El ocupante

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 29 de septiembre de 2012

El ocupanteEsta quinta novela de Sarah Waters representa un paso más de la autora en su exploración estilística a partir de la novela clásica. La impecable factura de sus obras, su extensión y su vocación realista evocan de inmediato las formas clásicas, la gran tradición narrativa de la Inglaterra del siglo XIX; pero, a la vez, son un sutilísimo ejercicio de subversión y relectura, tanto de las épocas en que se sitúan las narraciones como del género novelesco. Pero si en las anteriores la subversión iba mayormente por descubrir los estratos ocultos tras las rigideces victorianas y la vida que fluía, generosa y a borbotones, por los intersticios del orden social y desde los barrios de indecible pobreza, en El ocupante Waters se ocupa de reelaborar la clásica historia de fantasmas; M. R. James, Walter de la Mare y Charles Dickens, entre muchos otros, crearon un riquísimo paisaje de apariciones, espectros y hechos inexplicables, que hoy parece más bien de capa caída ante la emergencia de formas más seductoras de la fantasía. Waters no se arredra ante ese panorama y sitúa los hechos de su novela en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en un rincón rural milagrosamente respetado por los bombardeos. La mayoría de las grandes casas solariegas están abandonadas o han sido vendidas para otros fines; sólo en algunas, sus ocupantes luchan por detener el inclemente paso del tiempo y también el incontenible avances de fuerzas sociales que amenazan su estatus y su capacidad de mantener el estilo de vida de sus antepasados. Una de estas casas es Hundreds Hall, donde un oscuro médico rural llega a trabar amistad con los dueños de casa, la viuda y sus dos hijos, los Ayres. La novela es también un brillante estudio social; esa pequeña sociedad provinciana es la miniatura de una sociedad cruzada por un estricto orden de clases cuya violación acarrea el más vergonzoso bochorno. Buena prueba de ello es que, sin que deje jamás de ser amena y ligeramente misteriosa, la aparición de lo extraordinario, de lo fantástico, de lo impensable, asoma recién tras unas 180 páginas. De ahí en adelante el tejido se hace más denso y pleno de matices; por más que la incredulidad sea la nota dominante, por más que el hermano esté internado en un hospital psiquiátrico (y muy contento de estar ahí, lejos de la «infección» que corroe Hundreds Hall), habrá de pasar aún más tiempo para que el terror muestre sus fríos dedos en los oscuros pasillos de la casona.

Sarah Waters. Anagrama, Barcelona, 2012. 532 páginas.

Falsa identidad

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 12 de marzo de 2005

Falsa identidadLa escritora galesa Sarah Waters ha cultivado un filón que, hasta ahora, le ha dado magníficos frutos: la subversión de la novela victoriana. El lustre de la perla y Falsa identidad son novelas de vasta extensión, al estilo Dickens o William Wilikie Collins, y transcurren en los altos y bajos estratos de la sociedad británica, desde los callejones más miserables a las más elegantes mansiones. Las apariencias, las sagradas apariencias de la época, muestran aquí, sin embargo, su revés, que, en rigor, debería ser el derecho: la impostura y la máscara, el corsé y el miriñaque, esconden seres que aman y sufren, cuerpos que desean y exploran, y eso es lo que revela, magistralmente, Sarah Waters.

Esta novela en particular añade al cuadro general una trama de engaños y dobleces que multiplica, por así decirlo, el espíritu de la época. La protagonista, Susan Trinder, hija de una asesina que fue ahorcada frente a su ventana poco después de haber ella nacido, deviene en Susan Smith, doncella de una mansión en las afueras de Londres. La nueva Susan es parte de una intriga compleja para arrebatarle su cuantiosa herencia a otra huérfana, Maud Tilly; pero, en cuanto Susan y el lector ingresan en Briar, casona oscura, silenciosa e intimidante, advertirán, más allá de las veladas advertencias de la narradora, que tras el silencio y las estrictas normas de convivencia alientan fantasmas oscuros, imágenes perversas y espíritus retorcidos. Porque complejo y retorcido es el dueño de casa, el señor Tilly, coleccionista de libros dedicados al placer; de literatura pornográfica, en buenas cuentas, que reúne, enumera y clasifica para escribir un índice general y universal del género, vasta obra en la que le ayuda su sobrina, el ama de Susan. La doncella se cree lista y el ama finge inocencia mientras ambas tejen sus redes. La primera quiere dinero; la segunda, escapar de su tío y gozar de su herencia. Es ahí donde la autora teje, a su vez, sus propias redes, que atrapan al lector y lo conducen a una vertiginosa espiral de conspiraciones, trampas y cambios de papeles en el mismo Briar, en un manicomio y en otros espacios donde se funden la codicia, el deseo, el placer clandestino y la furia.

