José María Arguedas y los hermanos Parra

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En 1968, aquejado por lo que él llama «una dolencia psíquica contraída en la infancia», que cuando hace crisis lo paraliza y lo empuja al suicidio, el escritor peruano José María Arguedas emprendió la escritura de su última novela, El zorro de arriba y el zorro de abajo, puntuada por cuatro diarios, diarios con los que combate, otra vez, es impulso a quitarse la vida para aliviar la angustia y el sufrimiento. Arguedas está en Santiago de Chile, recuerda episodios de su vida y a los escritores que conoció, como Rulfo («¿Quién ha cargado la palabra como tú, Juan, de todo el peso de padeceres, de conciencias, de santa lujuria, de hombría, de todo lo que en la criatura humana hay de ceniza, de piedra, de agua, de pudridez violenta por parir y cantar, como tú?»), Carpentier («lo sentía como un europeo muy ilustre que hablaba castellano. Muy ilustre, de esos ilustres que aprecian lo indígena americano, medidamente. Dispénseme, don Alejo; no es que me caiga usted muy pesado»), Lezama Lima («Lo vi comer en La Habana como a un injerto de picaflor con hipopótamo. Abría la boca; se rociaba líquido antiasmático en la laringe y seguía comiendo. ¡Gordo fabuloso, Cuba que ha devorado y transfigurado la miel y la hiel de Europa!») y muchos otros. Son páginas conmovedoras, potentes, implacables, de una lucidez que a ratos espanta. También habla de los Parra, de Nicanor y de Roberto, en cuya casa de La Reina alojó en 1962.

TapaPienso en este momento en Nicanor Parra, ¡cuánta sabiduría, cuánta ternura y escepticismo y una fuerte coraza de protección que deja entrar todo pero filtrando, y una especie no de vanidad sino de herida abierta para las opiniones negativas de su obra! ¡Qué modo increíble de ponerse amargo e iracundo por esas cosas! En la ciudad, amigos, en la ciudad yo no he querido creo que a nadie más que a Nicanor ni me he extraviado más de alguien que de él. Pero, ¿por qué tengo que decir estas cosas de Nicanor? Mucha ciudad tenía adentro o tiene adentro ese caballero tan mezclado y nacido en pueblo, el más inteligente de cuantos he conocido en las ciudades. ¡Lo que hablaba, sabía y no sabía o no sabe de las mujeres! Su hermano Roberto fue mucho más hermano mío que de él; ¡claro!, porque mi trato con Roberto era todo por el lado bueno. Dispensen que diga que este Roberto se había atacado para siempre de ternura en cientos de los más pobres prostíbulos de Chile donde cantaba y tocaba guitarra, mientras que yo me hice igual a él en los ayllus de Ayacucho, entre las indias que sufrían y cantaban como picaflores que van al sol, lo beben y vuelven. En el mismo cuarto dormíamos, Roberto y yo, en casa de Nicanor, en La Reina, cuando vine enfermo en 1962. Otra vez usaré de la misma cantaleta; pues sí, para mí Roberto era como un Felipe Maywa, más joven, más accesible. Porque mientras que Roberto hablaba con voz de persona resignada, con poco porvenir, bastante triste y muy anheloso de estimación, don Felipe me acariciaba en San Juan de Lucanas, como a un becerro sin madre y él tenía la presencia de un indio que sabe, por largo aprendizaje y herencia, la naturaleza de las montañas inmensísimas, su lenguaje y el de los insectos, cascadas y ríos, chicos y grandes; y si bien era “ lacayo” de mi madrastra, o a veces creo que vaquero, se presentaba ante ella como quien puede dispensar protección, como quien de hecho está procurando protección, a pesar de ser sirviente. Todo el porvenir mío y el de mi madrastra, que era patrona de don Felipe, parecía  depender de don Felipe Maywa. Así me parecía, no sé por qué; debía ser por algo. Y cuando este hombre me acariciaba la cabeza, en la cocina o en el corral de los becerros, no sólo se calmaban todas mis intranquilidades sino que me sentía con ánimo para vencer a cualquier clase de enemigos, ya fueran demonios o condenados. Y yo era muy tranquilo; estaba solo entre los domésticos indios, frente a las inmensas montañas y abismos de los Andes donde los árboles y flores lastiman con una belleza en que la soledad y silencio del mundo se concentran. Este Roberto, hermano de Nicanor Parra, cantaba con otro tipo de soledad,  aunque algo parecida; rasgaba la guitarra en cuecas como desesperadas, de alegría más ansiada que disfrutada. Por eso fuimos tan amigos en La Reina. Me hablaba de un amigo suyo que se había quedado sentado sobre una piedra, con el ojo todo colorado, esperando. ¡Qué estupenda era la vida con Nicanor y Roberto Parra! ¡Cómo han bebido el jugo, tan distintos y diversos jugos del mundo, estos hermanos! Charlaba con Roberto en un estado de confianza, amigos, que es una de las formas más raras de ser feliz. Me contaba cosas de los prostíbulos y yo, cuentos de animales y condenados, que es mi fuerte. Roberto se emborracha hasta la agonía; yo me enfermo de la soledad e ilusión quizá patológicas, y “por puro gusto”, porque soy amado por buena y bella gente, como mi mujer por ejemplo. Pero algo nos hicieron cuando más indefensos éramos; yo recuerdo muchas cosas, pero dicen que más peligrosas son aquellas de las que no nos acordamos. Así será.

