Artículo publicado en la «Revista de Libros» del diario El Mercurio, sábado 11 de enero de 2003
Con el pulso seguro y el olfato imbatible para estructurar historias atractivas, en 1931 la multitud de seudónimos dio paso al nombre real de Georges Simenon, quien toma de la mano al personaje que lo haría famoso: el comisario Maigret.

Simenon nació en Lieja, Bélgica, en un medio sumamente modesto. Su padre, empleado de una compañía de seguros, se sentía satisfecho en ese lugar, y, con sus hijos, sus vecinos, su pipa y su diario, era feliz. Su madre, en cambio, era todo lo contrario: insatisfecha, angustiada, inestable, insegura respecto de su posición social, introdujo una tensión en el hogar que acompañó a Simenon toda su vida. Y, entre sus dos hijos, Georges y Christian, eligió al segundo: Georges es tu hijo, le decía a su marido, y Christian es el mío. Comprensiblemente, el hijo repudiado abandonó tempranamente la casa paterna y sólo resolvió sus problemas con su madre tras la muerte de ésta, en uno de los escritos autobiográficos más descarnados que conoce la literatura (ver recuadro).
A los 16 años, el joven franco-belga abandonó la escuela e ingresó a trabajar como reportero de la Gaceta de Lieja, donde hizo sus primeras armas en un oficio que siempre reconoció como propio: siempre habló de los periodistas como de sus colegas y, de hecho, durante muchos años combinó la escritura de novelas con el ejercicio de la crónica y el reportaje.
25 libros por año
Se trasladó a París en 1923, a los veinte años, y empezó a colaborar con Le Matin. En los ocho años siguientes escribió no menos de 200 novelas, con distintos seudónimos. Hay quienes dicen que escribió, en realidad, más de mil, pero la bibliografía oficial – si cabe el término- recogida por Claude Menguy y Pierre Deligny en el lujoso volumen de homenaje que editó el Fondo Simenon en 1993 a propósito de la exposición Tout Simenon, reconoce 431 títulos, incluidos tanto los firmados con seudónimo como los que asumió bajo su nombre propio, y de todos los géneros, novelas, crónicas, diarios y memorias.
Novelitas baratas, historias de amor, de sexo, de crimen, de pasión, de aventuras, que tenían como objetivo básico ganar dinero. Literatura estrictamente alimentaria, que, sin embargo, fue educando el estilo, la sensibilidad y la capacidad para mirar y aprehender la realidad de uno de los grandes escritores del siglo XX. «Yo era un fabricante, un artesano -señaló- y trabajaba ocho horas diarias de acuerdo al cálculo de que podía escribir a máquina veinticuatro páginas en ese lapso, de manera que necesitaba sólo tres días para una novela de aventuras de diez mil líneas y seis días para una novela de amor de veinte mil líneas». Sobre esa base fijaba sus honorarios.
Jean du Perry, Georges Simm o Sim, Jean Dorsage, Georges-Martin Georges, Christian Brulls, G. Violis, Gaston Viallis, Gom Gut, Luc Dorsan, eran los principales seudónimos mediante los cuales publicaba títulos como Aquella que amé, Lili tristeza, Amar, morir, Los piratas de Texas, ¡Demasiado bella para él!, El Rey del Pacífico, El monstruo blanco de la Tierra del Fuego, Víctima de su hijo, La isla de los malditos, Un señor libidinoso, en diferentes editoriales y colecciones populares de muy bajo costo.
Así también alimentó el mito Simenon. García Márquez, en la introducción a la serie Maigret editada por Tusquets, escribe que Simenon, en la década de los cincuenta, era ya un autor legendario, aunque no tanto por sus libros como por el modo de escribirlos, y por su fecundidad casi irracional. Se decía que terminaba uno cada sábado, que había escrito varios dentro de la vitrina de la editorial para que los peatones pudieran dar fe de la rapidez de su maestría, o que estaba dándole la vuelta al mundo en un yate para aumentar su rendimiento a uno por día.
Literatura también de aprendizaje: en una carta a André Gide, Simenon señaló que había decidido comenzar por obras semi literarias, tanto para vivir de ellas como para aprender a escribir y a aprehender la vida. No tienen más mérito, entonces, que haberle dejado a su autor la capacidad de estructurar rápidamente un relato o de realizar un perfil psicológico.
Y en 1931, con la experiencia acumulada, el pulso seguro y el olfato imbatible para estructurar historias atractivas, la multitud de seudónimos dio paso a Georges Simenon, de la mano del personaje que lo haría universalmente famoso, el comisario Maigret. Paralelamente, Simenon se dedicó a viajar y a escribir reportajes, que reunió en varios volúmenes que hacen notar más aún la destreza alcanzada para captar ambientes y retratar tan certera como rápidamente a sus personajes, que, en el caso de las crónicas, son reales.
Pero volvamos al comisario Maigret. No por firmar con su nombre disminuyó Simenon el ritmo febril de su escritura: en 1931, el editor Arthème Fayard publicó nueve novelas del célebre comisario. Con él Simenon tocó una tecla muy honda en la sensibilidad francesa. Este hombretón grueso, de rostro inexpresivo, permanentemente refugiado tras una humeante pipa, que desayuna pastis u otros alcoholes, casado y sin hijos, que vive en un departamento en la ribera derecha del Sena, en la muy tradicional Place des Vosges, es francés y parisino hasta la médula; y su particular mirada sobre el ejercicio de la justicia, que une la implacable persecución de los criminales con la capacidad de entender las debilidades y flaquezas de los hombres y mujeres que la pesquisa policial pone ante sí, cautivó a los lectores y catapultó a Simenon a la fama.