Waters no se limita a la paráfrasis del género, o la asume sólo en la extensión y el lujo de detalles que rodea la trama. Sus novelas encierran una clave de interpretación muy contemporánea, una lectura de la historia sin complacencias ni falso orgullo, con maestría, elegancia y sentido del ritmo. No son entonces, estrictamente, novelas históricas; no recrea un mundo, sino que lo revela; y ahí está, sobre todo, su fuerza subversiva.

Sarah Waters. Anagrama, Barcelona, 2003. 624 páginas. 

El lustre de la perla

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 20 de marzo de 2004

lustreLa Inglaterra victoriana está asociada a una serie de tópicos y a algunos personajes. A ella pertenecen la represión, los miriñaques, la exacerbación de la virtud, Sherlock Holmes, Jack El Destripador y Oscar Wilde. Sarah Waters, uno de los estandartes de la nueva generación de narradores británicos, muestra el reverso de la medalla, la otra cara de Gran Bretaña en las décadas finales del siglo XIX, a través de un entrañable personaje que, a cada paso que da, descubre que las cosas no son como parecen y que, más que nunca, las apariencias engañan.

De hecho, la novela se desarrolla a partir de equívocos sobre la identidad de género. La protagonista, Nancy Astley, procede de un pequeño pueblo en la desembocadura del Támesis, cuya principal fuente de trabajo son las ostras. Pero su pasión es el teatro de variedades en la cercana Canterbury. Cuando recién ha cumplido los 18 años, ve a una artista que representa la última moda de los teatros de la época: una joven mujer que se disfraza de hombre y saca aplausos con canciones que resaltan su ambigüedad. Nancy se enamora de la chica-chico, la asiste en el vestuario, se marcha con ella a Londres y al cabo de un tiempo sube con ella al escenario, disfrazada también de chico.

Es sólo el primero de los equívocos; Nancy descubre pronto los recovecos, los rincones y los secretos de la noche londinense, así como el desengaño, la furia y la caída en la absoluta pobreza. Su propio travestismo se convierte en una herramienta de trabajo y seducción, explotando de la manera más singular su talento para parecer lo que no es o bien para resaltar lo que es debajo del disfraz.

De la mano de una impecable reconstrucción de época que cruza todos los ambientes sociales, desde el mundo del espectáculo a las grandes mansiones y, luego, el mundo obrero, Waters desarrolla su historia de equívocos que conduce, finalmente, al reconocimiento de la propia identidad y al descubrimiento del amor genuino. Esa veta romántica está siempre presente en la ingenua Nancy, que, a pesar de todo su aprendizaje erótico y su inmersión en el mercado del sexo nocturno, conserva una mirada que tarda mucho en descubrir la dirección real de los acontecimientos.

La autora demuestra un firme pulso narrativo, aunque, a ratos, se complace demasiado en su propia voz. Cuando el lector sabe ya lo que va a ocurrir más adelante, sea por anuncios del narrador o bien porque simplemente no cabe otra alternativa, Waters demora la revelación en una sucesión de hechos y reflexiones que no pierden el ritmo ni la riqueza del estilo, pero que perfectamente podrían haber sido narradas con mayor economía. Le habría hecho muy bien a una novela de casi quinientas páginas, aunque no por ello pierde interés.

Sarah Waters. Editorial Anagrama, Barcelona, 2004. 496 páginas.