Un episodio en la vida del pintor viajero

Reseña publicada en la revista Caras, 11 de octubre de 2002

César Aira es conocido —relativamente, hay que decirlo— por su labor como novelista infatigable, que publica por lo menos una obra por año en las más diversas editoriales. Se trata, sin duda, de una de las voces más originales y destacadas de su generación, no solo en Argentina, sino también en el ámbito mayor de la narrativa en lengua española.

Menos conocida es la faceta de ensayista de Cesar Aira. Ha escrito sobre Copi y Alejandra Pizarnik, entre otros autores, y es el responsable de un magnífico Diccionario de autores latinoamericanos, comentado alguna vez en esta sección.

Ahora, gracias a una alianza de editores independientes en la que participan Beatriz Viterbo, de Argentina; Era, de Mexico; Trilce, de Uruguay; Txalaparta, del País Vasco; y Lom, de Chile, se distribuye en nuestro país Un episodio en la vida del pintor viajero, dedicado al pintor Johan Moritz Rugendas y, más concretamente, a lo que señala el título, a un episodio que marc6 la vida del pintor cuando recorría Argentina.

En rigor, no se trata de un ensayo, sino de una crónica o de un relato biográfico. Rugendas era un maniático de la correspondencia: escribía cartas a muchas personas en diferentes partes del mundo, plenas de detalles. Material extraordinario para los biógrafos, que Aira usa y nombra, pero sin citarlos directamente. El pintor es, aquí, un personaje clásico de novela, con un narrador también clásico, que lo sabe todo y que da cuenta hasta de los pensamientos más íntimos del personaje.

Ese personaje, pues, acompañado de otro pintor, Robert Krause, emprenden la travesía desde Santiago a Buenos Aires, sin prisa alguna: dedican días y días a registrar en bocetos los paisajes impresionantes de la cordillera y luego de Mendoza y sus alrededores.

Cuando finalmente se adentran en la pampa, hacia San Luis, llegan a un sector arrasado por la langosta. “Un día y medio se desplazaron en ese vacío espantoso. No había pájaros en el aire, ni cuises ni Ñandúes ni liebres ni hormigas en la tierra. La costra pelada del planeta parecía estar hecha de ámbar seco”.

En ese paraje desolado, con los caballos inquietos y sin haber comido, los sorprende la amenaza de una tormenta. Se quedan paralizados en el medio de la pampa. Rugendas parte solo a investigar que puede haber más allá de unas colinas; entonces, se desata un infierno de rayos y truenos, el caballo y él son tocados por dos rayos —y las descripciones de Aira son simplemente magníficas, un ejercicio de estilo que vale la pena apreciar—. En la caída, el pintor queda con un pie enganchado en el estribo. El caballo huye, y Io arrastra tras de sí.

Rugendas sobrevivió, pero quedó con el rostro deformado. No solo eso: perdió también el dominio sobre los músculos de la cara. “Había una escalada: un temblor, un vaivén, se difundía de golpe, y en segundos todo el rostro estaba en un baile de San Vito incontrolable”.

Este es, en esencia, el episodio que Aira explota de manera magistral. La deformación de Rugendas pasa a ser el objeto de una reflexión diferente, donde la cuestión del otro adquiere nuevos matices y otorga un nuevo contenido al encuentro que soñaba el pintor: asistir a un ataque de los indios, a un malón.

Y es, también, el origen de un cambio decisivo en la técnica del pintor y en su concepción estética, retratado con mano magistral por un escritor que muestra cómo la realidad puede ser, a veces, tan delirante como las fantasías que crean novela tras novela.

César Aira. Editorial Lom, Santiago, 2002. 91 páginas.

Cartas de José María Arguedas a Pedro Lastra

Reseña publicada en la revista Caras, 8 de septiembre de 1997

La publicación de este breve epistolario podría perfectamente pasar inadvertido en el mundo narrativo actual. El autor de las cartas murió a fines de los años sesenta, y es tarea difícil ubicar sus obras en las librerías. Para más remate, no formó nunca parte del boom latinoamericano, es decir: nunca estuvo de moda. Y, sin embargo, al recorrer estos textos, no puede uno menos que recordar la furia y el vigor de novelas inolvidables como Todas las sangres y Yawar fiesta; esa impresionante conjunción de culturas y lenguaje con que José María Arguedas resolvió su doble herencia, la del occidente españolizado y las tradiciones ancestrales de las culturas indígenas de la sierra peruana, y con que hizo literatura del desgarro y el dolor de la desintegración de esas mismas culturas. En fin, no puede uno menos que recordar el mundo de Arguedas, las haciendas campesinas, los “pueblos libres” en los arrabales de Lima, los pescadores de anchovetas en Chimbote. Mundo o mundos de tragedia, miseria y hambre, rescatados por la belleza de páginas tensas y profundamente amantes de su tierra y de su gente, páginas de una intensidad que parece relegada al tiempo de las utopías y los anhelos fundacionales. Arguedas fue el primero en darle al indio una voz auténtica, hecha del castellano en sintaxis quechua, y le dio a esa voz un tono épico irrepetible. Quizá su gran hermano es el otro cholo de la literatura peruana, César Vallejo, como él, serrano y heredero de dos culturas.