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La historia verdadera en verso y prosa

Ocho títulos clave para entender el Chile de los últimos veinte años

Artículo publicado en «Babelia», suplemento del diario El País, 16 de noviembre de 2013

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Mala onda

No es el mejor libro de Alberto Fuguet. Quizá ni siquiera sea una buena novela. El crítico literario más importante de la época -1991- escribió una reseña furibunda en donde comenzó por decir que la había soportado hasta la mitad. Pero nadie puede dudar acerca del impacto que tuvo en el medio literario nacional, especialmente entre los lectores jóvenes. Para narrar la vida del adolescente Matías Vicuña, alejada de la áspera confrontación política y centrada en los dilemas clásicos de aquella etapa de la vida, Fuguet apeló a un lenguaje vivo, plagado de los chilenismos en boga y ágilmente coloquial. Fue la primera gran bocanada de aire fresco en un panorama narrativo que, recién liberado de la censura, podía expresarse a gusto, por más que a los críticos de la vieja escuela les pareciera estilísticamente aberrante y sin más contenido que el reflejo del espejo sobre el ombligo del autor. 1991, Planeta.

El palacio de la risa

Pareciera una de las obras menores de Germán Marín, publicada tras su monumental trilogía Historia de una absolución familiar. Pero es también, en la brevedad de sus 200 páginas, quizá la obra más mordiente y provocadora sobre el devenir histórico de Chile en las últimas décadas. La historia tiene como trasfondo la historia de cómo un palacete situado en la precordillera santiaguina pasó de ser una mansión familiar a una discoteca para jóvenes y, luego, el centro de torturas más importante de la época de la dictadura, la Villa Grimaldi. Pero Marín, con su estilo sinuoso que hace de la coma una señal inequívoca de estilo y su modo de enfrentar la tarea de narrar como si lo hiciera de soslayo, desde la personal circunstancia del narrador, logra ser tanto más efectivo en revelar la historia que si fuera de frente y a toda marcha. 1995, Planeta.

La esquina es mi corazón

Desde mediados de los ochenta, otra sensibilidad se daba a conocer lentamente en Chile. Pedro Lemebel y Francisco Casas, miembros del colectivo «Las Yeguas del Apocalipsis», ponían en la escena pública la homosexualidad y el travestismo. Lemebel optó crecientemente por la escritura, que desperdigó por años en diarios y revistas, hasta que en 1995 publicó La esquina es mi corazón, un conjunto de crónicas que no sólo revelaban un mundo hasta entonces menospreciado, sino que también ponían en circulación a un magnífico escritor cuya agudeza, soltura e irreverencia corrían a la par de un estilo único y musical que bordea siempre la cursilería, pero con el suficiente talento para hincar desde allí el diente en borde repelente de la hipocresía. Pocos escritores como Lemebel para mirar por debajo de las faldas de la sociedad y decir lo que se ve desde ahí, sin tapujos, con humor y genuina indignación. 1995, Cuarto Propio.

