Nunca he podido encontrar libros de Ricardo Azuaje, el escritor venezolano que Bolaño recomendaba. Pero sí apareció en Periférica Israel Centeno (1958), otro escritor de esa nacionalidad y contemporáneo (Azuaje es de 1959), que, de no ser por la editorial extremeña, permanecería igualmente inaccesible para lectores de otras latitudes (en Chile es distribuida por Hueders).
Iniciaciones es su primer libro editado por Periférica, en 2006, pero apareció originalmente a comienzos de la década anterior. Es una novela breve, de menos de cien páginas, pero de rara complejidad. Tiene cuatro partes, cada una dedicada a un personaje; en la más extensa, la primera, León, un adolescente, narra en primera persona el fuego que lo consume en una adolescencia calurosa y acalorada que no encuentra el modo de dar curso a sus deseos; luego, un narrador en tercera persona toma el relevo e introduce a otros personajes en el retablo de una familia del campo venezolano, de la hacienda, del «hato», como le llaman ellos, un espacio clausurado a la modernidad y habitado por la fiebre, el deseo, el incesto y una violencia soterrada que late en el polvo y la amenaza de que se repita una mítica inundación que arrasó con las vacas y los hombres.
La siguiente parte, «Amelia», narrada en tercera persona, sitúa el relato en el tiempo y presenta mejor a los personajes; pero también pone a la novela en el marco de su tradición, una tradición de la que por acá conocemos sólo los grandes hitos. Quizá por ello Centeno suena, al menos en esta novela, tan original y novedoso: porque no sabemos de dónde viene ni con quién está hablando, hasta que, en la página 54, leemos:
Por aquellos tiempos leyó Doña Bárbara por primera vez. Siempre había destestado al autor, pero un amigo mexicano le insistió en que lo leyera. Al principio creyó que se enfrentaría con un escritor que buscaba hacer una especie de Rojo y Negro con criollismos, pero sorprendida, fue más allá de la ciudad y participó de una épica, de un mundo telúrico. «Una Venezuela tosca y primitiva contra una Venezuela que nacía», como leyera en el prólogo. El bien y el mal, una Venezuela tosca y primitiva contra una Venezuela que nacía. ¡Qué pintoresco y cursi resultaba el tema en una primera lectura! Pero Amelia logró encontrar un punto que la identificaba con la historia. En ella se dio el efecto contrario que esperaba el autor en sus lectores: rechazó a la Venezuela que nacía, llegó a odiar a Santos Luzardo, el hombre de las luces, el hombre de las ciudades que lanzaban huevos a sus concertistas, el hombre de la alfabetización y los libros bajo el brazo. Nunca toleraría las propuestas subyacentes de Gallegos. Regresaría para ir al centro de la tormenta, a las borrascas entre la noche y el día.
De ahí en adelante, la novela se lee de otro modo: si antes León copaba el paisaje y la hacienda recordaba tantos paisajes similares en todo el continente americano, de ahí en más crecen la complejidad, los juegos temporales y la ruptura de los territorios familiares. Y si en todo momento Centeno traía un aire fresco, un estilo nuevo, una sofocante manera de narrar esas iniciaciones que suelen ser terribles y con el aire terminante de las cosas decisivas, gana densidad, interés y misterio, con una obra que se bifurca y amplía su horizonte hasta hacerse universal.
Ahora me preparo para seguir con Hilo de cometa y Calletania.
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