Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 16 de marzo de 2019
Tras su deslumbrante debut literario con El nervio óptico (Laurel, 2016, reseñado en esta columna), María Gainza vuelve con una novela también renovadora en las formas y con la plástica como el gran sustrato de la ficción. La novela, al inicio, se estructura como una serie de muñecas rusas: una historia abre otra historia y luego se despliega otra más, pero es un efecto buscado, un truco de imaginería para ocultar o al menos postergar la búsqueda “del corazón de esta historia, encontrarlo donde quiera que esté”; pero la narradora también dice que le gusta “el callejón, el pliegue, el recoveco”, y de eso está tejida La luz negra, de pliegues que se abren al inicio con una amistad o, mejor dicho, con una relación de maestra a discípula, una relación iniciática en los recovecos del mundo del arte y de la distinción entre original y copia, entre una pintura auténtica y su falsificación, que ocurre en el lugar en donde se certifica aquello que es verdadero de lo que es falso en el arte. Pero, dice la narradora, “como si la verdad fuera la gran cosa y no simplemente un cuento bien contado”. Y la gran pregunta que recorre el libro es cuánto hay de cierto en la historia que Enriqueta, la experta en autenticidad, le ha contado a su discípula sobre “La banda de falsificadores melancólicos” y sobre un personaje conocido como La Negra, cuyo mayor talento es imitar a la perfección el estilo de otro.
Gainza muestra aquí un amplio abanico de influencias. El inventario de los bienes de la pintora más falsificada en el libro, Mariette Lydis, recuerda a Perec (y también a Sei Shonagon). Las abundantes referencias, las citas encubiertas, las historias de cuadros y de libros, perfectamente integradas en el conjunto, recuerdan a Vila-Matas; y la búsqueda de La Negra a través de entrevistas a distintos personajes hace pensar, cómo no, en Bolaño. Pero la síntesis es suya y muy bien lograda, otra muestra del talento de Gainza para cabalgar sobre la tradición y usarla y moldearla a su gusto. Es curioso que el citado corazón de la historia aparentemente no existe, pero, si más allá de la búsqueda de un personaje que nunca se constituye como tal miramos a las reflexiones de la narradora sobre la escritura, puede estar ahí: “una escribe para auscultarse, para entender qué tiene dentro”, pregunta acuciante para quien su familia consideraba “un caso perdido, alguien que en la vida, como mucho, podía algún día llegar a sobresalir cazando mariposas”.
María Gainza. Anagrama, Barcelona, 2018. 144 páginas.