El asco

Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 28 de julio de 2018

En la nota que Horacio Castellanos Moya, ganador del Premio Manuel Rojas en 2014, escribió para esta edición de El asco, novela que apareció por primera vez en El Salvador en 1997, explica qué quiso hacer con el texto y cuenta su historia posterior. La escribió, dice, «como un ejercicio de estilo en el que pretendía imitar al escritor austriaco Thomas Bernhardt, tanto en su prosa, basada en la cadencia y la repetición, como en su temática, que contiene una crítica acerba a Austria y su cultura». Y se divirtió mucho haciéndolo. Es muy entendible: lleva hasta el extremo la torsión del sarcasmo en el ataque a toda la cultura salvadoreña, desde la cerveza local hasta la política y el desarrollo cultural. El resultado es un texto tan feroz que llega a dar risa. A otra gente no le pareció tan chistoso que el autor se mofara de ellos. Fue amenazado de muerte. Partió una vez más al exilio. Pero El asco permaneció, reeditada varias veces en su patria y luego en España, en 2001, 2007, y ahora en 2018.


Un tal Vega, autoexiliado en Canadá que está de visita por la muerte de su madre, conversa con un tal Moya, escritor y el único de sus compañeros de colegio que fue al funeral. Todo el texto se organiza en torno a cadenas de frases que cierran con «me dijo Vega» y, efectivamente, la repetición y la cadencia son las principales herramientas de estilo, aunque también hay, en cada asunto que aborda Vega, una suerte de crescendo, un aumento de la virulencia. Y no es que Vega sea un personaje portentoso; al revés, el hilo de sus fobias muestra también su lado más miserable y odioso. Pero su interminable diatriba es, sin duda, un punto muy alto en la narrativa de Castellanos y de América Latina. El autor cuenta que en muchas oportunidades algunos lectores de otros países le han pedido que escriba un asco sobre sus respectivas patrias. Es fácil imaginar la indignación que cundiría ante un libro que se burlara despiadadamente del vino chileno, de las empanadas, las universidades, el himno nacional, el puerto patrimonial, la torre Entel, las autopistas, los premios Nobel, la poesía, la marraqueta, los militares, los animadores de televisión, el cine, en fin, de todo aquello que suele asomar como orgullo nacional. Es que el texto de Castellanos Moya es bastante más que un ejercicio de estilo, es un espejo que devuelve la imagen de lo que no queremos ver y que por eso espanta, inquieta y provoca.

Horacio  Castellanos Moya. Literatura Mondadori,  Santiago, 2018.  106 páginas.

Postales de Japón (primera parte)

I. Llegar

DSC_0028El aeropuerto de Narita tiene mala fama; que es demasiado grande, que cuesta ubicarse, que las cosas no son fáciles. Pero llegar no es complicado. Para un chileno, el trámite de policía internacional y aduanas es muy simple y, a la salida, le pregunté a una chica local cómo llegar a las oficinas de Japan Rail. Había comprado un pase por tres semanas, que cubre tanto el Shinkansen -el tren bala; según me enteré por una crónica de Juan Villoro sobre su viaje a Japón, la traducción literal es “ferrocarril troncal”, porque sólo en lenguas extranjeras se destaca que los pasajeros salen disparados como bala; los japoneses lo dan por supuesto- como líneas de metro y trenes locales de la misma compañía. Hay muchas. El transporte en Japón es privado y las líneas trazan otro mapa con múltiples combinaciones. El caso es que llegué con facilidad a esa oficina, pero seguro que con una cara de terror muy notoria. La señorita que me atendió, en un inglés con el fortísimo acento característico de la mayoría de la gente que algo sabe, pero poco, me preguntó si era mi primera vez en Japón. Y en Asia, le dije. Ella me reservó asientos en un tren de Narita a la estación de Shinagawa, la puerta sur de Tokio, y me dio ánimo. De verdad. Ahí tenía que buscar la línea del Shinkansen que paraba en mi destino de ese día, Nagoya. Llevaba muchas horas de viaje: once horas de Santiago a Dallas, cinco de espera, y trece más a Tokio. Pero tenía la adrenalina en un punto muy alto. En los boletos de trenes japoneses aparece el nombre del tren, el carro, el asiento y la hora de salida y llegada (son exactísimos; en algún recorrido escuché que el conductor pedía disculpas por llevar uno o dos minutos de atraso, “a causa de un pasajero”). El tren a Shinagawa fue un relajo. El carro casi vacío. La maleta en la entrada del carro. El paisaje urbano apenas interrumpido por arrozales. Poder estirar las piernas y mirar por la ventana. Ni me di cuenta de cuándo estábamos ya en Tokio.

