Artículo publicado en la revista APSI 323, del 25 de septiembre al 1° de octubre de 1989
Las islas británicas han sido pródigas en especímenes humanos a los cuales cuadran los adjetivos de excéntricos o de extravagantes. Aquello ha sido, incluso, motivo de chanza universal; un ejemplo claro es el personaje Phileas Fogg, el héroe de la novela La Vuelta al mundo en 80 días, debida al ingenio francés de Julio Verne. Su maniática observancia de hábitos y de horarios, puesta radicalmente a prueba por una expedición de tal magnitud, no sufre menoscabo alguno, y la mayor felicidad de Fogg, al cabo de tan accidentado viaje, radica en restituirse a su amada rutina, el té de las cinco, los diarios en el club, la pipa.
Los mismos ingleses han contribuido generosamente a alimentar su fama de rareza. Sólo un aspecto -su manía de asociarse en estrambóticos clubes- servirá para ilustrar el aserto. Thomas De Quincey, en Del asesinato considerado como una de las bellas artes, informó de la existencia de la Sociedad para el Fomento del Vicio. de la Sociedad para la Supresión de ]a Virtud y de otras no menos escandalosas para la rígida moral victoriana. Robert L. Stevenson propuso, como escenario para las aventuras del príncipe FIorizel de Bohemia, el Club de los Suicidas, organizado para ayudar a salir de esta desesperanzada vida a quienes carecen del valor necesario para obrar por sí mismos. Gilbert K. Chesterton, por último. ideó el Club de los Doce Pescadores Legítimos, cuya única razón de existir es -nada más y nada menos- el exclusivísimo derecho de pertenecer a él.
Los mismos escritores, más allá de sus obras, han marcado caminos en esto de la extravagancia. William Beckford, por ejemplo, que en 1780 pubIicó sus ma1évolas -y ficticias- Memorias biográficas de pintores extraordinarios. una genial tomadura de pelo a los eruditos y conocedores de arte de su tiempo; el mismo De Quincey, opiómano empedernido, que hizo de su afición a la droga la fuente de una de sus más notables creaciones, las Memorias de un inglés comedor de opio; o el tranquilo y tímido clérigo Charles L. Dogson, que pasó a la historia de la literatura como Lewis Caroll, autor del ciclo de Alicia y de obras de lógica y de matemáticas en las que e1 p1anteamiento de los problemas adquiere insólitos caracteres oníricos. Carroll, además de escritor, fue fotógrafo, y las imágenes de su sobrina Alicia Liddell y de otras pequeñas amiguitas han dado pábulo a las más diversas teorías sobre el inconsciente y e1 consciente de este solterón que amaba a las niñas.
Pero la que ha asumido la peculiaridad de los ingleses como objeto de su trabajo literario es Edith Sitwell, autora de Ingleses excéntricos. Una galería de hombres y mujeres raros y pasmosos. El libro, publicado originalmente en 1933 y traducido sólo en 1989 al castellano, es una auténtica caja de sorpresas que rescata del olvido, con humor y con distancia, con cariño y con sorna, a personajes que cumplen cabalmente con las características enunciadas en el titulo. Edith Sitwell, poetisa y ensayista británica, murió en 1964, y ésta es su obra actualmente más difundida. Se dice que ella, tal como Beckford, Carlyle y Borges, prefirió simular 1a realidad en lugar de reconocer e1 carácter ficticio de sus personajes. Hayan existido o no, son, de todos modos, cabal expresión de la excentricidad inglesa.
