Reseña publicada en la revista «Sábado» del diario El Mercurio, 11 de junio de 2016
La escritora argentina Mariana Enriquez comenzó a publicar muy joven –su primera novela apareció cuando tenía 22 años-, pero ha ganado fama y reconocimiento en los últimos seis años en otros géneros: la crónica –donde publicó un libro absolutamente ejemplar, Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios (2013), el cuento (la editorial chilena Montacerdos le publicó en 2014 Cuando hablábamos con los muertos, que incluyó una novela corta magnífica), y el ensayo (su libro sobre Silvina Ocampo fue publicado también en Chile por Ediciones Diego Portales). Ahora Anagrama publica otra colección de relatos, la mayor parte de ellos nuevos, con el sello inconfundible de una escritura que si bien se inscribe en un género habitualmente menospreciado o reducido al nicho de la mera entretención –la narrativa de terror-, lo subvierte y lo trasciende a la vez.
Lo subvierte porque la meta de su trabajo no es sólo provocar el proverbial escalofrío en la espalda, sino vincular, con sutileza y finura, los males de acá y de allá: los fantasmas que provee la imaginación y los monstruos creados por la maldad humana; las casas misteriosas que suenan, crujen y chillan porque en ellas ha ocurrido lo indecible, porque sus paredes han sido testigos de horrores; la magia y la adivinación con la vida cotidiana bajo una dictadura; las excentricidades adolescentes que en una vuelta de tuerca pueden lindar con el extravío y la pérdida de límites, el policía abusador que sin saberlo despierta un mal mucho más profundo. Enriquez nunca es demasiado explícita, ni en el lado de acá ni en el lado de allá, y algunos de estos cuentos –“El chico sucio”, “El patio del vecino”, “Bajo el agua negra”, “Las cosas que perdimos en el fuego”- se leen con la fascinación de sentirte arrastrado a un abismo, a un punto ciego, a un límite que no quieres ver pero ahí estás, siguiendo cada línea hasta que puedes respirar tras el punto final. La calidad literaria de los relatos es lo que trasciende el límite genérico; un estilo que nunca cae en lo estridente, personajes bien dibujados con pocos trazos, el inteligente anclaje en la realidad de los relatos –algunos en los ochenta, otros en la miseria que se adueña de sectores de Buenos Aires- y, sobre todo, su capacidad para crear historias que nunca pierden la verosimilitud, aunque se trate de un río de agua negra y fétida contaminado no por descuido, sino por obligación, o de una colección de uñas cortadas seguida por una colección de dientes, o de un antiguo asesino de niños que aparece, fantasmal, en un tour por la ciudad.
Mariana Enriquez. Anagrama, Barcelona, 2016. 200 páginas.