Narita NagoyaEn Shinagawa están muy bien señalizados los accesos al Shinkansen, de modo que tras una hora (más) de viaje estuve en mi puesto para afrontar dos horas y media (más) de viaje hasta Nagoya. Me tocó en la ventana de la derecha. Vi el Monte Fuji, casi despojado de nieve. Vi una trama urbana interrumpida ocasionalmente por cerros colmados de verde y por arrozales. Una vez en Nagoya, apelé a la solución universalmente fácil: busqué un taxi y le pedí que me llevara al hotel. 38 horas habían pasado desde que otro taxi me recogió en mi casa en Santiago cuando tuve a mano otra cama donde acostarme y estirar la espalda. Nagoya. Un polígono industrial según mi amigo Arturo, artífice de mi viaje. Lo que vi en el camino de la estación al hotel fueron calles anchas, arboladas, con señalizaciones en ideogramas que me parecían -y nunca dejaron de hacerlo- parte del paisaje más que de maneras de comunicarse.

II. El taxi, el tren y el mapa

En Japón, las direcciones son un intrincado sistema. Lo destaca Horacio Castellanos Moya en sus Cuadernos de Tokio. El primer número indica el barrio; el segundo, la manzana; el tercero, la casa o edificio. Los taxistas usan aplicaciones computacionales para llegar a destino. En realidad, basta con mostrarles el teléfono fijo de la dirección para que el mapa virtual les señale el recorrido. Son muy amables, como (casi) todos los japoneses. Villoro viajaba con traductora, así que podía enterarse de lo que hablaban los conductores. Mi experiencia fue distinta: Saludo -konichiwa-, muestra de un papel con la dirección o la enunciación del nombre del hotel, en Nagoya, o de algún templo, en Kioto; y eso fue otro problema, por ejemplo, con uno de los más famosos y visitados de la ciudad, Kiyomizu-Dera, que Roberto y yo pronunciábamos con IMG_1420los acentos y los espacios cambiados, es decir, Kiyo-Mizudera, y no entendían adónde queríamos ir. La cuestión no es banal. Roberto buscaba figuras de Godzilla para su hijo. En vano. Hasta que algún vendedor atinó, abrió mucho los ojos y exclamó: “ahhh, Gúuudzira”, y todo se solucionó. Pero nunca supe de qué hablaban los taxistas, cosa importante. El porteño te habla del momento político, de la historia argentina y de lo que se le cante. El chileno se queja o te pone tópicos insufribles, como el frío o el calor. Me tocó un taxista parlanchín, pero en japonés. Nunca tomó nota de que su pasajero no entendía (espacio para localismos: un bledo, castellano clásico; un carajo, castellano centroamericano; ni una weá, castellano chileno), y tampoco esperaba respuesta. Hay taxistas así, los más insufribles, los que te interpelan constantemente sólo para reafirmar sus puntos de vista. Los japoneses -salvo la excepción indicada- guardan silencio. Un respetuoso silencio. Todos los autos son un modelo especial de Nissan, con la puerta trasera que se abre automáticamente y muy amplio espacio interior. Autos grandes. Una excepción.

Pero la abstracción de los números en las direcciones no es el único rasgo que distingue el mapa japonés. El viajero del Shinkansen entre Tokio y Osaka -unos 500 kilómetros- verá que, salvo raras lagunas verdes, hay un continuo donde la única diferencia es la altura de las edificaciones. Es que sólo el 25 % de todo el territorio japonés es plano, y ahí se IMG_1669bconcentra la población urbana. Su superficie es menos de la mitad de Chile y tiene alrededor de 7.5 veces más habitantes, 130 millones versus 17, repartidos mayoritariamente en menos de un octavo de la superficie de este país. Alojé unos días en Hirakata, una ciudad -según nuestro concepto- que está entre Kioto y Osaka, distantes unos 50 kilómetros entre sí. Pero, en realidad, Hirakata-Koen (koen = parque) y Hirakata (que tiene municipio, diputados, normas locales) son estaciones de tren, puntos en un mapa de conexiones. No estás en Hirakata, estás en Kansai, una amplia división administrativa que se considera la segunda aglomeración urbana de Japón, con unos 18 millones de habitantes, más que toda la población chilena (el complejo Tokio-Yokohama agrupa a 38 millones de personas). Desde cualquier punto de Kansai, vía trenes locales, puedes acceder a Kioto, Nara, Osaka, Kobe, y múltiples otros lugares. Arashiyama, por ejemplo, un lugar precioso con el bosque de bambúes más grande de Japón, un río caudaloso, colinas boscosas, templos sintoístas y budistas, calles estrechas, tiendas de artesanías sumamente trabajadas. Bueno: Hirakata y Arashiyama son puntos en el mapa que se conectan vía trenes. Es Kansai. Hay un tren para turistas que va de Kioto a Arashiyama, pero no. Lo mejor es llegar cuando logres situar tu lugar en el mapa, el punto que eres en un espacio interactivo, un lugar que no existe salvo que estés en él, que hayas salido de las estaciones, pero que además sepas cómo volver, cómo reconstruir el recorrido.