El don de la infalibilidad
¿En qué consiste, pues, la ya tan nombrada excentricidad? EI diccionario, con su habitual proceder tautológico, la define como ‘»rareza o extravagancia de carácter». En extravagancia, no es mucho más descriptivo: «desarreglo en el pensar u obrar». En extravagante alcanza, por fin, cierta precisión: «que se hace o dice fuera del orden a común modo de obrar». En el caso de los ingleses, tal comportamiento desajustado obedece, según Edith Sitwell, «a ese conocimiento pecu1iar y satisfactorio de su infalibilidad, que es el sello distintivo y el derecho de nacimiento de la nación británica». Esa percepción puede !levar a afirmar a un distinguido señor que «el principio vital, los nervios del tronco y las extremidades, la sensación y el movimiento, pueden existir con independencia del cerebro». En e1 mismo orden de cosas, los médicos de los siglos XVI y XVII podían recetar -y los enfermos ingerir- remedios de este tipo: «piojos de cerdo vivos, lombrices de tierra recién cogidas, puntas negras de patas de cangrejo, huesos humanos calcinados, estiércol de ganso recogido en primavera y secado al sol, hígado de rana, estiércol blanco y seco de pavo real y carne de sapo y de víbora». Según la autora, el riesgo que implicaba someterse a tales tratamientos determinaba que el número de enfermos imaginarios debía ser mucho menor que en nuestros días.
La infalibilidad podía, también, ayudar a que un personaje como e1 capitán Philip Thicknesse encontrara que ingresar subrepticiamente al domicilio de una rica viuda y asomarse a la ventana con camisón y gorro de dormir era un buen sistema para obligarla a contraer matrimonio; o que el hecho de encerrar de por vida a dos jovencitas en un convento porque su perro devoró al periquito regalón de su mujer (Ia viuda), no era más que una estupenda broma; o a considerar que no haber logrado arrebatarle a sus hijos la fortuna que heredaran por la vía materna era la mayor frustración de su vida, tanto, que el capitán Thicknesse escribió en su testamento: «Dejo mi mano derecha. que será cortada después de mi muerte. a mi hijo Lord Audley. Deseo que se la envíen, con la esperanza de que, al verla, se acuerde de su deber hacia Dios, tras haber abandonado durante tanto tiempo el deber hacia un padre que en otro tiempo le prodigó tanto afecto».
Una de las profesiones más singulares que el ingenio inglés ha podido inventar es la de «ermitaño decorativo». Parece ser que en algún tiempo se consideró de buen tono poseer, dentro de las propiedades campestres de ]as familias inglesas, a un ermitaño que sirviera de viva demostración de la vanidad de las cosas terrenales. Así. en un periódico podía encontrarse la oferta de cincuenta libras anuales “a cualquier hombre que viviera siete años bajo tierra, sin ver a ningún ser humano y sin cortarse el pelo. la barba y las uñas de pies y manos”. Lo notable del caso es que hubo un interesado en el trabajo, pero sólo pudo perseverar durante cuatro años en aquella ocupación.
Una mirada oblicua
Con este recorrido por las más variadas formas que reviste el don inglés para comportarse de modo extravagante, Edith Sitwell logra construir una obra que no sólo es entretenida –y, a su vez, excéntrica-, sino, también, propositiva: hay una lectura implícita que da cuenta del modo de ser inglés mucha más fehacientemente que el más sesudo ensayo socio o antropológico. Aquella lectura enlaza con la rica tradición literaria inglesa que hace del humor una de las más eficaces herramientas para describir la realidad. A través de los muchos personajes y de la infinidad de anécdotas asoma el tejido de relaciones sociales y de concepciones de mundo que han regido durante siglos las islas británicas. En su misma atribución de causa a la excentricidad –la certeza de no errar- hay más que un juego de palabras o una ironía gratuita; se trata, en realidad. de una certera caracterización que desborda los límites del libro.
Por lo mismo, Edith Sitwell, a medio camino entre la autocompasión y el sarcasmo, propone su indagación como un antídoto contra la melancolía, aquella que asalta “cuando incluso la nieve y las nubes de contornos oscuros parecen viejos accesorios teatrales, harapos desechados que pertenecieron a actores muertos». La autora equipara el material básico a un gigantesco montón de basura en el cual es posible encontrar “alguna actitud rígida, e incluso, espléndida, ante la muerte, alguna exageración de las actitudes corrientes en la vida. De tales distorsiones puede alzarse una risa polvorienta».
Ingleses excéntricos. Por Edith Sitwell. Tusquets Editores, Colección Afueras, Barcelona, 1989. 289 páginas.