El año del verano que nunca llegó

Reseña publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 11 de julio de 2015 

el verano que nunca llegóEn abril de 1815 se registró la erupción del monte Tambora, en Indonesia, la más grande en 1.300 años, que arrojó a la atmósfera cientos de miles de toneladas de azufre y cenizas. La nube negra, dispersada por los vientos, llegó al hemisferio norte y cerró los cielos. La lluvia, la nieve y el frío que congeló ríos y lagos reinaron en los meses destinados a la cosecha. Cundió el hambre. Hubo epidemias. Parecía el fin del mundo, y culminó con tres días y tres noches de completa oscuridad. En esa fecha, en una mansión a orillas de lago Lemán, en Ginebra, estaban reunidos los poetas Byron y Shelley, Mary Woolstonecraft y John Polidori, más otros invitados. En esas noches, escribe William Ospina, «dos poderosos mitos de nuestra época se estaban gestando en las habitaciones de Villa Diodati». Alimentados por las partículas suspendidas en el aire, el frío y la borrasca, y sobre todo por el miedo, «porque para concebir las fantasías más terribles no precisamos ser poetas sino estar de verdad aterrados», el vampiro y el hombre creado con retazos de otros hombres tienen su origen en esa larguísima noche en Ginebra, mientras el pánico galopaba por China, por Europa, por Estados Unidos, en la inverosímil cantidad de días en que la lluvia no cesó de caer en Irlanda.

Ospina reconstruye esa historia desde un punto de vista muy personal: cómo se encontró con el tema en las calles de Buenos Aires, cómo la casualidad lo llevó a la Villa Diodati, cómo fue completando sus lagunas y su conocimiento tanto de los personajes como de la ya abundante tradición novelesca que se ha inspirado en una conjunción de factores tan extraños y de frutos tan relevantes para la cultura de nuestro tiempo. Escrito en primera persona, el libro combina el ensayo literario con la autobiografía, pero es algo más que eso, la historia de una búsqueda que indaga también en un tema mayor: el modo en que se construyen los mitos. Ospina, a sabiendas, recorre un camino ya bastante transitado; lo que hace la diferencia -y que transforma El año del verano que nunca llegó en un libro apasionante- es su libertad para establecer vínculos y hacer enlazar episodios tanto de su biografía como de la historia de la cultura. Posesionado por el tema, solo pudo darle curso a la obsesión a través de un texto que pone sobre el tapete una muy atractiva intuición sobre nuestro tiempo.

William Ospina. Literatura Random House, Santiago, 2015. 301 páginas.

Maneras de no-leer

el olvido 2Pierre Bayard sostiene que hay muchas maneras de no leer, con lo que en realidad quiere decir que hay muchas formas de leer. Ocurre que necesita esa torsión para mantener la provocación enunciada en el título del libro. En la misma línea, trabaja sobre casos extremos y sobre la base de ellos propone afirmaciones de validez general que no parecen tan sólidas si se las mira con cuidado o si se contrastan con la propia experiencia lectora, pero sospecho que mis prevenciones se basan, sobre todo, en que aún no termino el libro. Ya veremos al final; mientras tanto, quiero comentar algunos fragmentos, porque de todos modos el desarrollo argumental me parece, por lo muy menos, atractivo e iluminador precisamente de la experiencia de la lectura (o no lectura, para atenernos a Bayard).

El olvido, por ejemplo. Comenzamos a olvidar lo leído apenas volvemos una página y el paso del tiempo lleva a que, en algún momento, se borre la distinción entre lectura y no-lectura de un determinado libro. Es cierto: sé que alguna vez leí La vorágine, de José Eustasio Rivera, e incluso puedo citar la frase final -«¡Se los tragó la selva!»-. También puedo inscribirla en su contexto y parafrasear, más o menos, el discurso teórico sobre esta novela que estaba en boga en mi época de estudiante. Es decir, podría hablar, y quizá bastante, sobre La vorágine sin necesidad de apelar a la relectura o a lo que otros han dicho de ella, pero si me interrogan sobre la trama, los personajes y el estilo, dudo que pudiera salir del paso (me consuela pensar que aún no leo los consejos de Bayard para estos casos).

Otra especie de la no-lectura, más insidiosa, está constituida por aquellos libros de los que hemos oído hablar (otra fórmula algo tramposa: es más habitual leer sobre libros desconocidos que oír hablar de ellos, pero en la base del libro está la negación del acto de lectura o al menos de su concepto más tradicional y rígido). Aquí es más nítido el procedimiento del caso extremo: el ejemplo es cómo, en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, Guillermo de Baskerville es capaz de describir en detalle la estructura y los contenidos de un libro que sólo ha podido hojear por breves instantes. Pero es cierto: de tanto leer sobre determinados libros, terminamos por pensar que efectivamente alguna vez pasaron por nuestras manos.

En términos más generales, la primera parte del libro es, en realidad, una obra de demolición, y el edificio derruido es la concepción tradicional y estática que divide a los libros en dos especies, los leídos y los no leídos. Frente a ello, Bayard propone una clasificación mucho más flexible que además autoriza -bajo ciertas condiciones, claro está- a hablar de todos los libros: libro desconocido, libro hojeado, libro evocado por otros y libro olvidado. Y es que, tras las diversas maneras de no-leer que propone el autor, la conclusión es que los libros, antes o después de ser hojeados, se reducen a «sombras difusas que se insinúan en la superficie de nuestra conciencia»,  a «objetos reconstruidos, cuyo modelo lejano se oculta detrás de nuestro lenguaje y el de los demás». Y así sucesivamente.