Columna publicada en la revista «El Sábado» del diario El Mercurio, 29 de octubre de 2011
En 1983, cuando la revista Granta lanzó su primera lista de escritores promisorios menores de cuarenta años en Inglaterra, Martin Amis, Julian Barnes, Bruce Chatwin, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro o Salman Rushdie eran perfectos desconocidos para los grandes públicos (aunque el público lector no sea, en realidad, grande). Más allá de las polémicas que ha levantado Granta en sus ediciones británica y española, lo cierto es que hace 38 años se anotó un pleno: seguimos hablando de esos autores, seguimos leyéndolos. La mayoría fichó por Anagrama y enriqueció un catálogo que corría parejo con la agitada democratización de España y su apertura a los vientos del mundo. Jorge Herralde cuenta, en Opiniones mohicanas, que un editor francés le dijo, «con cariñosa envidia», que en Anagrama estaba «la Selección Nacional Británica, el Dream Team». El mote quedó, aunque extendido a otros escritores británicos del sello, como Hanif Kureishi, Will Self y muchos otros.
Julian Barnes es, sin duda, uno de sus estandartes. A sus 64 años, acaba de demostrar su vigencia al ganar el Booker Man Prize, uno de los galardones literarios más codiciados y prestigiosos de las islas británicas, con The sense of an ending, anunciada por Anagrama para 2012. Son apenas 150 páginas, pero una de las jueces del premio, Gaby Wood, dijo que «en términos puramente técnicos es una de las obras más potentes que haya leído nunca». Tras dos novelas tan dignas de lectura como convencionales en la forma, Metrolandia y Antes de conocernos, Barnes decidió experimentar y publicó El loro de Flaubert. «Sorprendentemente, la gente lo apreció», declaró en una entrevista de 2005, cuando se cumplían 20 años desde el lanzamiento de la novela que lo consagró ante la crítica y los lectores, un artefacto gozosamente literario y provocador que se lee con una simpatía irresistible. Con ella fue, por primera vez, finalista del Booker, que se le escapó de las manos otras dos veces, con Inglaterra, Inglaterra (1998) y Arthur & George (2005). De manera que es un acto de justicia, sin duda, que el premio –comparable al bingo, según señaló el mismo Barnes- le haya sido otorgado. El afilado ingenio de Barnes, su manejo incomparable del diálogo y su audacia formal no han amainado con el tiempo y sus obras todavía son una promesa segura de placer para el lector. Porque ahí radica quizá lo mejor de Barnes: lo pasa muy bien escribiendo y eso se nota.