Walt Withman dijo, entre pretenciosas e hipertrofiadas banalidades, que para tener grandes poetas también debe haber grandes audiencias. Si Walt Whitman se dio cuenta de esto debe de resultar universalmente obvio en estos días de radios que nos informan y de las llamadas revistas de alto copete que corrigen nuestra información; por no hablar del toque personal de los programas de lectura. Y aun así, ¿qué han hecho los periódicos y los programas para hacer de nosotros grandes audiencias o grandes escritores?, ¿han cogido estas sibilas al neófito delicadamente de la mano instruyéndole en los fundamentos del gusto? Ni siquiera han intentado inculcarle una reverencia por sus misterios (despojando así a la crítica incluso de su valor emocional -¿y de qué modo vas a controlar el rebaño si no es mediante sus emociones?, hubo alguna vez una multitud lógica?-). De modo que no hay tradición, no hay espíritu de equipo; todo lo que se necesita para ser admitido en las filas de la crítica es una máquina de escribir.
Ni siquiera intentan moldear sus opiniones por él. Es cierto, resulta poco apreciado el moldear la opinión de alguien en su lugar, pero es un agradable pasatiempo el cambiar su opinión de una falacia a otra, por el bien de su alma. El crítico americano, como el prestidigitador, intenta averiguar exactamente cuánto debe dejar ver al espectador y todavía salirse con la suya -la superioridad de la mano sobre el ojo-. Confunde la pieza a examinar con un instrumento con el que realizar arpegios de la inteligencia. Esto parece tan pretencioso, tan inútil, como el corneta que lleva a cabo acrobacias acústicas mientras espera a que se junte la banda. Con esta diferencia: el corneta después de un rato se cansa y lo deja. Aquí se da la asombrosa posibilidad de que el crítico disfrute con su propia música. ¿Es así, disfrutan leyéndose los unos a los otros? Uno puede imaginar igual de fácil barberos afeitándose unos a otros por diversión.
El crítico americano permanece ciego, no sólo su público sino también él, respecto a la esencia principal. Su negocio se ha convertido en gimnasia mental: se ha convertido en una reencarnación del charlatán de feria de memoria privilegiada, manteniendo embelesada a la rústica parroquia, no por lo que dice, sino por cómo lo dice. Sus mentes vuelan libres ante la vistosa ampulosidad de la pirotecnia. ¿Quién no ha oído esta conversación?
«¿Has visto el último… (escoja usted mismo)? Jones Brown está bien esta vez; él… humm, ¿cuál es ese libro? Una novela, creo… lo tengo en la punta de la lengua, de algún tío. En cualquier caso, Jones se refiere a él como un boy scout estético. Es bueno: tienes que leerlo.»«Sí, lo haré. Brown siempre está bien, ¿te acuerdas cuando dijo de alguien: «Un loro que no podía volar y que nunca había aprendido a maldecir?»
Y aun así, cuando le preguntas por el nombre del autor, del libro o acerca de qué se trata, ¡no te lo puede decir! Él tampoco lo ha leído, o no sólo no le ha conmovido sino que a esperado a leer a Brown para tener una opinión. Y Brown no le ha ofrecido ninguna opinión en absoluto. Quizá el propio Brown no tenga ninguna.
¡En Inglaterra hacen este tipo de cosas mucho mejor que en América! Por supuesto que en América hay críticos igual de juiciosos y tolerantes y sólidamente preparados, pero con pocas excepciones no tienen estatus: las revistas que establecen el estándar los ignoran; o ante condiciones insoportables, ignoran a las revistas y viven fuera. En un número reciente de The Saturday Review el señor Gerald Gould, reseñando El jugador oculto de Alfred Noyes dice:
«La gente no habla así… No refleja la forma de hablar común de la gente común: lo que generalmente resultaría pálido… al dar tantísimos detalles resulta confuso».
Aquí está la esencia de la crítica. Tan exacta y clara y completa: no hay nada más que decir. Una crítica que no sólo el público, sino también el autor, puede leer con provecho. ¿Pero qué habría hecho el crítico americano ante esto? ¿Quién de nuestros árbitros literarios habría dejado pasar esta oportunidad de referirse al señor Noyes como un «boy scout estético» o alguna otra cosa igual de pretensiosa e irrelevante?, ¿y qué lector cogería el libro con una mente imparcial, sin un ligero malestar de paternalismo y confusión… no hacia el libro, sino hacia el señor Noyes? Uno de cada cien. ¿Y qué escritor, con su propia compulsión al sufrimiento, su propio impulso a calificar de tábano a todo papel que le hostigue, podría obtener algún provecho o sustento de ser denominado un boy scout estético? Ninguno.
Cordura, esa es la palabra. Vive y deja vivir; critica con gusto en virtud de un criterio, y no riñas. La reseña inglesa crituca al libro, la americana al autor. El crítico americano le endosa al público lector un distorsionado bufón en el seno de cuya sombra acechan imprecisamente los títulos de varios volúmentes íntegros. Sin duda, si hay dos profesiones en las que no deberían existir envidias profesionales son la prostitución y la literatura.
Tal como es, la competición se vuelve encarnizada. El escritor no puede empezar a competir con el crítico, está demasiado ocupado escribiendo y también está orgánicamente incapacitado para la contienda. Y si tuviese tiempo y se armase adecuadamente, sería injusto. El crítico, una vez que se ha convertido en un hábito para sus lectores, es considerado infalible por ellos; y su contacto con ellos es lo suficientemente directo como para permitirle tener siempre la última palabra. Y con el americano la última palabra es la que tiene peso, la definitiva. Probablemente porque le da una oportunidad de decir algo sobre sí mismo.
[Double Dealer, enero-febrero de 1925; reimpreso en William Faulkner: early prose and poetry, ed. Carvel Collins, Boston, 1962. Ese texto es el reproducido aquí.]
William Faulkner. Ensayos y discursos. Capitán Swing, Madrid, octubre de 2012. 372 páginas. Traducción de David Sánchez Usanos. El artículo reproducido está en las páginas 107 a 109.
Un comentario sobre “«Sobre la crítica» (1925), de William Faulkner”