Chile actual. Anatomía de un mito

Cuando la democracia chilena parecía haberse afirmado y se vivía el mejor momento de un ciclo de alto crecimiento económico, el sociólogo Tomás Moulian publicó un ensayo que en pocas semanas se convirtió en uno de los libros más vendidos (dicen que hasta estaba en los almacenes de barrio) y más comentados en Chile. Su ensayo -directo, al hueso y sin eufemismos, aunque con el ropaje académico de rigor- significó rasgar todos los velos del optimismo y las miradas complacientes sobre una transición habituada a esconder las incomodidades bajo de la alfombra de la retórica optimista y bien pensante. Y si hoy se cuestiona el modelo desde todos los frentes, Moulian -y así lo entendieron los lectores de su tiempo- fue el primero en denunciar el gatopardismo de la transición chilena. El título del primer capítulo -«El Chile actual, páramo del ciudadano, paraíso del consumidor»- tiene una desasosegante vigencia. LOM, 1997.

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Nocturno de Chile

Tras su primera visita de regreso a Chile en 1998, Roberto Bolaño publicó en la revista española Ajo blanco un artículo revulsivo que lo situó ya no como el importante escritor latinoamericano que era, sino también como un escritor incómodo que no tenía escrúpulos en criticar a sus pares. La historia de la casa en donde arriba se celebraban talleres literarios y abajo se torturaba -recogida en Nocturno de Chile– se convirtió tanto en una dura denuncia de la hipocresía local como en parte de una interpretación histórica y literaria más amplia. Que la protagonice un crítico literario y que zumben en el oído del lector dos personajes tan siniestros como los señores Oido y Odeim no es un efecto casual, sino el corazón de una de las lecturas más penetrantes y desoladas de lo vivido (y de lo escrito) por los chilenos desde los años sesenta en adelante. Anagrama, 1999.

Mano de obra

Desde Lumpérica, 1983, Diamela Eltit ha construido un mundo narrativo en donde campean los excluidos, los derrotados, los perdedores. Se inició escribiendo bajo la dictadura, pero su denuncia va mucho más allá -aunque la época dejó, sin duda, una huella en el estilo quebrado y contenido a la vez que caracteriza su escritura- y apunta a los efectos perversos y duraderos de una manera de convivir que trasciende fronteras. Tal vez la forma más desnuda de esa línea de denuncia está en Mano de obra, novela ambientada en un supermercado (y una casa donde viven algunos empleados) que además recorre irónicamente nombres de publicaciones obreras del siglo XX. La novela desnuda los efectos de la explotación laboral y el espejismo terrible del consumo como factor de ilusoria felicidad hasta conducir el relato a la degradación y la violencia que sólo parecen una consecuencia lógica del estado de las cosas.  Seix Barral, 2002.

Discursos de sobremesa

Si hay todavía una figura dominante y señera entre los poetas chilenos vivos, es la de Nicanor Parra. Si parecía que no había nada más que agregar a un proyecto literario que recurría cada vez más a la visualidad, Parra reinventó el género del discurso y lo dio vuelta por completo desde que en 1991 recibió el Juan Rulfo. Un discurso de Parra es una clase magistral de cómo escribir poesía con humor, con filo, con actualidad y con pleno dominio de las herramientas que brinda el lenguaje. Sólo en 2006 accedió a reunirlos en un grueso tomo que, tras su traducción de Lear Rey & Mendigo (2004), son los hitos mayores de lo que ha escrito en las últimas dos décadas el casi centenario e impredecible poeta que, a pesar de tener publicadas en dos volúmenes sus Obras Completas, puede guardar aún un tomo de sorpresas bajo la cama. Ediciones Universidad Diego Portales, 2006.

Formas de volver a casa

De los escritores chilenos menores de 40, Alejandro Zambra es el que ha alcanzado mayor resonancia en Chile y en el ámbito hispanoamericano. Su primera novela, Bonsaï, con su aire leve, su brevedad y su manera de rendir homenaje a Bolaño sin caer en el remedo, significó un punto de renovación literaria tan hondo y más interesante que el de Fuguet en 1991. La culminación, hasta ahora, de su trabajo narrativo es Formas de volver a casa, un relato de dobles y triples niveles que no renuncia por ello a la transparencia de la escritura, siempre accesible pero no por ello menos cuidada. Esta novela viene a cerrar el círculo aquí descrito, puesto que narra la experiencia de un niño que crece en la dictadura (nació en 1975) y que funde y confunde diversos despertares a medida que crece y toma conciencia de quién es, de dónde y en qué tiempo vive. Anagrama, 2011.