Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 15 de febrero de 2020
La editorial Elefante tiene una línea muy firme en sus publicaciones: edita, hasta el momento, solo a jóvenes escritoras argentinas. Agustina Luz López, Romina Paula, Ariana Harwicz y Camila Fabbri (los dos últimas, reseñadas en esta columna). Robustece así lo que podríamos llamar “la conexión argentina” de las editoriales independientes; Laurel, Overol, Cuneta y Montacerdos, entre otras, han publicado libros escritos al otro lado de la cordillera. Hay que sumar la presencia en Chile de la distribuidora Big Sur, que ha ensanchado considerablemente la disponibilidad de libros latinoamericanos en varios países. En este panorama, Elefante tiene el mérito de haber publicado primeras ediciones, lo que constituye, sin duda, un acto de osadía. A su catálogo se suma María Florencia Rua, de 27 años, con su primera novela (había publicado antes poesía en Argentina y España). El título del libro no se refiere tanto al signo que determina una breve pausa en la lectura, sino a ese estado tan temido de la muerte cerebral; solo que en este caso la niña que yace inmóvil en la habitación 222 de un hospital recuerda, reprocha, mira la tele, reconoce a sus amigas y a sus padres, se enamora de la enfermera y no para de producir breves textos que repasan todo lo imaginable. No hay aquí ni la menor especulación médica, sino exploración poética y literaria de una voz que pierde los contornos y por ello es capaz de moverse de manera tan caótica como salvaje.
Hay que destacar la finura del oído de la autora para captar el habla de la calle y de los jóvenes, pasada por el tamiz de esa libertad de movimiento que resalta desde las primeras líneas y que se expresa en párrafos autónomos y vibrantes de asociaciones libres, saltos y revueltas, pero siempre dotados de una extraña coherencia; un lenguaje que atropella y acelera, que nunca pierde la vivacidad y el ritmo, que remite también a sus inicios como escritora de poesía. El accidente es un motivo que resurge de vez en cuando; hay pequeñas historias como cuentos intercalados; hay personajes que crecen en el relato, como Nancy, la enfermera; y, desde esa plataforma de la libertad de escritura, no se ahorra juicios ni preguntas ni dolores ni tristezas. La voz narrativa de Azul, que así se llama la niña, se permite invenciones deslumbrantes en La coma, en ese espacio que se ha convertido en su hogar y que solo al final, cuando todo parece disolverse, se dispara con frenesí en un monólogo que pierde también los bordes de la sintaxis y que extrema la cercanía entre la vida, la muerte y la conciencia.
María Florencia Rúa. Elefante, Santiago, 2019. 80 páginas.