Nacionalismo

Yo me fui precisamente huyendo de este país, me parecía la cosa más cruel e inhumana que habiendo tantos lugares en el planeta a mí me haya tocado nacer en este sitio, nunca pude aceptar que habiendo centenares de países a mí me tocara nacer en el peor de todos, en el más estúpido, en el más criminal, nunca pude aceptarlo, Moya, por eso me fui a Montreal, mucho antes de que comenzara la guerra, no me fui como exiliado, ni buscando mejores condiciones económicas, me fui porque nunca acepté la broma macabra del destino que me hizo nacer en estas tierras, me dijo Vega.

Nadie a quien le interese la literatura puede optar por un país tan degenerado como éste, un país donde nadie lee literatura, un país donde los pocos que pueden leer jamás leerían un libro de literatura, hasta los jesuitas cerraron la carrera de literatura en su universidad, eso te da una idea, Moya, aquí a nadie le interesa la literatura, por eso los jesuitas cerraron esa carrera, porque no hay estudiantes de literatura, todos los jóvenes quieren estudiar administración de empresas. (…) A nadie le interesa la literatura, ni la historia, ni nada que tenga que ver con el pensamiento o con las humanidades, por eso no existe la carrera de historia, ninguna universidad tiene la carrera de historia, un país increíble, Moya, nadie puede estudiar historia porque no hay carrera de historia, y no hay carrera de historia porque a nadie la interesa la historia, es la verdad, me dijo Vega. Y todavía hay despistados que llaman «nación» a este sitio, un sinsentido, una estupidez que daría risa si no fuera por lo grotesco: cómo pueden llamar «nación» a un sitio poblado por individuos a los que no les interesa tener historia ni saber nada de su historia.

Horacio Castellanos Moya. «El asco. Thomas Bernhard en San Salvador», en El asco. Tres relatos violentos. Editorial Casiopea, Madrid, 2000, págs. 95 y 99-100.

El Nacionalismo es una enfermedad universal cuya curación será la muerte de los frenéticos, no podemos subsistir en un mundo cada vez más estrecho con ideas tan perjudiciales, y en consecuencia pereceremos. El historiador del futuro dirá que la naturaleza se vengó de los pueblos comunicándoles un espíritu de vértigo, y que el Nacionalismo es un frenesí igual al que se apodera de las sociedades animales, demasiado numerosas. (…) Estamos completamente perdidos, la enfermedad no perdona ya a ninguna nación y todos los países se parecen hasta en el tipo de furor que los opone y anima a degollarse unos a otros.

Ninguna nación quiere olvidar aquello que llama su historia y que la mayoría de las veces nada tiene que ver con la Historia, pero será necesario que un día renuncien a ello. El último vencedor rearmará el espacio y el tiempo, confiscará los medios y las ideas, las pretensiones y los recuerdos, las formas y los contenidos, se declarará único legatario de cincuenta siglos, demostrará que él es la razón de ser de la especie humana y que el deber de cien pueblos es resignarse, exterminará a unos, deportará a la mayor parte de los otros y se verá por todas partes un polvo de hombres, del que él será el único amo. Pues la simplicidad no es concebible por menos y a pesar de la abundancia de las diferencias que se desencadenan ante nuestros ojos, el futuro es de la simplicidad, vamos de desórdenes en desórdenes hacia el orden terminal y de carnicería en carnicería hacia el desarme moral, pocos salvarán y pocos serán salvados, la masa de perdición se eclipsará en el intervalo, llevando al abismo los problemas insolubles. El nacionalismo es el arte de consolar a la masa de no ser más que una masa y de presentarle el espejo de Narciso: nuestro futuro romperá ese espejo.

Albert Caraco. Breviario del caos. Sexto Piso, Madrid, 2004. Traducción de Rodrigo Sánchez Rivera. Edición original: Bréviaire du chaos, Editions L’Age d’Homme S.A., Lausanne, 1982. Págs. 89-90.