo la cama. Ediciones Universidad Diego Portales, 2006.

Formas de volver a casa

De los escritores chilenos menores de 40, Alejandro Zambra es el que ha alcanzado mayor resonancia en Chile y en el ámbito hispanoamericano. Su primera novela, Bonsaï, con su aire leve, su brevedad y su manera de rendir homenaje a Bolaño sin caer en el remedo, significó un punto de renovación literaria tan hondo y más interesante que el de Fuguet en 1991. La culminación, hasta ahora, de su trabajo narrativo es Formas de volver a casa, un relato de dobles y triples niveles que no renuncia por ello a la transparencia de la escritura, siempre accesible pero no por ello menos cuidada. Esta novela viene a cerrar el círculo aquí descrito, puesto que narra la experiencia de un niño que crece en la dictadura (nació en 1975) y que funde y confunde diversos despertares a medida que crece y toma conciencia de quién es, de dónde y en qué tiempo vive. Anagrama, 2011.