Artículo publicado originalmente en El Post, 3 de mayo de 2011
En 1970, 37 años luego de la muerte de Raymond Roussel en un hotel de Palermo, el escritor italiano Leonardo Sciascia recibió la petición de ubicar el certificado de defunción del escritor francés, depositario de un culto escaso, pero culto al fin y al cabo, a la altura de un raro entre los raros. Sciascia cumplió con el encargo, pero en el camino se encontró con variadas sorpresas. De ahí nació Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel, un trabajo de acopio de antecedentes que arroja mucho más luces sobre Sciascia, sus métodos y sus obsesiones que sobre Roussel. Es que al siciliano, con seguridad, el francés lo dejaba frío; en realidad, es difícil encontrar a dos escritores más opuestos en su manera de enfrentar la escritura.
Como bien dice Julio Reija, traductor y autor del epílogo (en realidad, un sustancioso ensayo de unas 30 páginas), «Raymond Roussel juraba inventarse cada una de las imágenes y acciones de sus obras, trabajando desde la pura alquimia lingüística y el ejercicio de la imaginación, y sin dejarle en sus libros ni un solo resquicio a la experiencia. Leonardo Sciascia golpeaba las afiladas teclas de su Olivetti Lettera 22 al son del compromiso con la búsqueda de la verdad, hasta el punto de asegurar en bastantes ocasiones que nunca se inventaba nada, ni los personajes de sus novelas ni el estilo de su escritura».
Pero había algo en esas actas que despertó al sabueso: inconsistencias, equivocaciones en los nombres, contradicciones entre los testigos (leves, eso sí), una rapidez absolutamente insólita en ese tipo de procesos, además de la inicial resistencia burocrática a entregarle papeles que debían ser del dominio público. De ahí su insistencia en obtener los documentos y su posterior publicación de Actas…, un volumen muy breve donde Sciascia presenta la evidencia, cita extensamente los documentos oficiales, agrega entrevistas posteriores a los descendientes y señala, paso a paso, punto a punto, todas las lagunas y rarezas contenidas en el brevísimo proceso. Y concluye: «Innegablemente, hay muchos puntos oscuros en los últimos días de vida y muerte de Raymond Roussel. Y si se declinan desde el punto de vista de la sospecha, el asunto adquiere un no sé qué de misterioso, de detective-story». La pregunta mayor es si Roussel se suicidó, como dice el documento oficial, o si cometió un descuido fatal en la ingesta de narcóticos o «substancias barbiatúrdicas», como tan graciosamente las llama el acta oficial. La cuestión es más bien banal. Michel Foucault y otros estudiosos se inclinan por el suicidio; Sciascia, por el descuido. El procedimiento judicial también se inclinó por el deliberado atentado contra la vida propia y, según Sciascia, ello fue fundamental para que el proceso tuviera una resolución tan rápida (una mañana, nada más, aún con la participación de diversas instancias oficiales).
Así, aún cuando se tratase de un descuido con resultados fatales, «la muerte de Roussel era en efecto un suicidio, y un extranjero que acaba poniéndole fin a su vida en Italia, y en un momento en que la gloria de la Italia fascista resonaba en los cielos atlánticos y ratificaba la paz europea con el pacto entre las cuatro grandes potencias, ¿no parecía, tal vez, aludir no sólo a la imposibilidad de convivir, sino también a la imposibilidad de vivir en la Italia fascista? La policía italiana había refinado en aquella época su capacidad de captar alusiones, de descifrar símbolos y alegorías. Y ¿no es precisamente el suicidio el gesto que alude de forma suprema a la imposibilidad de vivir bajo la tiranía?».
¿Rizaba Sciascia el rizo? Es bien probable que no, dado que el proceso completo duró sólo una mañana en manos de «esa misma magistratura cuyo paso es en la totalidad de los casos de una impresionante lentitud y un atroz peso para quienes se encuentran implicados». Con seguridad, la extrema premura explica también las inconsistencias, los errores y los descuidos en la investigación, que caminó a pasos agigantados hacia el establecimiento de una causal de muerte sin autopsia y sin entretener más a testigos y cercanos. Pero hay una razón distinta, que nos devuelve a Sciascia, a sus técnicas narrativas, a su manera de afrontar el trabajo del escritor, con esta frase casi al final de las Actas: «los hechos de la vida siempre se vuelven más complejos y oscuros, más ambiguos y equívocos, o sea, tal y como verdaderamente son, cuando se los escribe» (la cursiva es de Sciascia).
Es un enfoque, para mí, novedoso. Se suele decir, por el contrario, que «poner las cosas por escrito» acarrea claridad y perspectiva. Sciascia desmiente la especie; escribir es traer hacia la superficie y explicitar el verdadero carácter de las cosas, con sus ambigüedades y sus tinieblas. Quizá acá está la clave para leer mejor sus ficciones (siempre encaramadas en las espaldas de la realidad), sus lúcidos ensayos, su obra que inquieta y perturba. Y también para leer, desde luego, este librito. Estoy de acuerdo con Julio Reija en que Sciascia puede haber sentido una cierta cercanía con Roussel en cuanto ambos fueron unos solitarios que caminaban a destiempo, aunque por muy distintas razones; pero no en que el suicidio de su hermano Giuseppe haya motivado el intento de exculpación de Roussel que Sciascia lleva a cabo en las Actas. La auténtica profundidad y complejidad del texto pasan por la desesperanzada mirada de Sciascia sobre la sociedad siciliana e italiana, así como por su convicción de proclamar, aunque sea incómoda, la verdad. Aunque sea una verdad tan menor como que el hipocondríaco Roussel, que buscaba en los narcóticos una experiencia de paz e iluminación, la alcanzó, finalmente, pero a costa de morir sobre el colchón que había puesto en el suelo, porque tenía miedo de caerse de la cama.
Leonardo Sciascia. Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel. Gallo Nero, Madrid, 2010. 111 páginas.