Pero vamos a esta edición, hecha con cuidado y cariño, que recoge la versión facsimilar de las cartas y su transcripción, más un par de prólogos y un apéndice de imágenes. Es la historia, parcelada y fragmentaria, de su amistad con el escritor chileno Pedro Lastra. No hay demasiadas alusiones literarias ni biográficas. Su gran virtud es traer nuevamente la presencia de Arguedas a las librerías criollas y motivar, ojalá, un nuevo interés por su obra. Habría mucho que decir sobre el autor, sobre la soberana y me ditada decisión de su suicidio, sobre Todas las sangres,  sobre El zorro de arriba y el zorro de abajo y los diarios intercalados en que muestra su conflicto y su grandeza. A falta de espacio, vaya esta cita: “Y en Chile, lo que más me deslumbró y me reconfortó,  fue sentir cómo el altísimo grado de civilización no ha matado lo que llamaríamos la fraternidad aldeana ni ha exacerbado el individualismo, sino que, por el contrario, ha enriquecido la llama de la cordialidad profunda, especialmente por el latinoamericano”. Curiosa imagen y lectura de este país, actualmente de los jaguares, cuando todavía Chile era una sociedad provinciana y acogedora, y mantenía casi sin quiebres sus tradiciones democráticas y republicanas. ¿Quién podría reconocerse hoy en las palabras de Arguedas? Pero quizá la pregunta es injusta. La carta a la que pertenece la cita es del 8 de febrero de 1962, y demasiada agua ha pasado bajo los puentes.

Edición, prólogo y notas de Edgar O‘Hara. Lom ediciones, Santiago, 1997. 151 páginas.

Leyendo a Vila-Matas

Reseña publicada en la revista El Sábado del diario El Mercurio, 12 de noviembre de 2011

Podría ser el nombre de un ensayo, pero no. Se trata de una novela. Y aunque a uno le moleste el gerundio en general y también en este caso particular, el nombre de la novela está bien escogido por lo revelador: así Maier inscribe su texto en una cierta tradición -muy reciente, pero tradición, al fin y al cabo- y de este modo gana en resonancias y juegos de espejos enfrentados. Esa tradición se compone de Vila-Matas y de quienes hacen literatura sobre la literatura y borran las fronteras entre los géneros, particularmente entre la autobiografía, el ensayo y la novela. Así, el viaje del protagonista -cuya biografía coincide, a grandes rasgos, con la del autor- desde Amberes a Barcelona en tren, a entrevistar a Enrique Vila-Matas, se transforma en un juego donde todo se desdobla o se multiplica, aunque la historia sea perfectamente lineal y los recuentos biográficos nunca pierdan claridad. Es decir, no hay donde perderse: el relato del viaje y de su encuentro con una oncóloga alemana -a la que llama la Niña Poste por lo alta y delgada- corre parejo con el recuento biográfico de un escritor que se asoma al destino de aquellos que Vila-Matas describió en Bartleby y compañía, lo que cerraron el negocio de una vez y para siempre, los que colgaron la pluma, los que desistieron ante la funesta página en blanco. En ambas líneas del relato se entretejen historias de amor o, como dice uno de los personajes, historias de desamor, es decir, de aquellas en que efectivamente ocurren cosas -cosas terribles o la simple amenaza de la monotonía que todo lo corroe- y no esas insulsas planicies rosa donde nada puede moverse y alterar la empalagosa dulzura del enamoramiento. En esta novela escrita con simpatía, con humor y con distancia, Maier evita con éxito el riesgo de convertirla en un juego para iniciados. Aunque hay mucho guiño a los buenos lectores y a los admiradores de Vila-Matas, lo importante es lo que corre por debajo, la ficción que se arma y crece a partir de esos materiales y que finalmente es capaz de hablar el lenguaje universal de la buena literatura. La novela juega con la tentación de la fuga y la la reinvención de la identidad; con los encuentros y las biografías que se trenzan y se separan; con la búsqueda de un horizonte que nunca termina por dibujarse bien en la lejanía. Y lo hace muy bien.

Gonzalo Maier. LOM, Santiago, 2011. 89 páginas.