El Premio Nobel de Literatura se asemeja cada año más a una ruleta rusa invertida: mientras uno ríe feliz, muchos otros candidatos (oficiales y oficiosos) reciben una descarga de frustración anonadante. Ya lo dijo Nicanor Parra en su memorable Discurso de Guadalajara, cuando recibió el Premio Juan Rulfo:
LA REPÚBLICA HIDEAL DEL FUTURO
Suprimirá los Premios Literarios
Pues no somos caballos de carrera
x un deudor feliz
Cuántos acreedores postergados…
Pero la bolita sigue corriendo. Giró y giró; comenzó a rodar más lentamente en Iberoamérica, luego paseó por América Latina (¿había por acá otros candidatos, aparte de -ironías aparte- Nicanor Parra?) y se detuvo en Perú, un país con el que el Nobel de Literatura está en deuda desde hace décadas y que ahora recibe su ración de justicia a través de un gran escritor. Es muy dudoso, en todo caso, que la deuda establecida con César Vallejo haya pesado en esta decisión; hace demasiados años que murió un poeta que, para mi gusto, es el más grande del siglo XX en habla hispana.
Todo ello viene a confirmar, nada más, que este premio es particularmente azaroso. La literatura universal es un territorio tan extenso y variado que un ganador por año es totalmente insuficiente siquiera para la elaboración de un mapa que dé cuenta de la extraordinaria riqueza y diversidad del paisaje, y estas elecciones consagratorias, que elevan automáticamente a las listas canónicas, se parecen más a un rayo que cae de súbito en un páramo solitario que al resultado de una deliberación.
Y el rayo se precipitó sobre la cabeza de Mario Vargas Llosa, el último estandarte del boom literario que sacudió América Latina en la década de los sesenta. Escritor precoz y prolífico, en menos de diez años MVLL publicó tres novelas ejemplares que ya lo situaron como eterno candidato -y hoy, feliz ganador- del Nobel de Literatura: La ciudad y los perros (1962); La Casa Verde (1965) y Conversación en la Catedral (1969). Tres novelas enormes y distintas, que apostaban a la renovación de las formas tradicionales tanto como a la lectura del Perú (y del continente) desde sus claves íntimas y políticas, personales y sociales. Novelas inolvidables, que leí en hilera en un par de años, antes incluso de salir del colegio, y que luego tuve que releer en la universidad; Adriana Valdés, profesora ejemplar, nos llamó la atención, entre muchas otras cosas, hacia la calidad poética de algunos pasajes de La Casa Verde, la novela de MVLL que más me gusta.
El flamante ganador del Nobel de Literatura es, también, un trabajador acucioso, un tipo que estudia y que produce, desde ensayos y columnas hasta nuevas novelas. Dejó de lado las propuestas más radicales (en estructura y forma) de sus novelas de los sesenta, aunque siguió cultivando una particular afición por los relatos en paralelo, por la novela como una suma de relatos que corren juntos y que sólo a veces fluyen finalmente hacia el mismo río narrativo. Algunas (como La tía Julia y el escribidor) me sorprendieron por sus dosis de humor, cuestión que no se le da bien a Vargas Llosa, más dado a la solemnidad; otras, como La guerra del fin del mundo o La Fiesta del Chivo, me gustaron mucho, a pesar de que las encontré bastante convencionales; y también hubo las que me decepcionaron agudamente, como Travesuras de una chica mala.
Pero no puede haber dudas sobre la calidad del conjunto de la obra de Vargas Llosa, que incluye además un sobresaliente tomo de memorias –El pez en el agua-, ensayos literarios muy intereresantes, como el último que publicó, El viaje a la ficción, dedicado a la obra de otro escritor tan grande como poco reconocido, Juan Carlos Onetti, y una abundantísima producción de columnas y artículos literarios y políticos. Que haya dado un viraje tan fuerte hacia posiciones conservadoras no es motivo, ni mucho menos, para ningunearlo; y, en cualquier caso, sólo con las novelas que escribió en los sesenta merece todo el reconocimiento de los amantes de la buena literatura.
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