El mismo Simenon, en un texto destinado a un productor cinematográfico, describió a Maigret como alguien que odia la maldad deliberada, odia a los hombres que impregnan el mal de sangre fría, y se muestra feroz con la hipocresía. Por el contrario, es indulgente para con las faltas que son fruto de las debilidades de la naturaleza humana. Un joven o una joven que van por mal camino le inspiran no sólo piedad, sino irritación contra su suerte o contra la organización social que está en el origen de esa mala orientación.
No es extraño entonces que en la turbulenta década de los treinta, cuando arreciaban los vientos de guerra y las amenazas totalitarias, este comisario, tan implacable como compasivo, ganara el favor de los lectores. Aunque ello ocurrió más bien hacia la mitad de la década, cuando Simenon y Maigret pasaron de Fayard a Gallimard, una editorial con bien ganado prestigio en el ámbito de la cultura, y, posteriormente, a Presses de la Cité.
Un comisario bonachón
La saga de Maigret creció hasta totalizar 76 novelas, y el comisario pasó rápidamente a la historia del cine. La noche de la encrucijada, dirigida por Jean Renoir, se estrenó en 1932. Desconocidos en casa, de 1992, con Jean-Paul Belmondo, es la última película hasta la fecha basada en una obra de Simenon.
El comisario tiene otra particularidad. Dentro del género policial, la mayor parte de los protagonistas son detectives privados, desde Sherlock Holmes a Phillip Marlowe, desde Sam Spade a Hércules Poirot, pasando por el detective Heredia creado por Ramón Díaz Eterovic; y, consecuentemente, siempre van un paso más adelante que la policía. Es cierto que la tendencia se ha revertido en los últimos años: los comisarios Montalbano, de Andrea Camilieri, y Michael Ohayon, creado por la israelí Batya Gur, más el inspector Kurt Wallander, del sueco Henning Mankell, han devuelto – en la ficción, a lo menos- la capacidad de resolver crímenes a la policía. De todos ellos, por supuesto, Maigret es el padre, por más que se diferencien en estilos de vida y contextura física, y lo es por combinar de la mejor manera el celo investigativo con la capacidad de entender, que es lo que quiere, siempre, Maigret.
Mientras crecía la serie del comisario, Simenon comenzó a escribir novelas que distan tanto de la narrativa policial como de las novelitas de sus comienzos. Y en ellas dio paso a una indagación sobre la condición humana más honda, más conflictiva, más dolorosa y, con mucha frecuencia, más sórdida. Son las novelas que está editando Tusquets -que está llevando adelante la edición de sus obras completas- en la colección Andanzas. Simenon, en una carta a André Gide, aseguró que recién a los cuarenta años publicaría su primera novela de verdad. Quizá seguía considerando a Maigret como una prolongación – más digna, por supuesto- de la literatura alimentaria que escribió a granel, y la serie que inauguró con El hombre que miraba pasar los trenes era, para él, narrativa de verdad.
Lo cierto es que estas novelas muestran otra dimensión del narrador: un hombre más escéptico, más amargo y más complejo que quien está detrás del comisario. Porque el policía es, en definitiva, un hombre bonachón, comprensivo y hasta cariñoso en su parquedad; pero los protagonistas de sus novelas no policiales -con frecuencia enredados también en crímenes- son la otra cara de la medalla, personajes que muestran la miseria humana, los egoísmos y la dureza de vidas que no encuentran su destino. En ellas destacan, sobre todo, su capacidad para crear personajes y escenarios, con trazos simples y escritura directa, que se unen a tramas siempre bien delineadas.
Las novelas no son mejores ni peores que los relatos de Maigret; son distintas, y revelan, por contraste, la excepcional capacidad de Simenon para crear mundos y desarrollar historias. Y aquí está, quizá, la razón que ha hecho de Simenon un autor universal, que, para muchos lectores y críticos, debería haber recibido el Premio Nobel de Literatura. Más allá de Maigret, se alza como un novelista tan profundo como obsesivo, que mostró el mapa íntimo de Francia como muy pocos otros escritores. Pero no hay que restarle mérito tampoco al comisario, un personaje que es parte de la historia de la literatura por derecho propio.
Otra vertiente fecunda: Los escritos autobiográficos
La tercera – y también monumental- vertiente de la escritura de Simenon son sus escritos autobiográficos. Su madre murió en 1970 tras una semana de agonía, durante la cual su hijo novelista la acompañó todo el tiempo. Si no habían sido cercanos cuando era niño, más extraños se habían hecho durante la vida adulta del escritor. De ahí que no extrañe la frase que dijo la madre cuando vio a Simenon: «¿Por qué has venido, Georges?» Tal como lo relata Simenon en su Carta a mi madre, escrita un año después de su muerte, en esa pregunta está quizá la explicación de la vida de su madre, marcada por la desconfianza y la inseguridad, y una clave de la tormentosa relación que mantuvieron desde siempre. Realizar el ejercicio catártico de escribir aquel libro, donde indagó con precisión quirúrgica en la historia de su madre y de sí mismo, tuvo otra consecuencia: Simenon dejó por completo la narrativa y se concentró en la escritura autobiográfica. En 1973, escribió: «¡Soy yo mismo, por fin! ¿Escribir todavía? No lo sé». Continuó escribiendo sucesivos tomos de lo que llamó sus Dictados, mezcla de diario, memorias y reflexiones, hasta culminar con sus Memorias íntimas, que se extienden por cerca de mil quinientas páginas. Esa nueva obsesión, su propia vida, sus sucesivos matrimonios (institución en la que no creía, y de ello da prueba su cuenta de infinitas aventuras amatorias), el suicidio de su hija y todo aquello que vivió, miró, comparó y apreció, copó sus últimos años y dejó, finalmente, un testimonio del siglo que ya pasó, un testimonio apasionado, conflictivo e iluminador.